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La Administración Biden. El reto de reformular un orden en decadencia

Joe Biden cumple un mes en el cargo. Un hombre con un claro perfil de hombre del establishment estadounidense que lleva décadas en el teatro político del país. Su carrera en el senado y sus dos legislaturas como vicepresidente dan pistas para visualizar la línea política de su gobierno.

Los últimos cuatro años en Estados Unidos han supuesto la acentuación de las contradicciones estructurales que acopia el país. La polarización alimentada por la Administración Trump ha acentuado disfunciones sociales tectónicas, como el trato a las minorías o la cuestión migratoria, y ha provocado que hoy los temas sociales y económicos sean prioritarios en la agenda del nuevo Gobierno. Todo ello en paralelo a las medidas por establecer un plan sanitario contra la crisis de la COVID19.

A pesar del perfil moderado que Biden trasmite, la naturaleza geopolítica de Estados Unidos no va a mutar. Se resalta la idea del multilateralismo, pero esta concepción no vislumbra un escenario en el que Estados Unidos no comande. La cuestión, y la notoria diferencia con su predecesor, residirá en las formas en el trato y la dureza del mensaje del nuevo Ejecutivo, pero las líneas estratégicas convergen en el fin: Estados Unidos no puede sustentar económicamente la arquitectura de defensa occidental cómo hasta ahora, de ahí que apele a un multilateralismo más efectivo, concretamente con Europa y sus escuderas naciones anglosajonas, para recomponer el orden liberal internacional que configura su política exterior.

Un joven Joe Biden habla con Jimmy Carter            (Fuente: Wikipedia)

Así las cosas, la Administración Biden debe encarar unos desafíos acordes a la posición de Estados Unidos. Una posición condicionada por las políticas del anterior Gobierno y marcada por el desarrollo de las relaciones internacionales, cuyas dinámicas de los últimos cuatro años hacen improbable retornar a las pautas anteriormente establecidas.

Aun si el primer paso es atender a la situación interna que vive el país, la condición de potencia de Estados Unidos le exige responder a las consecuencias de su profundidad estratégica. No en vano, un paso preferente del nuevo Ejecutivo en su agenda exterior debe ser concretar sus aproximaciones políticas, comenzando por redefinir las relaciones con sus principales aliados.

La regeneración de la conciencia política, así como la formulación de un planteamiento exterior que vuelva a sintonizar alianzas, parecen las líneas de actuación más apremiantes para el nuevo inquilino de la Casa Blanca. Todo ello en consonancia con el plan promulgado por proyectar un orden internacional basado en la cooperación, que invierta más en dividendos diplomáticos y asociativos que en la contención de Irán, Rusia o China.

La política exterior del país norteamericano atrae la mirada de todos. El mundo está pendiente del enfoque en los múltiples escenarios en los que el nuevo presidente debe mostrar la disposición y el talante de Estados Unidos bajo su liderazgo. No obstante, en materia geopolítica se vaticina un cambio no tanto en su naturaleza como sí en su forma.

En sus primeras horas en el cargo, el 46° presidente de Estados Unidos firmó quince órdenes ejecutivas de diversa índole que dejan entrever las prioridades de su gestión: desde medidas relacionadas con el cambio climático a decretos dirigidos a cambiar políticas migratorias, o los derechos de las minorías. En esta línea, temas capitales de la campaña electoral como el retorno a los Acuerdos de París y a la Organización Mundial de la Salud (OMS) ya se han cumplido; del mismo modo que a principios de este mes de febrero se comunicaba que el EE.UU regresaba al Consejo de Derechos Humanos de la ONU.

La incidencia de Estados Unidos en el mundo le exige atender a una agenda internacional repleta de escenarios que aguardan el dictamen de Joe Biden. Las relaciones con China; el proyecto de desarme nuclear con Rusia; el pacto nuclear con Irán; la implicación de Washington en Oriente Medio; el papel de la OTAN en la política exterior estadounidense; o las relaciones con los países de la Unión Europea en materia geoestratégica y comercial forman parte de una agenda que aún debe establecer su orden de prioridades.

Obama y Biden se saludan como primero y segundo del Gobierno estadounidense

Todas estas cuestiones están condicionadas por la realidad geopolítica. Las relaciones internacionales se dirigen hacia un orden multipolar que exige reformular los planteamientos establecidos. Trump comenzó su política aislacionista sin transición, desestimando alianzas consolidadas y socavando la imagen de su país. Sin embargo, el antiguo magnate era consciente de una realidad también presente dentro del gabinete demócrata: Estados Unidos no pueden mantener el tipo de intervencionismo de las últimas décadas, como tampoco ser el sustento económico de organismos internacionales a los que muchos países no le dedican la inversión que les corresponde.

Europa y aliados occidentales

Marcado por su perfil de progresista moderado, Joe Biden concibe el orden internacional liderado por Estados Unidos desde la unidad de Occidente. Un vínculo basado en la alianza trasatlántica, mercados abiertos y con Estados Unidos como máximo adalid de los valores democráticos. Es así que Europa ocupa un lugar primordial en este enfoque. Ya en campaña electoral, el ahora presidente demócrata aclaró sus preferencias estratégicas: “Europa es la piedra angular de nuestro compromiso en el mundo”, resaltando su énfasis en la proyección trasatlántica. Tras cuatro años de presiones y acusaciones verbales desde la Administración Trump, en ciertos círculos del Viejo Continente ha ido cobrando fuerza la idea de una agenda geopolítica propia que defienda los intereses de la Unión y no dependa en sobremanera de las preferencias de Washington. Emmanuel Macron ha sido defensor de tal idea, más aun con la inminente ejecución del Brexit y con unas elecciones alemanas en 2021 que van a deparar un nuevo líder germano. Asimismo, dentro del orbe occidental, aliados crónicos de Estados Unidos como Canadá o Australia – y próximos a éste, como Japón –, ven en el nuevo liderazgo norteamericano la oportunidad para retornar a un orden internacional más estable y reconocible.

Está por ver cómo encara Joe Biden el reto de comprometer a Europa a asumir mayores responsabilidades en el escenario internacional, especialmente a través de la OTAN. Una Alianza Atlántica que demanda mayor responsabilidad en el compromiso por parte de los países europeos y que exige un replanteamiento de su estrategia. Una postura de la que el nuevo presidente estadounidense no se diferencia tanto de su predecesor. A pesar de cualquier discrepancia, Europa y Estados Unidos están abocados a alcanzar un acuerdo en la contribución de recursos. Existe una necesidad recíproca, aunque asimétrica, forjada por la historia moderna.

Fuera del marco de la OTAN, la fortaleza del vínculo entre Europa y Estados Unidos es el camino más asequible para superar las consecuencias de la pandemia y cuatro años de políticas impredecibles; también la oportunidad de encontrar una salida común a sus erosionadas economías y a sus desacreditadas agendas geopolíticas. La coyuntura actual demanda un equilibrio que perdure y que genere dividendos rápidos y constantes; una alianza que siente las bases de una cooperación que distribuya gastos y concrete responsabilidades. Están en juego los valores que sostienen la política exterior occidental; de la fortaleza de tal consenso dependerá el organigrama económico que permita sobrellevar la pandemia y configure el sistema imperante del futuro, aun con la preponderancia de China en el presente y futuro del orden mundial.

Reunión que dio paso a los Acuerdos de París (F: Wikipedia)

Dicho esto, la reconstrucción de los lazos trasatlánticos no son excluyentes de que Europa adquiera una política exterior más proactiva y autónoma. Una idea madurada por los líderes de la UE al percatarse de su condición al tratar con un presidente estadounidense sin sintonía con ellos. La cuestión de los aranceles en determinadas mercancías, la salida del pacto con Irán, el planteamiento de la retirada de tropas estadounidenses de Alemania, o la polémica en torno a la tecnología importada desde China por Europa fueron ejemplos explícitos de los límites como actor independiente de la Unión Europea. Dicho esto, en parámetros geopolíticos, todo aquello que represente un distanciamiento estratégico entre los dos actores occidentales más fuertes va suponer una pérdida de poder internacional.

En este orden de cosas, la tecnología va a ser un medidor elocuente del estado de las relaciones trasatlánticas; su comercio entre Europa y EE.UU puede ser reflejo de la sinergia en el planteamiento estratégico. Esta cuestión fue motivo de gran tensión para el predecesor de Joe Biden con sus homólogos del Viejo Continente. Este es un tema que el líder estadounidense debe encarar. El exsenador tendrá que presentar su propio enfoque al respecto y exponer una alternativa ante las repercusiones de la expansión tecnológica china.

China y Asia-Pacífico

Ciertas realidades geopolíticas no atienden a quién ocupa la Casa Blanca: China y el epicentro de Asia-Pacífico serán una prioridad geoestratégica en la agenda exterior de Estados Unidos; un área que concentra más de la mitad del PIB del globo y que representa un frente palmario en la confrontación con la potencia asiática. Sin embargo, no se sabe con certeza el enfoque que la nueva Administración adoptará respecto a Pekín. Cabe mencionar la relación previa entre ambos líderes, ya que como vicepresidente, Joe Biden llegó a reunirse con Xi Jinping en más de media docena de ocasiones, consciente de que entre ambas partes reside la clave para la estabilidad geopolítica ya no sólo del sudeste asiático, sino del globo.

Este factor en las relaciones personales puede ser razón para materializar un cambio de tono en las negociaciones. Ser conocedor de la personalidad del líder y comprender – de forma relativa – la cosmovisión china puede ser motivo para mostrar otro tipo de aproximación. Trump veía en China la principal amenaza, a la que encaró de manera estridente y recurriendo a narrativa agresiva; Biden, dado su historial político, puede ampararse más en el diálogo, consciente de que si bien el antiguo imperio del medio es el competidor de facto una postura drástica como la imperante en los últimos cuatro años puede ser más contraproducente y costosa que una estrategia que combine cooperación con rivalidad económica. Es decir, consolidar una fluidez diplomática capaz de sobrellevar la tensión derivada de la competitividad.

A una conclusión semejante llegaron los dirigentes de ambos países en enero de 2020, cuando alcanzaron un acuerdo comercial, conscientes de que la tensión adquirida hasta la fecha llegaba a cotas contraproducentes para todas las partes. En lo referente al nuevo equipo del Despacho Oval, tiene presente la rivalidad comercial, y por eso no ha desechado determinadas medidas proteccionistas como la potenciación de la industria manufacturera estadounidense. Dentro de su política comercial, también queda por ver cómo intercala su estrategia mercantil a los acuerdos alcanzados con Pekín por su predecesor a comienzos de 2020. Será una oportunidad para visualizar el carácter diplomático en un escenario clave para Estados Unidos.

Xi Jinping dando un discurso en 2012 en el Departamento de Estado con Joe Biden como vicepresidente (F: Wikipedia)

La rivalidad entre estas dos potencias se centra en el espectro económico, pero el ámbito tecnológico y militar está cobrando cada vez mayor peso. Una carrera que determinará la supremacía geopolítica en el siglo XXI. Sin embargo, la competitividad en el comercio, en las finanzas y en desarrollo tecnológico no es excluyente a una diplomacia con cabida para la cooperación.

En el contexto de la pandemia, con las necesidades de la economía interior, Biden optará en primera instancia por mantener su posición en la zona y tomar medidas para servir de contrapeso a la expansión de China. En este marco también cabe preguntarse el plan que prepara el nuevo líder estadounidense respecto al Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica (TPP), del cual Estados Unidos no forma parte tras su retirada de la mano de Donald Trump.

Dentro de las dinámicas geopolíticas, la relación entre estas dos potencias sostiene las capacidades de organismos internacionales hoy más necesarios que nunca, como la Organización Mundial del Comercio (OMC) o la Organización Mundial de la Salud (OMS), imperantes ante una amenaza que afecta a todos. El cambio climático o el organigrama financiero mundial no se entienden sin estos dos actores, cuya cooperación determinará la transición hacia el escenario pospandémico.

 Rusia

A pesar de que el competidor real es China, Biden profesa mayor recelo a la Rusia de Putin. Se trata de una confrontación histórica que con China no existe. Las narrativas empleadas por parte de la dirigencia de cada país son más frontales y atacan la naturaleza política de cada una. Todo ello acrecentado desde las sanciones impuestas a Rusia en 2014 por la anexión de Crimea o la trama rusa de 2016. El plan hacia Rusia del nuevo Gobierno estadounidense quedará reflejada, en parte, por sus políticas conjuntas con Europa. Las fricciones geopolíticas entre Estados Unidos y la nación eurasiática tendrán en diversidad de escenarios a Europa implicada. Por tanto, parte de la vertebración del multilateralismo proclamado por el líder demócrata quedará constatado en los planes con Europa y la política conjunta para mediar con el Kremlin.

En este escenario también cobra resonancia la alianza entre Moscú y Pekín. Los planes por alejar a Rusia de China serían mediante la aproximación de actores europeos. Sin embargo, Moscú se encuentra actualmente en una posición preferente en múltiples frentes estratégicos que le suponen tantos beneficios como desventajas a Occidente. A ello hay que sumar que esta sociedad se ve reforzada – cuando menos a a corto y medio plazo – por la afinidad entre Vladimir Putin y Xi Jinping. Por tanto, son varios los factores que hacen poco probable la ruptura entre ambas potencias, y menos sin una Europa con una estrategia exterior común y bien definida.

Joe Biden, como vicepresidente, se reúne con Vladimir Putin en 2011 (F: Wikipedia)

La tensión y desconfianza de Occidente con el Kremlin no va a desaparecer, pero las relaciones con Rusia dependerán en gran medida del planteamiento de la estrategia coordinada que Occidente decida plantear ante el país más grande del mundo. Una hoja de ruta mejor vertebrada que emplee las líneas diplomáticas de países europeos bien posicionados, y que haga uso eficaz de la comprensión de la mentalidad rusa, tendrá más posibilidades de contener las ambiciones de la nación eurasiática. El imperativo geopolítico de Estados Unidos es que todos sus aliados lo vean como la primera opción. Esto significa que, en clave geopolítica, a EE.UU le interesa que la Unión Europea guarde las distancias con Rusia (a pesar de que la dependencia recíproca entre Rusia y la UE es una ventaja estratégica para Washington). Un escenario que puede medir los tiempos y el devenir de esta triangulación geopolítica es el proyecto del Nord Stream II.

Con Biden dirigiendo el timón estadounidense, Moscú prevé que la política exterior norteamericana va a ser más predecible y moderada. Asimismo, Rusia es consciente de su posición en Oriente Próximo, de la amenaza que proyecta su relación con China, y de la dependencia energética europea le proporcionan una ventaja estratégica que hasta hoy Occidente no ha sabido cómo contrarrestar.

No obstante, entre Washinton y Moscú deben solventar la cuestión sobre la reducción de los arsenales atómicos, el Tratado START, que tuvo su precuela con la firma entre Medvedev y Obama en 2010. La renovación de éste supone un reto mayor que el de hace una década, ya que en esta ocasión se aspira a implicar a la República Popular de China en el proceso. El resultado de esta negociación será una demostración no sólo de las dotes diplomáticas de estas tres potencias nucleares, sino también de la capacidad de cada una por remodelar sus tendencias para cumplir con los imperativos estratégicos.

 ORIENTE PRÓXIMO

La implicación de Estados Unidos en Oriente Medio ya sufrió con Obama las consecuencias del giro hacia el eje de Asia-Pacífico. No obstante, la naturaleza eruptiva de esta región no permite a una potencia como la norteamericana desvincularse ni dejar de monitorizar sus dinámicas. En este escenario eruptivo, Irán, Israel y las relaciones con los países del Golfo ocuparán gran parte de la agenda de la nueva Administración en la zona.

Joe Biden ha alimentado la polémica en últimas fechas al anunciar la retirada de los hutíes de la lista de grupos terroristas, otra decisión que revierte la postura de su predecesor y que puede condicionar el carácter de las relaciones con los líderes de Riad y Abu Dabi. Otra de los puntos más convulsos de su agenda exterior es la resolución de la cuestión afgana, un capítulo de casi dos décadas en la historia reciente de Estados Unidos en la que el 46° presidente debe decidir si quiere seguir la línea marcada por Donald Trump y cerrar una frente costoso, pero con el trasfondo de confrontar su intereses a los de la OTAN en el país asiático.

 Irán

Un tema cardinal a tratar en la agenda exterior es Irán y el acuerdo nuclear alcanzado en 2015, el Plan de Acción Integral Conjunto (JCPOA, por sus siglas en inglés), del cual Biden formó parte como segundo de la Administración Obama. El ahora presidente hizo alusión durante la campaña electoral a su intención por retornar al pacto, sin embargo, el historial diplomático hace pensar que no será tan sencillo, más aún cuando se ha limitado recientemente el acceso de los inspectores internacionales a las instalaciones.

Irán atesora una política exterior tenaz, y es sabedor (o lo cree) de que se encuentra en una posición predominante: consideran que no fueron quienes se retiraron de los los acuerdos, por tanto no se ven en la necesidad de ser los primeros en regresar a los parámetros del JCPOA. A razón de ello han tensado la disposición diplomática enriqueciendo uranio por encima del 20% de pureza.

El presidente Rohani fue el defensor iraní del JCPOA, pero ha sido incapaz de darle un valor real a los acuerdos y mejorar la calidad de vida de la sociedad persa. En esto tiene que ver la retirada de los acuerdos de Estados Unidos liderados por Donald Trump y la consecuente implantación de sanciones al país asiático, que ha obstruido el desarrollo de su economía. En consecuencia, la Administración Trump propició indirectamente el empoderamiento de las facciones más revisionistas de Irán, cada vez con más capital político, y que hoy pueden complicar el retorno a los parámetros del JCPOA de todos sus efectivos.

Representantes de cada país implicado en el acuerdo nuclear con Irán (JCPOA) [F:Wikipedia]

En últimas fechas han salido noticias sobre la intención de Joe Biden de no levantar las sanciones hasta que Teherán vuelva a cumplir con su parte del acuerdo; por su parte, Irán exige la supresión de sanciones como condición previa a cualquier posibilidad de reactivar las medidas del Plan de Acción Integral.

Las relaciones con Irán tienen implicaciones en la diplomacia regional. El futuro de Estados Unidos en los acuerdos del JCPOA reflejarán también las prioridades del nuevo Gobierno en todo Oriente Medio: si Washington regresa a lo firmado en su día por Obama supondrá un revés a las relaciones con Israel (Irán es su mayor enemigo), y dejaría demostradas sus preferencias también respecto a las monarquías del Golfo Pérsico, especialmente con Arabia Saudí, principal rival regional de Teherán.

Asimismo, esta situación pondrá a prueba no sólo la capacidad diplomática del nuevo Gobierno demócrata, sino las relaciones entre actores europeos y estadounidenses. Este acuerdo representa la convergencia de sus agendas exteriores. De hecho, los países europeos partícipes del JCPOA han sido los responsables de mantener vivo el acuerdo. Además, la reintegración en el pacto de EE.UU y su definitiva ejecución supondría una victoria para las facciones moderadas de los países implicados.

 Israel

Biden y Netanyahu demostrando la solidez de las relación entre sus países

Israel es el primer aliado de Estados Unidos en la región. Dicho esto, difícilmente la proximidad de Biden con Netanyahu se asemejará a la mostrada por Donald Trump y Jared Kusher, por lo que el vínculo entre ambos países perderá fluidez. No obstante, Estados Unidos tiene consolidada desde hace décadas la alianza con este actor eficaz y bien posicionado. Las relaciones están garantizadas, pero la afinidad personal y la aproximación ideológica entre los líderes determinarán el grado de cercanía. El precedente que se puede tener en cuenta es el mostrado durante la Administración Obama, con Biden de segundo; Israel sufrió una de las relaciones más distantes que se recuerda entre ambos países. Como ya se ha mencionado en líneas anteriores, otro factor que determinará la proximidad entre ambos países será su relación con terceros: el Gobierno demócrata y sus relaciones con Irán, o Israel y sus políticas de ocupación en Cisjordania serán temas que marcarán la disposición y el tono de las conversaciones. En el orden de asuntos, otro frente del Gobierno demócrata será ponderar las consecuencias de los Acuerdos de Abraham.

 Siria e Iraq

En lo referente a Siria, Joe Biden priorizará una política más de contención que de solvencia. En la última década Washington ha invertido poco por controlar las dinámicas del país por medio de una política distante. Sin embargo, aún tras retirarse de la mayor parte de sus posiciones en el norte, las tropas apostadas a razón de la lucha conjunta contra el ISIS siguen controlando determinado flujo de recursos petrolíferos en zonas como Al-Haska y Deir Al-Zur, y que de alguna forma condicionan la influencia de Rusia en el país árabe.

En Siria están en liza agendas geopolíticas de diversas potencias. Moscú ha consolidado el control estratégico de esta nación y de parte de la región, todo ello fraguado desde la triangulación de relaciones con Ankara y Teherán. Desde la perspectiva estadounidense, este país árabe no interesa tanto como para implicarse en mayor medida. Los últimos dos gabinetes, cada una con sus medidas, dejaron en evidencia que las preferencias de Washington en Oriente Medio estaban en otras latitudes. Así se explica la retirada del respaldo a un aliado operativo como las facciones kurdas en Siria.

Aquello que EE.UU. no reúne en Siria sí lo atesora en Iraq. La historia entrecruzada entre ambos países a lo largo de este siglo evidencia que Washington no va a renunciar al peso geoestratégico que esta nación alberga. A pesar del Gobierno ineficaz y un país fragmentado, Estados Unidos sabe que es el único capaz de contrarrestar la influencia miliciana dirigida desde Irán. A diferencia de Siria, la potencia norteamericana tiene en Iraq un bagaje de casi dos décadas, con una infraestructura en inteligencia y un conocimiento militar y sociopolítico que le permite garantizarse determinada influencia, de tal manera que puede contener la expansión iraní y de rusa en la región.

Arabia Saudí

La proximidad del príncipe y gobernante de facto, Mohammed Bin Salman (MBS), con Donald Trump fue lo suficientemente estrecha como para restar responsabilidad internacional a las maniobras poco sutiles del heredero saudí. No parece que vaya a suceder lo mismo con el líder demócrata en la Casa Blanca, aunque es igual de improbable que las relaciones entre países no continúen en la misma línea que con otras administraciones demócratas precedentes si no surge un nuevo incidente. Riad no deja de ser un aliado estratégico en la región y la disposición moderada que ha mostrado el nuevo presidente durante su carrera política deja entrever que el Reino del Desierto continuará próximo a Washington. La incógnita está en la respuesta del Ejecutivo demócrata en el caso de que MBS se exceda de nuevo en sus potestades.

En el marco de la región, también se podría mencionar a Turquía y su reciente política disruptiva en el Mediterráneo oriental, un teatro en el que una vez más Europa debe marcar sus líneas. Sin embargo será la voz de Washington – y de Moscú – la que de verdad tenga la incidencia para moderar las maniobras de Erdogan. No se puede pasar por alto el valor de Turquía como potencia de la Alianza Atlántica.

En definitiva, queda por medir la trascendencia que le otorga Biden a Oriente Medio. Obama dejó constatada una evidente transición estratégica hacia Asia-Pacífico; mientras que Trump aplicó una política exterior en la zona marcada por la aplicación de tácticas que procuraban evitar botas en el terreno y un claro apoyo a las preferencias israelíes. Serán la afinidad con el Estado hebreo y con el príncipe saudí, la implicación estadounidense en Iraq y especialmente la resolución del pacto nuclear con Irán los principales escenarios en los que quedará demostrada la importancia geoestratégica que el líder demócrata otorgue a Oriente Medio.

 AMÉRICA LATINA

Raúl Castro y Barak Obama en la cumbre durante el proceso de deshielo entre Cuba y EE.UU (F: Wikipedia)

Otro frente que debe mencionarse es el patio trasero de Estados Unidos. América Latina guarda relación con las políticas migratorias que ha revertido el nuevo presidente. Ha retirado la financiación para la construcción del muro, una medida que aspira a depurar la imagen política estadounidense en el escenario internacional, y que reafirma también la visión demócrata respecto al tema migratorio.

En cuanto al continente americano, se prevé que Biden mantendrá una línea semejante a la de la Administración Obama; lo mismo respecto a Cuba, país con el que el expresamente afroamericano inició el deshielo, paralizado posteriormente por Donald Trump.

Cualquier futuro a analizar de Estados Unidos debe tener presente la situación social y política del país. El contexto actual apunta a que la agenda de la política exterior norteamericana tendrá un ritmo marcado por el desarrollo de la coyuntura interna, escenario ahora prioritario para el Gobierno demócrata. Así lo espera la sociedad estadounidense, que antes de ver el músculo de su país en el mundo anhela ver saneada la nación. A partir de esta premisa, el nuevo inquilino de la Casa Blanca va a ser selectivo en cualquier intervencionismo. Se espera que el Ejecutivo demócrata potencie sus labores diplomáticas en orden de solventar las cuestiones internacionales como actor mediador, exento de nuevos militarismos y minimizando los ya existentes. La política exterior de esta Administración no renunciará a mantener a Estados Unidos como decisor, pero será selectivo con sus compromisos y su forma de ejercer su poder.

Conocedores de las dinámicas geopolíticas, hoy pocos éxitos militares garantizan victorias políticas, cuyo rédito es el mayor valor para los decisores. Tal y como declaró la nueva vicepresidente, Kamala Harris: “El capital político no genera dividendos. Tienes que gastarlo y asumir las pérdidas”. Definitivamente, el contexto de la pandemia, de la crisis económica y la polarización socio-política condicionan el orden de prioridades y el reparto de recursos en el programa del nuevo Gobierno, desplazando a un segundo plano – al menos en primera instancia – la agenda internacional. Sin embargo, el desafío es más que nunca ecuménico, y la talla de Estados Unidos atrae los focos del mundo a la espera de ver un liderazgo acorde a sus publicitados valores y capacidades.


Analista independiente, especializado en Conflictos Armados, Terrorismo y Geopolítica

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