A pesar de que la desinformación ha sido una constante histórica y de que en los tiempos que vivimos haya pasado a ser algo desgraciadamente familiar en nuestro día a día, ni los gobiernos, ni tampoco los gigantes tecnológicos que hay detrás de unas plataformas virtuales que se han convertido en fosas de fake news y medias verdades han sido capaces de encontrar una cura para este otro virus que parece extenderse sin control y de forma indiscriminada.
Por el contrario, estamos asistiendo a nuevos y preocupantes usos de la desinformación o por lo menos más descarados, por parte de autoridades y personalidades en todo el mundo. Un síntoma preocupante que puede deberse a dos causas igualmente alarmantes. La primera, que aquellos que se sirven de la desinformación estén perfeccionando su “arte”; la segunda, que nos estemos volviendo más vulnerables a su influjo.
En los últimos tiempos hemos asistido a un suceso revolucionario, tecnológica y socialmente hablando, que a pesar de todo ha pasado prácticamente desapercibido. No es de extrañar teniendo en cuenta que la clave de su éxito es precisamente el que esto pase inadvertidamente o de lo contrario el uso de las redes sociales y los nuevos medios para alterar nuestra forma de pensar, comportarnos o tomar decisiones habría sido poco o nada efectivo. Nos hubiéramos resistido.
Matrix lo ilustraba a la perfección, todo funciona mejor cuando aceptamos voluntariamente incluso lo peor que nos define como especie. Verdad, bondad e incluso libertad se vuelven solamente palabras que van perdiendo su significado a medida que crece nuestra disposición para creer en las mentiras, ignorar las injusticias e incluso ceder nuestro libre albedrío.
Los gobiernos de Rusia y China podrían servirnos de ejemplo en este caso, pero hay muchos más y en todas partes. La desinformación ha sido siempre un arma política pero sus posibilidades nunca han sido mayores ni su uso tan extendido. Hemos visto como su utilización se ha diversificado y en su metástasis ha ido afectando cada vez más esferas de nuestra vida. En esta ocasión le ha tocado al COVID-19. Por si la enfermedad no fuera suficiente desgracia, ahora también tenemos que enfrentarnos a su uso sectario con el fin de sembrar la discordia entre los países o los ciudadanos. No importa si hablamos sobre su origen, intencionalidad o autoría, la desinformación llega a todas partes.
El cruce de acusaciones prolifera en estos ambientes distorsionados. China ha señalado a EE.UU, EE.UU a China y Rusia tampoco ha dejado pasar la oportunidad para sembrar la duda. Una de las últimas noticias que nos han llegado en este sentido ha sido la acusación directa lanzada por el Departamento de Estado norteamericano señalando la “alianza” entre Beijing-Moscú para extender su influencia en redes y difundir información relacionada con el COVID19 de forma coordinada.
El Global Engagement Center, organismo dependiente del Departamento de Estado, habría detectado una aproximación de las tácticas chinas al modus operandi ruso en redes sociales. A diario aparecen nuevas redes de cuentas falsas en Twitter y otras plataformas, con el objetivo de reforzar las narrativas de las partes interesadas o desacreditar a los adversarios.
En esta línea, Rusia y China estarían trabajando conjuntamente para alimentar la narrativa que desplaza el foco de “responsabilidad” que hasta ahora apuntaba directamente a al gigante asiático. Según fuentes norteamericanas, China estaría empleando redes automatizadas de “bots” para crear cuentas artificiales en masa que potenciasen el efecto de las publicaciones hechas por el gobierno en redes. Por el momento Twitter continúa investigando los indicios aportados por la administración estadounidense .
La inteligencia norteamericana advierte que el futuro puede ser todavía más preocupante teniendo en cuenta que 2020 sigue siendo año electoral y por lo tanto una nueva oportunidad para hacer valer los intereses estratégicos de los diferentes actores. Rusia, China e Irán son algunos de los sospechosos habituales que en estos días reciben la atención del Departamento de Justicia estadounidense o de la Unión Europea, en un esfuerzo por controlar o tratar de contener las eventuales campañas de desinformación social y política que tienen en occidente su diana.
Lo que queda claro es que las estrategias y tácticas empleadas por los diferentes actores están evolucionando, se vuelven más difíciles de detectar y ese sigilo en redes sociales es fundamental si uno quiere evitar ser expulsado del campo de batalla. Según un reciente informe del New York Times, la polémica Agencia de Investigación de Internet rusa estaría perfeccionado sus métodos al evitar, por ejemplo, publicaciones con errores ortográficos o sirviéndose de estadounidenses para publicar de forma encubierta.
Las campañas de desinformación de 2016 estuvieron dominadas por las fotográficas y los textos manipulados. Esta nueva etapa abre un mundo de posibilidades en materia de noticias falsas con la irrupción de las deep fakes y demás avances tecnológicos que han ido apareciendo. Audios o vídeos manipulados o fabricados expresamente para atacar al adversario son cada vez más frecuentes e incluso gobiernos y partidos se mueven al límite en los productos que desarrollan para ganar ventaja en sus contiendas políticas.
Por el momento las medidas adoptadas por las diferentes plataformas no van mucho más allá de eliminar docenas de cuentas falsas, contenidos inapropiados o de recurrir a servicios de cuestionada neutralidad encargados de verificar el torrente de noticias que inunda las redes.
Existen serias dudas sobre la suficiencia de unas medidas millonarias que podrían ser incompatibles con la problemática actual, al no tener presente la evolución que han experimentado en forma y fondo o su impresionante facilidad de transmisión. Por el momento tendremos que esperar a dar con la herramienta o el algoritmo milagroso capaz de ponerle freno. Hasta entonces (ojalá siempre) el primer filtro seguiremos siendo nosotros mismos.
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