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Órdenes Militares: de la caridad a la batalla

Órdenes Militares: de la caridad a la batalla

Por G.B. D. Agustín Alcázar Segura (R).

INTRODUCCIÓN

Las Cruzadas nacieron como consecuencia de una explosión de fe; basadas en un ideal profundamente cristiano y cristocéntrico[1], en el que arraigó la finalidad de recupe­rar y defender los Santos Lugares.

No obstante, no hay que dejar de lado el que, como en toda empresa humana, en ocasiones se mezclaron con este ideal los intereses de las repúblicas comerciales italianas, de modo que se alternaron  actuaciones y períodos de exaltado heroísmo cristiano con épocas de transición y con ambiciones mezquinas.

Sin embargo, se puede afirmar que, aún en estas ocasiones, predo­minó lo espiritual sobre los intereses materiales. Sería tras la toma de Jerusalén por la, oficialmente, primera Cruzada, cuando, entre los nobles que en ella intervinie­ron, empezó a considerarse la posibilidad de una nueva forma de Caballería cristiana.

En este ambiente de exaltación cristiana, pronto se sintió la necesidad de situar en los nuevos territorios conquistados, establecimientos en los que los peregrinos, así como los comerciantes que llevaban sus mercancías a los Santos Lugares, pudieran descansar de forma segura.

De esta forma, hacia el año 1048, un grupo de comerciantes de Amalfi (importante ciudad situada en el golfo de Salerno (Italia)) obtuvo del califa de Egipto, sobera­no de Palestina, autorización para levantar una hospedería en el barrio del Santo Sepulcro de Jerusalén, en la que se alojasen los cristianos que, tanto peregrinos como comerciantes, se trasladasen a Tierra Santa.

Al principio, y afecta a la hospedería, se levantó una iglesia que se llamó de Santa María Latina; posteriormente, al aumentar considerablemente el número de comercian­tes y peregrinos que se trasladaban a los Santos Lugares, hubieron de fundar un hos­pital, junto al templo de Salomón, bajo el patrocinio de San Juan Bautista[2].

Cuando los cruzados conquistaron Jerusalén (1099), los heri­dos y enfermos se multiplicaron, por lo que empezaron a proliferar auténticos hospi­tales[3] de campaña, ubicados en tiendas, para atender a sus freires heridos en la guerra y probablemente también a otros combatientes. Este es el caso de las órdenes del Hospital de San Juan de Jerusalén, de Santa María de los Teutónicos, de San Lázaro y de Santo Tomás de Acre[4]. Todas ellas, desde una dedicación hospitalaria inicial, fueron evolucionando hacia una creciente militarización que, sin perder su vocación originaria, las convirtieron en órdenes también dedicadas a la guerra. Incluso la orden del Temple, única milicia de Tierra Santa no nacida a partir de una institución hospitalaria, tenía en la acción caritativa un objetivo fundamental de su actuación[5].

Por lo que respecta a la Península Ibérica, alrededor del año 813, reinando en Asturias Alfonso III el Magno se produjo el descubrimiento del sepulcro del apóstol Santiago. Difundida la noticia por toda Europa, se inició una progresiva peregrinación hacia su tumba, de forma que el número de peregrinos aumentó extraordinariamente a partir de siglo X, cuando la población europea logró salir del aislamiento de épocas anteriores e inició una serie de contactos e intercambios que, en el campo religioso, llevarán a hacer de la peregrinación la forma más difundida de devoción, siendo Roma, Jerusalén y Santiago de Compostela los destinos más importantes. Ante la creciente afluencia de peregrinos, los monarcas de Navarra, Aragón, Castilla y León facilitaron el viaje a Santiago mediante la construcción de puentes, reparación de caminos y edificación de hospitales.

De esta forma nacieron también en España órdenes dedicadas a esta función hospitalaria. El reino pionero fue el de Navarra, al que siguió Aragón, que se mostró muy prolífico en cuanto a su constitución, en especial Alfonso I el “Batallador”. En León tan solo se instituyeron dos, tomando finalmente el protagonismo Castilla, como el reino más importante de los cristianos peninsulares[6].

En líneas generales, durante los siglos XI y XIII, el asesinato de prisioneros cristianos a manos de los musulmanes era algo excepcional; si se producía podía estar motivado por diversas causas: el incumplimiento de una tregua, el deseo de venganza de las autoridades islámicas por las pérdidas ocasionadas en un enfrentamiento y, sobre todo, la negativa a renunciar a la fe cristiana.

En consecuencia, la mayor parte de los combatientes cristianos que eran cap­turados conservaban la vida y tenían aún posibilidades de ser puestos en libertad. La vía más frecuente para alcanzarla fue la del “acuerdo y pago”. Sin embargo el proceso de rescate no resultaba sencillo, ya que los gobernantes musulmanes no siempre estaban dispuestos a poner en libertad a los prisioneros cristianos, por las tensiones existentes entre ambas religiones o por el simple deseo de conservar a los cautivos para utilizarlos en un futuro como peones en las relaciones diplomáticas.

En esta época se establecieron en el territorio hispano una serie de instituciones especiales que destinaban parte de sus fondos al rescate de los cristianos que habían caído en manos de los infieles. Se trataba de los llamados «hospitales de redención de cautivos». Vinculados a su creación surgieron dos órdenes: la de los trinitarios, encargados de las actividades de rescate en el terri­torio hispano y en el Norte de África, y la de los mercedarios, especializadas en la zona occidental del Mediterráneo. Ambas eran partidarias de la utilización de sus recursos para la compra de cautivos y esclavos musulmanes con el obje­tivo de intercambiarlos por cristianos.

Algunas órdenes militares no estaban de acuerdo con este planteamiento de los trinitarios y mercedarios, pues veían en los esclavos islámicos una importante fuente de beneficios, así como una útil mano de obra utilizable en diversas tareas domésticas, agrícolas y artesanas.

Antes de que surgieran las órdenes redentoristas, al menos dos órdenes mili­tares hispánicas tenían como parte de sus obligaciones dedicarse a la redención[7] de cautivos mediante la obtención de recursos económicos para hacer factible el pago de los rescates: Santiago y Santo Redentor (Monte Gaudio).

MISIONES Y ORGANIZACIÓN

Conforme fue pasando el tiempo y las órdenes se fueron consolidando, sus actividades evolucionaron hacia la  necesidad de atender a la protección de los peregrinos que acu­dían a los Santos Lugares, en Tierra Santa, o a Santiago de Compostela en España, así como a la defensa de dichos Santos Lugares de los musulmanes y las fronteras con ellos en la penínsu­la ibérica. Estas órdenes constituyeron un verdadero ejército profe­sional de la Iglesia; auténtica Caballería que a los deberes del caballero añadía ahora los de asistencia y defensa de los peregrinos y, en general, la propagación de la fe, todo ello sublimado en unos votos de castidad, pobreza y obediencia y un riguroso ritual de ceremonias religiosas ordenado a imitación exacta de la vida monástica. La organización de este poderoso brazo armado de la Iglesia militante representa la fusión real de los ideales eclesiásticos y militares.

En esencia, sus misiones podríamos resumirlas en: culto y alabanza de Dios y defensa de la fe mediante la lucha de las armas contra cuanto amenazara a la cristiandad[8].

Estos caballeros que se alejaban voluntariamente del mundo para realizar unas misiones como las apuntadas, fusionaron el espíritu que regía el Orden de Caballería con los ideales monásticos de la orden del Císter[9]. Así mismo, y de la  misma manera que la situación religiosa-militar constituyó un terreno propicio para que numerosos caballeros buscasen su salvación eterna en hacerse monjes sin dejar de ser soldados, hubo sin duda también numerosos monjes que, comprendiendo las perentorias necesidades castrenses de la época, no dudaron en tomar las armas, sin abandonar el cumplimiento de sus votos y la obediencia a sus reglas[10].

Dependiendo directamente del Papa, la organización en todas ellas era muy similar. A su cabeza figuraba un Maestre, asistido por el Consejo de la Orden, en el que formaban escaso número de perso­nas, y por el Capítulo General en ocasiones extraordinarias. El Maestre estaba rodeado de una pequeña corte, con escuderos, senescal, capellán y sirvientes.

Con el tiempo, las órdenes europeas crecieron de forma extraordinaria, de forma que abarcaron diferentes paí­ses, en cada uno de los cuales dividía sus posesiones en uno o varios prioratos[11]. Bajo la autoridad de los priores vivían en ellos los comendadores[12] y bailíos[13] con mando cada uno sobre un núme­ro variable de caballeros de la Orden. La enorme masa de rentas y bienes, que las Órdenes llegaron a poseer, se centralizaban en el Maestre y su Consejo, una vez deducidos los gastos de sostenimiento de los diferentes oficios. Cuando el espíritu de cruzada desapareció, o se atenuó, dichas riquezas así como la estabilidad, provocaron cier­ta relajación en las costumbres primitivas. Los caballeros dejaron de hacer los tres votos pro­pios del monje, puesto que fueron autorizados a contraer matrimonio y a vivir con holgura. Sólo los pocos clérigos de cada Orden hubie­ron de mantener las primitivas obligaciones, pero estaban exentos de combatir.

De la misma forma que Raimundo Lulio codificó las leyes u ordenanzas que afectaban al comportamiento de los caballeros en su obra “Libro del Orden de Caballería”, San Bernardo, predicador de la IIª Cruzada, lo hizo para las nuevas Órdenes Militares. En efecto, a ruegos de Hugo de Panys, primer Maestre de la Orden del Temple, San Bernardo nos dio a conocer en su obra “Libro sobre las glorias de la nueva Milicia. A los caballeros Templarios”, redactado entre los años 1130 y 1136, como eran, como vivían y a que aspiraban los caballeros de las Órdenes Militares

La obra consta de dos partes claramente diferenciadas. En la primera, San Bernardo describe la misión del templario, justificando la existencia del monje-caballero. En un tono ciertamente apologético, califica la milicia templaria como algo extraordinario, nunca visto en los siglos anteriores. En ella, los caballeros libran a un tiempo dos combates: contra la carne y la sangre y contra el espíritu de la malicia. Este doble combate es lo que se resalta, pues el hecho de que los  monjes luchen contra el pecado y los vicios, y los caballeros contra los enemigos, cada uno por su parte, no tiene tanto mérito, pero sí el que ambas luchas confluyan en el mismo combatiente.  Este soldado está armado por la fe, del mismo modo que su cuerpo  lo está con la armadura.

A continuación hace un elogio del valor del templario, que no teme a la muerte,  que incluso la desea, porque la muerte lo unirá a Jesucristo. Es, pues, una justificación  del martirio y, al mismo tiempo, una justificación de la guerra contra los infieles, pues  el templario, mate o muera, nunca será un homicida, sino un soldado de Cristo. Esto es  la guerra santa.

Sin embargo, la caballería secular, frívola, que piensa más en los adornos y las  joyas que en la religión, no tiene salvación, porque el caballero secular, si mata a un  adversario, encuentra su condena, igual que si muere en la pugna. Pero los templarios, los caballeros de Cristo, como luchan sólo por los intereses de Cristo, no incurren en  pecado alguno, ya que, si matan, matan a un enemigo de Cristo y, si mueren, lo hacen por Cristo.

Luego describe la vida cotidiana del caballero templario, en un tono ciertamente exagerado: su disciplina, la pobreza en la que viven, la castidad que practica, etc.

La segunda parte es una especie de recorrido turístico por Tierra Santa. San Bernardo va haciendo reflexiones sobre los diversos lugares relacionados con la vida de Jesucristo: Belén, Nazareth, etc., la vigilancia de los cuales, para proteger a los peregrinos, estaba encomendada a los templarios. Estas reflexiones tienen por objeto provocar que los templarios sean conscientes de la importancia de su misión en Palestina.

El libro y la Regla muestran con claridad el ideal que insuflaba a los templarios. Son personas de profunda fe, vigorosos y valientes combatientes, disciplinados soldados en la batalla y humildes monjes en el convento, con una vida verdaderamente ascética, más por la dureza de los servicios que debían cumplir que por la práctica del ascetismo corporal. Ciertamente, como monjes que son tienen que prescindir de todo lujo superfluo, porque deben combatir permanentemente los vicios del cuerpo y del espíritu, pero también son soldados, y necesitan estar bien alimentados para no desfallecer en la batalla. Practican la hospitalidad y la caridad con los necesitados, aunque su fin no sea estrictamente ése, sino el patrullaje de los caminos y  el combate contra los musulmanes. Sin embargo, a nuestro juicio, es la tarea militar la  función primordial. A pesar de que San Bernardo se asombre por la conjunción, en la  misma persona, del ideal monástico y del militar, son los servicios de armas los que  ocupan la mayor parte de su tiempo, asistiendo sólo cuando el servicio lo permite a los oficios religiosos, algo impensable en un monje cisterciense, por ejemplo. De cualquier manera, estamos ante una monastización de la caballería (o una militarización de la vida monástica si se prefiere) que responde perfectamente a las necesidades de la Iglesia en ese momento. La Orden del Temple, y posteriormente las otras Órdenes militares, son la expresión más apropiada de la “Militia Dei”, en contraposición a la “Malicia Mundi” que representa la caballería secular[14].


[1] Cuando la figura de Cristo constituye el centro alrededor del cual gira todo.

[2] R. LION, J. SILVELA, A. BELLIDO: Las Órdenes Militares de Caballería. Af. Editores. Valladolid. 2005. p, 18.

[3] Conviene tener en cuenta que el hospital medieval tenía una acepción más amplia que el actual. Además de dedicarse a la práctica sanitaria, el edificio medieval era también una casa de reposo, un asilo para ancianos y un hospicio, en su acepción más amplia, ya que podía ser tanto un centro para albergar y recibir peregrinos y necesitados como un asilo en que se mantenía a niños pobres, expósitos o huérfanos.

[4] No tenemos constatado que las Órdenes Militares llevaran a cabo esta práctica en las fronteras hispáni­cas, pero es probable que también las milicias peninsulares instalaran estos cen­tros de atención urgente para los primeros auxilios, antes de que los heridos fueran enviados a las unidades sanitarias instaladas en la retaguardia.

[5] RODRÍGUEZ PICAVEA, Enrique: Los monjes guerreros en los reinos hispánicos. La esfera de los libros. Madrid, 2008. p 251.

[6] R. LION, J. SILVELA, A. BELLIDO: Las Órdenes Militares de Caballería. Af. Editores. Valladolid. 2005. pp 23 y 24.

[7] RODRÍGUEZ-PICAVEA, Enrique: Los monjes guerreros en los reinos hispánicos. La esfera de los libros. Madrid, 2008. pp 259 a 263.

[8] R. LION, J. SILVELA, A. BELLIDO: Las Órdenes Militares de Caballería. Af. Editores. Valladolid. 2005. p 17.

[9] La orden del Císter  es una orden monástica católica reformada, cuyo origen se remonta a la fundación de la abadía de Císter por Roberto de Molestes en 1098. Esta abadía se encuentra donde se originó la antigua Cistercium romana, localidad próxima a Dijon (Francia). Desempeñó un papel protagonista en la historia religiosa del siglo XII. Como restauración de la regla benedictina inspirada en la reforma gregoriana, promueve el ascetismo y el rigor litúrgico dando importancia al trabajo manual. Debe su considerable desarrollo a Bernardo (San Bernardo) de Claraval (1090-1153), hombre de una personalidad y de un carisma excepcionales, quien aun no siendo el fundador, sigue siendo todavía hoy e maestro espiritual de la orden.

[10] R. LION, J. SILVELA, A. BELLIDO: Las Órdenes Militares de Caballería. Af. Editores. Valladolid. 2005. p 16.

[11] En las Órdenes Militares, distrito o territorio sobre el que tiene jurisdicción el prior, basado en un monasterio llamado priorato.

[12] Responsable de brindar seguridad militar a los siervos a él encomendados.

[13] Agente de la administración central en un territorio determinado.

[14] SAN BERNARDO: DE LAUDE NOVAE MILITIAE AD MILITES TEMPLI. www.osmtj.org/pdf/de_laude.pdf‎. PEREIRA MARTÍNEZ, Carlos


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