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España recupera la lealtad de Cataluña

España recupera la lealtad de Cataluña

Por GB D. Agustín Alcázar Segura (R)

La entrada en la guerra de los Treinta Años proporcionó a España la última oportunidad para revalidar su capacidad como gran potencia militar en Europa. La Montaña Blanca (1620), Fleurus (1622), Breda (1625) y Nürdlingen (1634), fueron otros tantos hitos del éxito de nuestras armas; sin embargo, todo se trastocó a partir de la fase francesa de la misma, que pese a finalizar con la Paz de Westfalia (1648), se prolongó entre Francia y España hasta la Paz de los Pirineos (1659).

En este nuevo escenario, el Ejército de Flandes logró conquistar numerosas plazas fuertes, como Lens y Bassée en 1641, obteniendo la brillante victoria de Honnecourt frente al Ejército de Champagne en 1642. Sin embargo, este victorioso y costoso camino se truncó en Rocroi (1643), donde nuestros tercios fueron vencidos, acabando con la preponderancia española en los campos de batalla europeos mantenida durante siglo y medio.

Consecuencia inmediata del conflicto franco-español fue la de convertir Cataluña en Teatro de Operaciones, originándose problemas derivados del alojamiento de tropas castellanas, los excesos provocados por las  mismas y los enfrentamientos con la población civil, que desembocaron en el Corpus de Sangre (Junio de 1640) y el desencadenamiento de la sublevación del Principado.

En Diciembre de ese mismo año, se produjo el levantamiento de Portugal, que finalizó con su separación de la corona española en 1665. En Andalucía, en 1641, el Marqués de Ayamonte y el Duque de Medina Sidonia desarrollaron una conspiración contra la monarquía, que se repitió en 1652 como consecuencia de la falta de pan, la presión fiscal y las levas. En 1647, en Nápoles se produjo un levantamiento debido a la falta de alimentos, que se extendió por Sicilia. En 1647-48 se produjo una nueva oleada de disturbios, como un complot mal organizado, centrado en la personalidad de un noble aragonés, el duque de Híjar.

Finalmente, en 1655 la rivalidad comercial entre España y la Inglaterra gobernada por Oliverio Cromwel condujo a la guerra anglo-española. En Mayo de 1657, Inglaterra y Francia (ya bajo el reinado de Luis XIV y el gobierno de Mazarino) firmaron el Tratado de París, por el que ambas se comprometían a colaborar militarmente contra las tropas españolas en los Países Bajos españoles. En este contexto, en Mayo de 1658, se produjo la batalla de las Dunas que finalizó con la derrota de las fuerzas españolas.

Así pues, ocupada en tantas partes la atención de España, era imposible aten­der bien a ninguna, y dividido en muchas fracciones el ejército, se debilitaba poco a po­co en diferentes Teatros, no pudiendo ser fuerte en ninguno.

El 7 de Noviembre de 1659 se firmó el Tratado de los Pirineos que por fin sellaría la paz, y ponía fin a 25 años de guerra entre Francia y España.

Este fue el escenario global donde se desarrolló la sublevación de Cataluña, en el que la Corona española no tuvo más remedio que priorizar sus esfuerzos y en el que ineludiblemente el conflicto catalán no pudo tener la primera prioridad ante la importancia de la amenaza francesa en los Países Bajos y el peso que Portugal tenía en el conjunto del imperio español.

Así pues, la guerra en Cataluña no pudo acontecer en peor momento, fue iniciada porque un bando no quería pensar en guerra ni admitir su intervención en ella, y el otro estuvo obligado a hacerla sin poder, ya que en luchas exteriores se gastaba la fortuna disponible. Cataluña no quería tener soldados ni que los soldados castellanos la cruzaran. Castilla, por su parte, estaba sin hombres, y tuvo punto menos que «inventarlos», según la expresión castrense, para evitar la desmembración de España. Un bando no quería batir­se y el otro no podía. No obstante, la lucha duró tres lustros. En consecuencia: todo fue desorden, confusión y anomalía. La guerra se hizo «a salto de mata»[1].

El conflicto se prolongó durante quince años, y dado que no se le dedicaron ni las fuerzas necesarias en cantidad y calidad, ni los mejores generales, cuyos relevos no siempre coincidían con un fracaso o con la conclusión de una operación, es lógico que sea difícil (a posteriari) relacionar los planes con los hechos realizados y comprender las causas de los cambios introdu­cidos en los primeros. Es por ello que quince años combatiendo en un teatro reducido, originaron, forzo­samente, muchos avances y retrocesos, victorias y derrotas, pérdidas y ocupaciones sucesivas de idénticos lugares, de iguales plazas y aun de los mismos pasos de frontera[2].

La coincidencia de tantos conflictos y la falta de una cabeza u órgano coordinador de los mismos (un Estado Mayor General o un Ministerio de la Guerra) produjo que todo en Cataluña se realizara de forma confusa: las operaciones eran incompletas, los cercos se abandonaban y los objetivos cambiaban. Por su parte el enemigo seguía igual orientación (los cambios de virreyes y capitanes generales fueron constantes) y el desorden se intensificaba.

El Rosellón fue el objetivo principal para los franceses, y Barcelona para España. El primero dio lugar a encuentros entre ejércitos que estaban alejados de sus bases respectivas, y la segunda requirió la conquista previa de ciudades que eran indispensables para jalonar los ejes de avance y abastecer las tropas. Así, Lérida, Tortosa y Tarragona se constituyeron en bases indispensables en la marcha hacia la capital del Principado, disputadas a su vez por los sublevados para impedirlo.

La falta de sensibilidad de Francia hacia los catalanes provocó el rechazo de aquellos, atraídos a su vez por las promesas que el propio Felipe IV les ofreciera desde Lérida; sin embargo, no fue suficiente para conservar el Rosellón, apéndice del Principado allende los Pirineos. Este condado, fue el precio que se cobró Francia en pago de su apoyo a la insurrección.

Por lo que respecta a Cataluña, sustituir el dominio de Felipe IV de España por el de Luis XIII de Francia no resolvió ninguno de sus problemas. Todas las quejas que expre­saban antes los catalanes contra Castilla las manifestaron después en contra de Francia, aunque en mayor grado y con una mayor incomprensión por parte del gobierno de París. Las divisiones internas, endémicas en el prin­cipado, se exteriorizaron una vez más y Cataluña se dividió entre los partidarios de Francia y de España, entre el reducido número de quienes obtuvieron car­gos y oportunidades de los franceses y la gran masa de quienes rechazaban las depredaciones de los ejércitos de Francia y el predominio de sus comerciantes.

Finalmente España recuperó la lealtad de Cataluña y los catalanes pudieron jactarse de haber preservado sus instituciones y privilegios. A su vez, la clase dirigente catalana aprendió que  para conservar su estatus y sus propiedades y para garantizar la ley y el orden necesitaba contar con un gobierno soberano, pues el Principado no poseía los recursos necesarios para la independencia y no deseaba ser un satélite de Francia. Era de España de la que podía obtener las mejores condiciones.

Pero antes de descubrir eso provocó el derramamiento de sangre y las privaciones de su pueblo y causaron una profunda herida al resto de España.


[1] MARTÍNEZ DE CAMPOS, Carlos. España bélica. El siglo XVII. Ed. Aguilar. Madrid 1965. p 148.

[2] Ibidem . p 147.