El nuevo desafío de Tenerife (III)

Por G.B. D. Emilio Abad Ripoll (R).

Cuando Jennings, desde su buque insignia, el Binchier, contemplara a los milicianos tras la muralla y a los artilleros, mecha encendida en mano, junto a sus piezas, empezaría a comprender que había fallado la añagaza de los repetidos cambios de bandera. Pero se tuvo que convencer del todo cuando empezó a recibir fuego artillero. No obstante, consciente de su tremenda superioridad en esa faceta,  encomendó a sus más de 700 cañones la labor de hacer ver a aquellos pobres isleños que les iría mucho mejor rindiéndose cuanto antes.

Pero se sorprendería cuando constatara el intenso y preciso fuego que sus buques recibían de las baterías costeras, especialmente desde el que parecía el castillo principal, donde un poderoso cañón (el Hércules, citado ya por su actuación en “Cuando España venció a Inglaterra…”) con sus disparos, obligaba a sus barcos a alejarse, lo que ponía a los reductos y a aquellas cuatro casas fuera del alcance de su propia artillería.

Optó entonces por ordenar un desembarco, y, con la celeridad y preparación de que siempre hizo gala la Royal Navy, 37 barcas cargadas de hombres se dirigieron, mejor dicho, comenzaron a dirigirse hacia las playas; pero pronto, tanto  ellas como los barcos que protegían su progresión, hubieron de virar en redondo, dirigirse a la mar abierta y deshacer su compacta formación, con visibles daños en estructuras y cubiertas, como consecuencia del fuego que recibían de todo el frente de playa, pero especialmente del cruzado de las dos baterías más importantes: Paso Alto y San Cristóbal. Y así, con el rugir de los cañones como telón de fondo, transcurrieron dos horas.

Visto que nada conseguía, Jennings intentó ahora parlamentar. Pareció entrar en razón y jugar sin cartas en la bocamanga, porque izó en todos sus buques la enseña de Inglaterra; luego envió un lanchón con una bandera blanca en la popa en el que viajaba un oficial, portador de una carta para el jefe de los defensores, que pronto fue conducido a presencia del Corregidor, don José de Ayala y Rojas, quien se encontraba en el Castillo de San Cristóbal.

La carta, que no transcribimos íntegra por falta de espacio (1), era en su conjunto una sarta de mentiras y excusas que no se tenían de pie. Baste su inicio para comprenderlo: “He sido enviado aquí con la esperanza de encontrar una escuadra francesa, no como enemigo, sino como amigo de los españoles. El haber tirado los navíos no fue por orden mía, pues apenas lo percibí mandé llamarles para afuera, no siendo mi intención que se cometiese alguna hostilidad a ese lugar”.

O sea, que venía aquí a luchar contra una escuadra francesa,… para lo que, al principio, enarbolaron sus barcos la bandera gala.  Y sus navíos hicieron fuego sin que él lo ordenara…, lo que además de contravenir la más elemental norma militar de disciplina de fuego, suponía una falta de coordinación increíble en unas tripulaciones fogueadas, como vimos antes, en numerosas acciones de guerra. Y la perla, que se dio cuenta de que estaban sus barcos haciendo fuego cuando se llevaban dos horas de cañoneo, y por eso mandó retirarlos para afuera… (no fue, según él,  porque los cañones de la plaza los estuvieran “tocando” con su certeros disparos).

Y luego aparecía una promesa: si la plaza se rendía a “S.M. Católica el Rey Carlos”, a cuya obediencia, explicaba, “está sometida la mayor parte del reino”, no pasaría nada. La misma treta utilizada en Gibraltar, y que, como una especie de fijación mental estratégica, volvería a intentar Nelson en 1797.

El Corregidor Ayala paladinamente contesta (2) que en Canarias se sabía como iban las cosas de la guerra por tierras peninsulares; que Santa Cruz seguía siendo fiel a quién había jurado fidelidad, a Felipe V; y que también sabíamos comportarnos en correspondencia con la actuación del “otro”. Si hubiesen enviado de entrada a los emisarios, se hubiesen ahorrado el sofocón, parece decir el Corregidor.

El marino inglés rumió su indignación mientras seguía maquinando la forma de tomar aquel diminuto puerto, puesto que el día 7 sus barcos pasaron y repasaron frente a Santa Cruz; indeciso, Jennings dudaba entre reemprender el ataque con un violento bombardeo que rindiese la voluntad de sus habitantes o intentar de nuevo un desembarco en fuerza. Para lo primero había que ponerse al alcance de aquel maldito cañón de a 36, y para lo segundo desde el Binchier podía comprobar que las fuerzas de infantería españolas seguían engrosando su número, por lo que, al anochecer de aquel día 7 de noviembre, optó por lo más sensato: puso proa hacia alta mar sin emprender ninguna otra acción hostil contra Tenerife ni sus gentes.

En las demás islas, especialmente en La Palma, también se adoptaron extraordinarias medidas de seguridad, pero Jennings siguió de largo hacia Europa sin amenazar ningún otro puerto del Archipiélago.

Los avisos que se enviaron al Capitán General a Las Palmas llegaron el día 7, y aunque éste preparó inmediatamente el viaje de retorno, con algunos refuerzos, no llegó a Santa Cruz hasta el día 9, cuando ya se retiraban las Compañías de Infantería de las Milicias que habían permanecido 48 horas más en la población.

Si tuviéramos que hacer distingos, seguiríamos a Juan Tous cuando escribe que “sin duda, la intervención del Hércules fue decisiva…(3), pero no podemos olvidar a aquellos milicianos tinerfeños, leales hasta la muerte a una lejana Patria y a un idealizado Rey.

Y la Guerra de Sucesión terminó, como conocen, con el malhadado Tratado de Utrecht, por el que renunciábamos a Gibraltar y Menorca. Quizás, si Jennings hubiera tenido éxito en su aventura chicharrera, también habría aparecido el nombre de Tenerife en el texto del documento final y, por tanto, la acción que acabamos de relatar hubiese tenido más importancia a los ojos de los historiadores -británicos y españoles- que la que han parecido darle.

De todas maneras, en reconocimiento a la lealtad, el empeño y el valor de los tinerfeños, campea en el escudo de su capital la Segunda Cabeza de León.

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(1) Ver en http://amigos25julio.com/index.php?option=com_content&view=article&id=544:la-segunda-cabeza-de-leon-del-escudo-de-santa-cruz&catid=52:series-anteriores&Itemid=109
(2) Idem
(3) TOUS MELIÁ, J. El Hércules, el cañón más precioso del mundo. San Cristóbal de La Laguna, 2004. p. 41


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