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Los celtíberos, el pueblo que renacía de sus cenizas

Por Enrique Embajador Pandora.

Las tribus que, en el 154 a.C., se levantaron contra el poder de Roma, fueron los arévacos, bellos, titos y lusones, los cuales ocupaban toda la actual provincia de Soria y una parte de las de Guadalajara, Teruel, Segovia y Zaragoza, disponiendo de unos cuarenta y cinco mil combatientes.

El perímetro de esta parte de la Celtiberia pasaba aproximadamente por: Segorbe, Aliaga, Montalbán, Herrera, Zaragoza, Magallón, Tarazona, Aranda, Segovia, Arévalo, Sigüenza y Uclés. Sus límites eran: por el Norte y Oeste, la Cordillera Ibérica; por el Sur, la Carpetovetónica, o con más precisión, el valle del Duero, y por el Este, la divisoria entre este río y el Jalón. Su aspecto general es el de una serie de mesetas cruzadas por arroyos y barrancos (1).

De este conjunto de hombres dice el Teniente General Alfredo Kindelán en su obra “Europa, su forja en cien batallas” (Madrid, 1952):… habitaban unos hombres de terrible aspecto, largos el cabello y la barba,”barbas de macho cabrío”, según Crátino, pero leales, hospitalarios, sobrios y altivos, según testimonios concordantes. Su ocupación preferida era luchar; tenían alma de guerreros y habían perfeccionado y completado esta predisposición congénita por el continuo batallar entre sí, al mismo tiempo que mejoraban su táctica y su armamento en las luchas al servicio de otros pueblos, (en diversos momentos, formaron parte de los ejércitos cartagineses o romanos).

Socialmente, no habían pasado de la etapa tribal; su vida era sencilla y su nivel cultural bajo. Como cada grupo disponía de suficiente espacio vital, su existencia se desarrollaba en forma casi insular, sin mantener relaciones mercantiles entre sí, ni más contacto que los que se producían cuando grupos armados de tribus pobres o belicosas efectuaban “razzias” en los territorios de otras más favorecidas por la naturaleza.

El amor a la independencia, en compleja mezcolanza con el orgullo y la altivez, era su gran característica racial. Así mismo, todas las fuentes destacan sobre las demás una característica de los pueblos hispanos: la “fides”, concepto que se aplicaba al conjunto de relaciones tanto personales como sociales. Con respecto a las primeras, suponía la dedicación a una personalidad destacada,  por su prestigio o poder militar, ya fuera ésta nativa o extranjera. En cuanto a las “fides” sociales,  garantizaban el cumplimiento de las alianzas entre ciudades y pueblos.

Además de este acendrado sentido de la lealtad manifestado en las diferentes variantes de la fides, el honor era para ellos cuestión esencial, puesto que no podían soportar que se desconfiara de su palabra o actitud.

Un último ejemplo de la fortaleza de los vínculos hispanos es el lazo religioso que unía a los guerreros con sus armas, lo que explica las situaciones de sacrificio extremo a las que se sometieron cuando en las condiciones de rendición se les exigía la entrega de las mismas (2).

Polibio asemejaba la forma de combatir de los celtíberos al incendio de un monte, de modo que cuando parece sofocado, renace de entre sus cenizas. Es decir, que al contrario de lo que sucedía en los conflictos con otras naciones, en los que frecuentemente la suerte de una guerra se cifraba en el resultado de unas pocas batallas, en Hispania no era normal esta solución, y la guerra se hacía interminable, como lo prueba la extraordinaria duración del proceso de la conquista romana.

Los enfrentamientos se prolongaban hasta la caída de la noche y apenas si la llegada del invierno suspendía las hostilidades. La emboscada era la modalidad de combate más utilizada por los celtíberos, favorecida por la abundancia de bosques con que estaba dotada nuestra Patria en la antigüedad.

Otra forma de combatir consistía en que, cuando la infantería retrocedía, los jinetes descabalgaban y, dejando los caballos dispuestos en formación y atados a unas estacas,  ayudaban a los infantes (3).

El armamento típico era la lanza con una amplia hoja doble en la punta y una longitud superior a la altura del guerrero. Sorprenden por su adelanto técnico las espadas encontradas en las excavaciones de Numancia, constituidas por tres capas de acero superpuestas, una blanda entre dos duras; hay que tener en cuenta lo atrasado que se encontraba entonces el trabajo de metales, derivando la espada numantina, en su forma, de la de la Tene: punta triangular, doble filo y sesenta centímetros de larga. La excelencia de esta espada era universalmente reconocida desde el siglo III a.C., según Filón, y lo mismo la de los guerreros que la manejaban.

El casco era mixto, de hierro y bronce, y destacan en él las carrilleras móviles. En cuanto al escudo, estaba construido con tablas de roble, con una longitud de unos 120 centímetros y  un grosor de unos cuatro en el centro, disminuyendo en los laterales; estaba pintado tanto exterior como interiormente.

El guerrero celtíbero, en similitud a como lo hacían los del Centro y Sur de Europa, prefería combatir desnudo o vestido sólo con unos pantalones y embadurnados con aceite, que le protegía del frío y le daba elasticidad. Cuando la dureza del clima le obligaba, el guerrero se cubría con una túnica y, los que se lo podían permitir, con una cota de malla. Su valor se reconoce exteriormente mediante un collar a modo de condecoración. Como calzado utiliza pieles curtidas anudadas a los tobillos (4).

(1) KINDELÁN, Alfredo: Europa, su forja en cien batallas, Madrid, 1952, pp. 202 y 203.
(2) GÁRATE CÓRDOBA, José María: “Historia del Ejército Español”, Gráficas BeCeFe  SA Madrid, 1981, pp. 114 a 117.
(3) BLÁZQUEZ, J M: “Numancia o la lucha por la libertad”, en Historia y Vida, 104, 1976, p. 61.
(4) ALCAIDE, José A. y CUETO, Dionisio A.: “Los mercenarios españoles de Aníbal siglo III a.C.”, Ed. Almena,,  Madrid, 2000. pp. 49 y 50.


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