La última insurrección ilergete

Por G.B. D. Agustín Alcázar Segura (R).

Indíbil tan solo respetaba a la figura de Escipión, considerando que el resto de sus generales lo eran tan solo de nombre y que habiendo aquel abandonado Hispania era el momento oportuno para desembarazarse del dominio romano y volver a las costumbres y usos de sus padres.

Los argumentos hicieron mella en sus compatriotas, en los ausetanos (habitantes de la zona de Vich) y en otros pueblos limítrofes (lacetanos, suessetanos y edetanos), de suerte que en pocos días se reunieron todos en el territorio de los sedetanos (probablemente al sur de Tarragona), donde se había fijado la cita general y donde había de darse la batalla decisiva. Según Tito Livio, el contingente de fuerzas que consiguieron reunir fue de 30.000 infantes y 4.000 jinetes.

Los generales romanos Léntulo y Acidino temieron que la sedición se propagara todavía más y se dirigieron a toda prisa al corazón de las tierras insurgentes, estableciendo su campamento a unos 4’5 km del enemigo. La fecha sería, con toda probabilidad, en la primavera del año 205 a.C. En cuanto a los efectivos que constituían el ejército romano tan solo sabemos que estaba formado por guarniciones propias, reforzadas con tropas de los pueblos aliados[1].

Los citados generales trataron inicialmente de convencerles para que depusieran las armas; para lo cual enviaron legados, pero los rebeldes no estaban dispuestos a abandonar su actitud.

La última batalla de Indíbil

Así las cosas, unos forrajeadores romanos se vieron sorprendidos por jinetes ibéricos, lo que dio  origen a una escaramuza entre la caballería de ambos bandos, con resultado indeciso.

Al siguiente día todas las fuerzas iberas desplegaron a un km y medio del campamento romano dispuestas a entablar batalla. En el centro se situaron los ausetanos, en el ala derecha los ilergetes y la izquierda estaba integrada por soldados de otros pueblos ibéricos de menor renombre.

Muerte de Indíbil

Los íberos dejaron entre las alas y el centro espacios suficientes para que la caballería pudiera desplegar holgadamente; pero Léntulo dio las órdenes oportunas para ocuparlos antes que los iberos.

Por su parte, Léntulo, entabló un combate de infantería con no muy buena fortuna, pues la legión XII empezaba ya a ceder en el ala izquierda ante el empuje de los ilergetes; situación que fue superada con la llegada de la legión XIII, que había permanecido en reserva.

Pronto apareció la caballería romana, que rompió las líneas de la infantería ibérica, al tiempo que cerraba el paso a la caballería indígena. Los de Indíbil echaron pie a tierra y renunciaron a pelear a caballo, de modo que las filas quedaron perturbadas y el desorden empezó a cundir entre los combatientes ibéricos.

En este momento, Indíbil en persona, con los jinetes desmontados, se puso al frente de las tropas sosteniéndose durante algún tiempo una lucha encarnizada; ésta se mantuvo hasta que hubieron sucumbido los que peleaban en torno al rey, hasta que éste cayó muerto al ser clavado al suelo por una jabalina. A partir de este momento se inició la desbandada entre las tropas íberas. Las bajas habidas en este bando se cifraron en 13.000 muertos, quedando otros 800 prisioneros, en tanto que los restantes quedaron dispersos por los campos.

En realidad habían sido los ilergetes los que en aquella jornada definitiva habían sostenido el peso de la batalla. En cuanto a Indíbil, luchó como cabía esperar de un caudillo que gozaba de buena fama de bravura.

Muerte de Mandonio

Después de tan decisiva derrota, Mandonio convocó a los supervivientes íberos a una asamblea general en la que se decidió enviar una embajada a los generales romanos vencedores, dispuestos a deponer las armas y a brindarles su rendición.

Estos respondieron que aceptarían su sumisión si entregaban vivos a Mandonio y demás culpables de la guerra y que, de lo contrario, lanzarían su ejército contra la región de los ilergetes, de los ausetanos y, después, sobre las de los otros pueblos.

Es posible que partiera de ellos mismos la decisión de entregarse con alguna esperanza de salvarse y salvar a sus pueblos, pero el resultado fue que los romanos les dieron muerte en el suplicio de la cruz.

El precio de la paz fue el pago de un estipendio doble aquel año, trigo para seis meses, sagun y togas para el ejército, y rehenes de cerca de treinta pueblos de la zona de Cataluña. Se confiscaron los bienes de los caudillos ejecutados y se pusieron guarniciones en los pueblos rebeldes.


[1] GÁRATE CÓRDOBA, José María: Historia del Ejército Español. Tomo I. Servicio Histórico Militar. Gráficas BeCeFe SA. Madrid, 1983. p 127.


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