Sí en mi nombre

La Torre Eiffel con los colores de la bandera francesa en homenaje a las víctimas del 13-N

Para comenzar este artículo me veo obligado a lanzar un aviso: no voy a ser objetivo. Ni soy objetivo, ni pretendo serlo. No puedo serlo después de que ciento veintinueve vidas quedaran sesgadas, y muchas otras quedaran profundamente afectadas, en las calles de París el pasado trece de noviembre. No puedo ser objetivo cuando esos ataques, que el Presidente de Estados Unidos, Barak Obama, calificó de ataques “contra toda la humanidad y los valores que compartimos”, se produjeron en el otro lado de nuestra frontera.

Desde luego, no puedo ser objetivo cuando París es, junto con mi Valencia natal, mi ciudad. Es la ciudad en la que he vivido durante dos años y a la que, tras una breve estancia en España, regresaré en enero. Las ciento veintinueve víctimas mortales de los atentados eran mis conciudadanos, mis vecinos, aunque, por suerte, ninguno me era conocido. Por el contrario, cinco de entre los heridos son compañeros de clase y muchos, muchos, de los parisinos que el viernes trece de noviembre vivieron de cerca el horror, encerrados en sus casas, con un profundo sentimiento de angustia, sin poder dormir, con la televisión encendida y el móvil en la mano para poder tranquilizar a sus seres queridos son amigos míos.

No puedo ser objetivo cuando soy una de esas miles de personas que cada día llenan las terrazas de las brasseries parisinas, sus salas de conciertos y sus discotecas, que pasean por sus calles y utilizan el metro. En otras palabras, no puedo ser objetivo cuando uno de esos ciento veintinueve muertos podría haber sido yo.

Quizás esta es la razón por la cual me resulta absolutamente incomprensible la actitud de España en los últimos días desde los atentados. Me resulta imposible comprender cómo es posible que el Ministro de Asuntos Exteriores español, José Manuel García Margallo, dijese el jueves diecinueve de noviembre en el canal de televisión 13TV que “España puede suplir los esfuerzos que está haciendo Francia en Mali y en Centroáfrica para que ellos liberen soldados y sobre todo material y que lo manden a Siria y lo cubriríamos nosotros” y que, al día siguiente, desde Moncloa se denegase “rotundamente” y la Vicepresidenta del Gobierno, Soraya Sáenz de Santamaría, afirmase que “esa hipótesis no está encima de la mesa”.

Me resulta difícil, de por sí, entender que se pueda desautorizar de tal forma a un Ministro del Gobierno de España, cuando, en sus propias palabras “la política exterior la dirige el Presidente del Gobierno y yo la obedezco puntualmente”, pero aún más inverosímil me parece que, después de que el Ministro de Defensa de Francia, Jean-Yves Le Drian, dijese públicamente que la pelota estaba en el tejado de los españoles, el Gobierno de España pueda conformarse con declarar que “ni Francia nos ha hecho una petición concreta ni nosotros hemos ofrecido nada”. ¿Qué clase de actitud es esa?

La situación política no es coartada para la falta de acción
Dicho esto, tampoco puedo comprender la actuación de las diversas fuerzas políticas españolas que, tras declarar que no harían un uso partidista de la situación, han entrado de lleno en ella durante el período de pre-campaña. Sin ir más lejos, el Secretario General y candidato a la Presidencia del Gobierno del Partido Socialista, Pedro Sánchez, declaró, durante una entrevista en Onda Cero, que cualquier opción militar debería ser abordada por el nuevo Ejecutivo salido de las urnas del 20-D y no por el Gobierno saliente y la Diputación Permanente de las Cortes. Es decir, ante una amenaza a la seguridad de España y de nuestros aliados europeos, la clase política dirigente considera que lo mejor que España puede hacer es esperar unos cuantos meses. Estoy seguro de que nuestros amigos y, especialmente, nuestros enemigos de Daesh comprenderán la situación y respetarán el período electoral español; después de todo, Al-Qaeda lo cumplió a rajatabla con los atentados de Madrid en 2004.

Entiendo que estamos en período electoral, o pre-electoral –aunque la diferencia estos días es escasa– y que las Cortes Generales están disueltas, pero las Diputaciones Permanentes de ambas cámaras siguen funcionando, como lo sigue haciendo el Gobierno y, por tanto, no se puede, bajo ningún concepto, emplear la situación política en la que nos encontramos actualmente como coartada para evitar llevar a cabo la obligada tarea de proteger a los ciudadanos españoles, una obligación que el Gobierno de la Nación debe cumplir en todos los casos, independientemente de lo cerca o lejos que se encuentren las próximas elecciones generales.

Peor aún me resulta la actitud adoptada por determinados alcaldes –Ada Colau de Barcelona, José María González Kichi de Cádiz, Pedro Santisteve de Zaragoza y Xulio Ferreiro de A Coruña– y artistas como Aitana Sánchez Gijón, el Gran Wyoming o Pilar Bardem, entre otros muchos, con la firma de un manifiesto con el que los firmantes pretenden recuperar el espíritu del ‘No a la Guerra’ que convulsionó España tras la decisión del Presidente José María Aznar de unirse a la coalición que invadió Irak en 2003. En el manifiesto, titulado ‘No en nuestro nombre’, los firmantes aseguran negarse “a participar en el falso mercadeo entre derechos y seguridad” y vienen a culpar de la situación actual “a la política exterior belicista iniciada por el Bush-Blair-Aznar”.

Este manifiesto es un maravilloso ejemplo del buenismo pacifista que lleva, desde hace décadas, instaurado en determinados sectores políticos y sociales en España. Pero el pacifismo absoluto es una utopía, una utopía que ni los españoles, ni el resto de europeos, nos podemos permitir cuando Daesh es capaz de acabar, con Kalashnikov en mano, con ciento veintinueve vidas en pleno centro de París.

El ‘No a la Guerra’ puede comprenderse en el marco del 2003, en una situación en la que el Estado español, junto con muchos otros, decidió incorporarse a una coalición internacional con el objetivo de invadir y derrocar a Saddam Hussein sin la necesaria cobertura legal o, por lo menos, con una justificación legal enormemente cuestionable.

No hay duda de que la invasión de Iraq en 2003 ha jugado un papel esencial en la situación en la que nos encontramos actualmente, especialmente con la fatídica decisión del Embajador estadounidense Paul Bremer de disolver las Fuerzas Armadas iraquíes, nutriendo a las filas de Daesh de experimentados dirigentes militares.

Sin embargo, la situación actual es enormemente diferente de la del año 2003. Es más, lo único que tienen en común es el escenario en el que están ocurriendo. Los firmantes del manifiesto parecen haber olvidado que, en la actualidad, nos encontramos ante un grupo terrorista con capacidad de acosar a un Estado soberano, arrebatarle importantes centros poblacionales, como es Mosul, segunda ciudad más importante de Irak, y que el Gobierno legítimo de dicho país ha solicitado ayuda a la comunidad internacional.

Además, Daesh ha demostrado su capacidad de extenderse, no sólo a Siria, sino también al Norte de África, desde donde es capaz de lanzar ataques contra intereses y ciudadanos occidentales, como demostraron en los atentados en el Museo Nacional del Bardo y en la playa de Susa en Túnez.

Los firmantes del manifiesto afirman estar en contra de los ataques a civiles inocentes en Siria, obviando el hecho de que la barbarie de Daesh no distingue entre unos y otros, igual que mata a occidentales en París y a chiitas en Beirut, Daesh asesina a diario a civiles inocentes en Irak y Siria, a todos aquellos que, en los territorios bajo su control, no se adaptan a las estrictas normas dictadas por ellos en función de su sangrienta interpretación de los textos sagrados del Islam. Son muchos los sirios e iraquíes, civiles inocentes, que han muerto por no comulgar con la apocalíptica visión de Daesh y creo que no es necesario, o no debería serlo, recordar que estamos hablando del mismo grupo que considera normal lanzar, desde la azotea de un edificio, a homosexuales maniatados por el hecho de ser homosexuales. A esta gente inocente ¿no deberíamos tenerla en cuenta? Parecería que, para los firmantes, sólo los civiles muertos durante ataques aéreos occidentales, menos numerosos de lo que parecen pensar los firmantes, quienes parecen ignorar la evolución tecnológica en las armas de precisión, son realmente inocentes, pero las víctimas de Daesh en Siria e Irak son igualmente merecedoras de ser calificadas de “civiles inocentes”.

No vivimos en una situación de absoluta seguridad
Esta vez le ha tocado a París por ser, según dijo el yihadista Fabien Clain en el vídeo de reivindicación de los atentados, la ciudad que aloja a los demonios “de la abominación, la perversión y la idolatría”, pero quisiera recordar, aquí y ahora, porque dicen que el que avisa no es traidor, que España está amenazada. Hace meses que vivimos bajo el nivel 4, riesgo alto de atentado terrorista, y pensar que lo que ha ocurrido en Francia no va con nosotros es ridículo. Algunos en nuestro país parecen creer que, si el 11-M fue una represalia por la participación española en Iraq en 2003, si nos mantenemos al margen de toda acción militar, Daesh no tendrá razón alguna para atacarnos; una actitud de una ingenuidad tal que podría resultar hasta entrañable si no fuese porque estamos hablando de vidas humanas.

España está amenazada y, hasta ahora, hemos tenido la suerte de evitar cualquier ataque gracias a la excelentísima labor de nuestros servicios de inteligencia y de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado, que, por la  desgraciada experiencia española, son grandísimos expertos en la lucha contra el terrorismo. No obstante, no podemos pensar que vivimos en una situación de absoluta seguridad porque la seguridad total no existe. Basta un pequeño fallo, un ataque sorpresivo proveniente de un flanco que no se había podido prever, para desencadenar una masacre. Esta es la razón por la cual me resulta imposible entender la actitud de gran parte de la ciudadanía española.

Francia ha invocado la solidaridad europea, el artículo 42.7 del Tratado de la Unión Europea, por el cual los Estados miembros de la Unión se comprometen a prestar “ayuda y asistencia con todos los medios a su alcance” a todo Estado miembro que haya sido objeto de un ataque en su territorio. Reino Unido se dispone a votar la extensión de sus bombardeos a Siria y, por el momento, ya ha enviado una fragata junto al portaaviones francés Charles de Gaulle. Bélgica también ha enviado un buque para que se incorpore al grupo naval francés, Dinamarca ha planteado incrementar sus bombardeos en la zona y Alemania, país aún más reacio a la acción militar que nosotros, ya ha anunciado su disposición a incrementar los efectivos alemanes en Mali.

Mientras tanto, los españoles nos conformamos con no hacer absolutamente nada. ¿Es eso lo que entendemos por solidaridad europea? Es indiscutible que España es una potencia media pero eso no implica que seamos incapaces de actuar a nivel internacional. Tenemos un importante Ejército del Aire, una Armada con la capacidad de proyectar fuerza como demuestra nuestro buque portaeronaves Juan Carlos I, y excelentes profesionales en el Ejército de Tierra. En otras palabras, podemos hacer mucho más.

Ahora bien, no estoy defendiendo que España comience a realizar bombardeos en Siria, ni siquiera en Irak, donde existe una petición de ayuda por parte del Gobierno legítimo del país, pero sí creo que hay otras opciones. Considero que va siendo hora de que los españoles recordemos que las Fuerzas Armadas tienen su razón de ser en la defensa y la protección de España y de sus ciudadanos.

La oferta que aparentemente barajó el Gobierno español de sustituir a las fuerzas francesas en Mali y República Centroafricana, es, posiblemente, la mejor de las opciones. Efectivos militares españoles ya están en esos países, bajo la cobertura legal de la Unión Europea y, al menos en el caso de Mali, con la autorización expresa del Gobierno legítimo. Además, esas misiones ya han sido aprobadas por las Cortes Generales, por lo que se podría evitar el problema de estar en período electoral. Junto con ello, esta solución, por la que parece decantarse Alemania, permitiría a España participar más de lleno en la lucha contra el terrorismo yihadista, liberar a efectivos franceses para que pudieran centrarse en otras tareas y sacar a nuestro país de la invisibilidad internacional a la que, con tanto empeño, hemos metido.

España tiene una deuda con Francia
La solidaridad europea nos impone la obligación de prestar a Francia toda nuestra ayuda después de la tragedia vivida. Pero, además, como españoles tenemos una obligación moral adicional, se lo debemos. España tiene una deuda con Francia que será difícil pagar. Creo sinceramente que no hay un solo español que pueda decir seriamente que ETA habría sido derrotada sin la ayuda de Francia.

En enero de 2012 el Rey Juan Carlos impuso el Collar de la Orden del Toisón de Oro, la máxima condecoración española, al Presidente de Francia, Nicolas Sarkozy. Lo hizo porque éste era el máximo representante de Francia y el Rey, que decide a su juicio a quién nombra caballero de esta Orden, reconoció la impagable deuda que nuestro país tiene con Francia. En su discurso de aceptación, Nicolas Sarkozy afirmó su “orgullo, y el de toda Francia, de haber estado estos últimos años al lado del pueblo español para defender la libertad y el Estado de Derecho contra el terrorismo más bárbaro” y aseguró que “ya no hay Pirineos en la lucha contra el terrorismo. En ambos lados de la frontera hay un mismo objetivo, una misma determinación: poner fin a la violencia ciega”.

Hoy, esa determinación parece que no existe. España, una vez derrotada ETA, ha decidido que sí hay Pirineos en la lucha contra el terrorismo, que el sufrimiento del pueblo francés nos importa bastante poco. En ese mismo discurso, Sarkozy declaraba orgulloso, ante el Rey, el Príncipe de Asturias, cuatro de nuestros Presidentes (Felipe González, Jose María Aznar, José Luis Rodríguez Zapatero y Mariano Rajoy) y numerosas autoridades españolas: “mis queridos amigos españoles, sabéis que siempre podréis contar con la República francesa para erradicar el terrorismo”.

La llamada regla de oro de la filosofía dice que deberíamos tratar a los demás como querríamos que nos tratasen a nosotros. España ha decidido ignorar este principio ético, olvidando lo que Francia ha hecho por nosotros en la lucha contra el terrorismo. No quiero ni imaginarme lo que, en estos momentos, estaríamos diciendo los españoles sobre nuestros vecinos franceses si los roles se intercambiaran. ¿Se lo perdonaríamos? Yo creo que no. Y por eso, desde aquí, les digo a todos los políticos españoles, del signo que sean: “Sí en mi nombre”, es hora de que España empiece a pagar su deuda con Francia y tome partido del lado de la democracia. Es hora de que empecemos a luchar para defender lo que es nuestro.


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