El mundo lleva años preparándose para el auge de China. Un auge que supone el primer paso hacia un nuevo orden mundial. La rivalidad y competitividad entre Estados Unidos y la nación asiática es el epicentro de ese cambio que está moldeando un sistema internacional hoy en transición. La guerra en Ucrania es la penúltima demostración de un sistema abocado a la transformación en el cual ya no existe fuerzas hegemónicas y autosuficientes en la línea de antaño. El orden al que nos dirigimos está repleto de condicionantes para volver a todos tan vulnerables como capaces de alterar la estabilidad internacional. En tal coyuntura no sólo se les atribuye tales responsabilidades a naciones, también a empresas privadas y a grupos, incluso a individuos.
Todo ello es fruto del contexto forjado durante el transcurso de la globalización y el advenimiento de la 4a Revolución Industrial, que han alterado la correlación de fuerzas y la profundidad de alcance a velocidades que hacen de su adaptación un reto palmario. Estos factores marcan la permuta hacia un orden que multiplican las capacidades de cada agente implicado, al mismo tiempo que exponen las vulnerabilidades de países sin atender a su poder o tamaño. Un escenario en el cual, a pesar de que los centros de poder político están marcados en Estados Unidos y China, éstos están más sujetos que nunca al devenir de áreas lejanas de alto valor estratégico: ejes financieros, líneas de abastecimiento o fuentes proveedoras de recursos sobre los que hoy tienen una influencia menguante. Es así que la presencia de Estados Unidos en Oriente Medio, o de Rusia en Asia Central ha dado paso a una influencia paralela de otros actores. Es así como fuerzas regionales y países centrados en sectores específicos como Arabia Saudí, Uzbekistán, India o Singapur han sabido consolidar relaciones diplomáticas eficientes con más de una potencia. Se están dando pasos hacia un sistema internacional más fraccionado, en el cual los bloques económicos divergen de las alianzas políticas, derivando en un orden de mayor naturaleza disruptiva y, por tanto, con mayor tendencia a la inestabilidad. No obstante, la polaridad que se están generando no son de la misma morfología que en la Guerra Fría.
En la actualidad, Estados Unidos ve que, a pesar de la magnitud sus capacidades, la inestabilidad del mundo en tal multitud de frentes consume demasiado de sus recursos para invertir en todos ellos. Los fracasos de Afganistán e Iraq – también de Libia y Siria, aunque en diferente medida – han dejado una impronta en Washington de tener que bascular fuerzas y priorizar espacios de influencia. La Administración de Barak Obama dejó evidencias de tal posicionamiento reduciendo el peso estadounidense en Oriente Medio y dirigiendo las prioridades geopolíticas hacia el Indo-Pacífico. Una maniobra que, a su manera, continuó su sucesor, Donald Trump, pero tomando medidas más extremas contra China.
Washington lleva años siendo consciente de que su rival del siglo XXI es la República Popular. Por proyección, tamaño y capacidades aquello que hace décadas eran pronósticos es hoy una realidad. Esta realidad apunta a un cambio en las líneas de flotación geopolítica y marca los pasos hacia el orden multipolar. Dentro de este sistema, la ya mencionada propulsión de China en el orden de fuerzas, los indicios de fragmentación de la globalización, la relación sino-rusa, el papel geopolítico de Europa y la resiliencia de las masas demográficas – especialmente de Asia y África – respecto a la 4ª Revolución Industrial decantarán los ritmos en tal transición.
Este sistema policéntrico es más inestable a tenor de poderes y capacidades más repartidas. Además, el marco económico global interconectado, vigente durante décadas, ha dado muestras de fracturarse, polarizado por intereses geopolíticos. En el transcurso de este cambio se dinamitarán mercados y se generarán otros nuevos en los que se intentará que converjan las líneas políticas con los intereses económicos, en aras de evitar los choques que hoy se ven, por ejemplo, entre Rusia y Europa o incluso entre Estados Unidos y China. No obstante, esta fractura no derivará en una bipolaridad, sino en un sistema con más polos de poder menores que ganarán en autonomía. Así se ha visto en la guerra de Ucrania, en la cual países como Alemania, Polonia, Turquía o India jugarán un papel mucho mayor del que su rol internacional en primera instancia les otorga.
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El primer rasgo sustantivo del cambio ha sido el desplazamiento del centro de gravedad económico del mundo, que se está asentando en el Indo-Pacífico. Ello se debe no sólo de la propulsión de Pekín, sino del peso demográfico y la proyección de países como India y el potencial que albergan los mercados de todo el continente. Por tanto, se trata de una correlación de factores: desde el predominio de China, al auge de la 4ª Revolución Industrial, con el trasfondo del ya mencionado peso estratégico que ha adquirido la región.
En tal coyuntura, la tecnología que está propiciando la 4a Revolución Industrial tiene la capacidad de condicionar las relaciones de poder entre Estados, pero no sólo eso, sino también dotar de una implicación más activa y directa a sociedades y empresas. En una tendencia internacional de tales características, primarán aquellos Estados capaces de adaptar su ingeniería económico-social al ritmo de los cambios marcados por la revolución industrial vigente, más aún aquellos con una población en edad de trabajar notable. A partir de la combinación de tales elementos será más probable que surjan naciones dinámicas que vean reflejados tales atributos en crecimiento económico.
Por otro lado, la multilateralidad que se fomentó a través del orden internacional liberal está enfrentando las grietas en su propia arquitectura. Aquel paradigma que trataba de encontrar el desarrollo conjunto basado en la cooperación y en un equilibrio económico, caracterizado por generar interdependencias a raíz de las dinámicas financieras y tecnológicas desde finales del siglo pasado, hoy ha entrado en un ciclo de fricciones por las contradicciones que genera.
No obstante, a diferencia del orden bipolar de la Guerra Fría, los países no alimentan su fuerza desde un ecosistema cerrado de su propio bloque; las tendencias de la globalización ampliaron el alcance y rompieron tales barreras. El contexto actual amenaza con permutar un sistema tan interconectado como disruptivo al sostenerse sobre la dependencia económico-comercial al mismo tiempo que cae en antagonismos políticos. Las consecuencias de ligar las necesidades económicas entre actores con cosmovisiones antagónicas ha sido una fuente de polarización constante que en los últimos años ha ido incrementando.
El triángulo occidental: Estados Unidos -OTAN-Europa
Tras la Segunda Guerra Mundial Occidente configuró un sistema en torno a él y dentro de éste Estados Unidos se erigió como el primer paladín. Hoy, la nación norteamericana es el país mejor posicionado y posee los atributos para continuar como la nación más poderosa: su control sobre el continente americano, el dólar, la salvaguarda geográfica de los dos océanos, su gasto militar, un sector científico-tecnológico sinigual, una red de alianzas consolidada, la amplitud de recursos naturales propios y su talasocracia a escala ecuménica – militar y mercantil – aseguran a la nación norteamericana como primer actor, cuanto menos, a medio plazo.
Sin embargo, sus deficiencias estructurales se han pronunciado en las últimas décadas. En el marco interno, la fractura político-social acentuada con la Administración Trump y las consecuencias de la pandemia han llevado al Gobierno de Biden a invertir en sus políticas internas. En cuanto a su visión exterior, la retirada de Afganistán supuso una declaración de intenciones del Ejecutivo demócrata, demostrando una vez más su pérdida de implicación directa en regiones en otro tiempo perentorias. Todo ello en la línea estratégica de centrar recursos en el eje Asia-Pacífico en aras de contener a China y mantener su posición en el centro de gravedad del siglo XXI.
OTAN
Tiene en el escenario ucraniano la oportunidad de demostrar que su existencia es necesaria para encarar las amenazas del futuro. El terrorismo, el cambio climático, la crisis alimentaria e hídrica, o el formato híbrido de confrontación son retos ante los cuales la Alianza debe prepararse. Para ello es preciso la reformulación de su estrategia. En la Cumbre de Madrid del pasado junio, con la presentación del nuevo Concepto Estratégico de la OTAN, se dieron los primeros pasos en tal dirección. Evidentemente Rusia y las consecuencias de la guerra en Ucrania son puntos clave de la partitura geopolítica presentada, sin embargo, también se señala a China y a la región del Indo-Pacífico. Por ello, se presenta una visión estratégica poliédrica en la cual se puntualizan también espectros estratégicos como el espacial o el cibernético, así como las operaciones híbridas contra los aliados.
La respuesta de la OTAN en la cuestión ucraniana ha tenido que bascular entre hacer efectivo su marco defensivo, evitar la erupción bélica más allá de Ucrania y cuidar su credibilidad. Hasta la fecha se podría decir que han alcanzado tales objetivos, sin embargo, la Alianza debe consolidar su posición. Debe calar con un discurso perdurable sus funciones, con una convergencia entre palabras y acciones que cristalice su papel en el marco internacional. Otro punto a tratar será hallar la fórmula para optimizar el encaje defensivo entre la OTAN y la Unión Europea. Instituciones de diferente naturaleza, pero con el mismo núcleo que deben encontrar la mejor forma de complementarse. Optimizar recursos sin mantener una dependencia defensiva como la que ha existido entre estas instituciones, reflejo de la relación entre Estados Unidos y Europa. Éste es un objetivo orgánico para el Viejo Continente. Si bien la invasión de Ucrania ha dado la oportunidad de revigorizar la funcionalidad de la OTAN, no ha cambiado su tendencia a estar sujeta a la brújula geopolítica estadounidenses.
Unión Europa
Gran parte de la posición de vulnerabilidad de la UE proviene de sus propias deficiencias. La falta de una soberanía estratégica acorde a sus valores y posición y, sobre todo, el rechazo al militarismo, le ha llevado a depender en múltiples esferas de su aliado norteamericano y de los despliegues de la Alianza Atlántica. La crisis en Ucrania simplemente ha provocado que el debate sea inevitable y, sobre todo, acuciante. Todo empieza con la mencionada soberanía estratégica, y ésta conduce al debate sobre un posible ejército europeo. El vigente tratado de Lisboa señala los escenarios de gestión, tanto en la esfera civil como militar: prevención de conflictos, operaciones de desarme y estabilización de escenarios de posconflicto. Sin embargo, a pesar de su implicación en materia de conflictos, la UE no es una alianza militar, por ello sus inclusiones en el marco defensivo están vinculadas a la OTAN.
A pesar de que el ataque ruso sobre Ucrania ha unificado posturas y líneas de acción, lo cierto es que la Unión Europea presenta fallas en su estructura que le obstruyen como actor internacional primario. Se trata de un organismo que cuenta con mucha más voz que poder real, un hecho evidenciado con la cuestión de Ucrania. No tras la invasión, sino durante los años previos: la anexión de Crimea, la cuestión del Nord Stream 2, el ingreso de Ucrania en la Unión o las mismas relaciones con Vladimir Putin pusieron de relieve la falta de cohesión en materia exterior.
Si la Unión Europea quiere ser una potencia internacional de facto, para ello debe cumplir con las exigencias de tal posición; y en clave de poder, la fuerza militar otorga capacidad de disuasión. No obstante, el problema de un ejército europeo es estructural en varios niveles: el social, por el rechazo de los europeos al militarismo; y en el económico: la OTAN exigen el 2% del PIB, y a muchos países les supone un gasto superlativo. Por tanto, aquí entra a colación la eficiencia de la OTAN y la gestión en el acoplamiento entre ambas instituciones en materia de seguridad y defensa.
Los lazos comerciales de China
La República Popular de China sigue su trayectoria para ser la nación del futuro. El ser máximo productor mundial le ha permitido potenciar mercados a escala global. La Nueva Ruta de la Seda y el collar de perlas chino son el gran exponente de tal estrategia. Sin embargo, detrás de sus capacidades de producción existen unas dependencias a tener en cuenta que se traducen en notables vulnerabilidades estratégicas: su necesidad de recursos naturales y el volumen de importación de materias primas para producir representa una debilidad en clave geopolítica.
Alrededor del 90% del comercio mundial se realiza vía marítima, y en la zona de Asia-Pacífico resalta especialmente el valor del Estrecho de Malaca, por el cual transitan en torno al 25% de las mercancías mundiales. De ahí el peso estratégico de este punto geográfico y la importancia que representa para el comercio chino. Por tales razones Pekín ha apostado de manera sustancial por buscar alternativas como la Nueva Ruta de la Seda o corredores a través del Ártico.
No obstante, China ha sabido adaptar el sistema impuesto por Occidente a sus necesidades. La República Popular, a pesar de ser nación con cosmovisión propia, ha sido capaz de cumplir con las exigencias de un sistema impuesto y propulsarse con él; ha armado una infraestructura y ha sabido direccionar su masa laboral convirtiéndose en el mayor productor mundial en pocas décadas. En la actualidad, el pragmatismo político chino aspira a erigir al país asiático como el centro del nuevo orden. Para ello, el Partido Comunista chino es sabedor de que no necesita propagar su ideología de cara al exterior, sino convertirse en actor indispensable de la arquitectura económico-financiera mundial.
Su diplomacia económica le han convertido – en primera instancia – en un socio muy apetecible, ya que además su política exterior descarta implicarse en asuntos internos de socios. Los expertos vaticinan que superará a Estados Unidos próximamente en todo el espectro económico. De hecho, si se analiza en términos de paridad de poder de compra, la República Popular ya es la primera potencia económica representando el 17% del PIB mundial, mientras que la nación norteamericana acumula el 15,8% del Producto Interior Bruto. Por su parte, la zona euro acopia el 11,9%, números que reflejan un peso notable a pesar de sus deficiencias.
En la línea geopolítica, como potencia, China es recelosa de su perímetro defensivo. Como consecuencia de ello la defensa periférica del Pacífico oriental, con el futuro de Taiwán y las islas en disputa en el mar del Sur de China, va a ser prioritario para Pekín, motivo de tensión constante que le han incitado a invertir en sus capacidades militares. Por el momento, las Fuerzas Armadas de China no están a la altura de su poder económico ni de su profundidad de influencia. Este aspecto es una carencia que Pekín lleva años intentando revertir.
En este orden de cosas hay que atender al contexto del Pacífico. La ingeniería de alianzas desarrollada por Estados Unidos durante gran parte del siglo XX en diferentes latitudes de este océano con Japón, Filipinas, Singapur y Australia, así como su defensa indirecta de Taiwán, son hoy una fuente de tensión entre las dos naciones más preponderantes del planeta. Tal despliegue talasocrático representa un foco de instabilidad que irá acrecentándose a medida que China optimice su fuerza militar. El futuro de Taiwán será el medidor de las evolución de las capacidades militares chinas.
En paralelo a su rivalidad, Estados Unidos y China han articulado unos vínculos comerciales que les reporta beneficio mutuo. A partir de ello se ha gestado una interdependencia entre ambos que se puede percibir en el tipo de lazos existente entre potencias: China tiene como primer mercado de exportación al país estadounidense, del mismo modo que la nación norteamericana destina gran parte de su exportación de productos agrícolas a China. A día de hoy, el gigante asiático acopia un sector industrial con la cadena completa de fabricación, responsable de convertir al país en el mayor productor del planeta, sin embargo, es Estados Unidos quien domina el sector tecnológico. A tenor de la importancia de presente y futuro, la inversión en tecnología – especialmente en 5G – se ha convertido en un tablero primordial en la carrera tecno-comercial entre las dos naciones, y en la que Pekín, en este caso, lleva ventaja.
En una medida distinta, también le sucede a Europa: aliada de Estados Unidos, pero necesitada de la producción china. Amén de tal circunstancia, debe bascular sus políticas –entre cada país y como Unión – de tal forma que no levante recelo en Washington ante la posibilidad de que Pekín le gane el nicho de mercado tecnológico europeo. No obstante, también hay que atender a un posible distanciamiento de Europa hacia China por su postura ambivalente en la guerra de Ucrania. Para Bruselas, cualquier decisión que afecte a sus vínculos comerciales con Pekín supondrá unas consecuencias de mayor calado que con Rusia. Dicho esto, es improbable que la UE tome medidas al mismo tiempo contra su mayor proveedor energético y un gran socio comercial. Las consecuencias serían todavía más tectónicas.
Rusia
Fuerza dominante y referente ideológico durante gran parte del siglo XX. En los últimos años Moscú ha ido reafirmando su profundidad de alcance y ha demostrado su énfasis por probar que Rusia es un actor a tener en cuenta en el tablero internacional. Si bien no tiene los recursos para dar continuidad a su poder, como sí pueden China y Estados Unidos, el Kremlin sabe explotar con gran eficiencia todos los recursos de los que dispone. A pesar de poseer una infraestructura desfasada es una potencia energética y nuclear, además de contar con una resiliente industria armamentística. Los escenarios de Georgia en 2008, de Siria en 2015 y de Ucrania (2014-2022), además de todo el entramado de estrategia híbrida desplegado en las últimas dos décadas, han expuesto a Rusia como un actor capaz de tener un impacto diferencial en el devenir de avatares internacionales.
Ante tal premisa, un trasfondo estratégico de la invasión de Ucrania y las consecuencias aislamiento internacional es el acercamiento de Moscú a Pekín. Tal escenario derivaría en una dependencia difícil de revertir de Rusia hacia su vecino asiático, lo que fortalecería sobremanera a la República Popular al ganar mayor acceso a recursos energéticos, potenciales rutas árticas e infraestructura armamentística. La asociación estratégica entre ambos países lleva años construyéndose, de hecho, ya en 2019 el 25% de las exportaciones rusas – con un valor de 56.790 millones de dólares – se destinaron al país asiático, erigiéndose como principal receptor; por su parte, China exportó un 2,4% de su total (2,5 billones). Esta diferencia ejemplifica la desigualdad en sus relaciones comerciales. Por tanto, la situación de posguerra – o incluso si el conflicto se prolonga – en la que se vería Rusia acrecentaría una asociación ya asimétrica. Además, minimizaría varias deficiencias estratégicas chinas, acelerando su posicionamiento en el orden que viene, mientras que Moscú entraría en un ciclo de dependencia que acabaría socavando su posición internacional.
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El abanico de frentes abiertos que cada actor internacional encara, y la correlación entre ellos, muestra la morfología policéntrica del orden internacional al que estamos transitando. Si bien se asemeja a un sistema bipolar con dos epicentros de poder bien diferenciados – Estados Unidos y China –, hoy la globalización ha derivado en una interdependencia disruptiva entre ellos, que a diferencia del mundo bipolar de la Guerra Fría mantenía las capacidades y dependencias dentro de los propios bloques. Estos núcleos no poseen la capacidad de ser autosuficientes, necesitan de otros ejes estratégicos a tales niveles que dependen también de socios económicos, no sólo de aliados. La dependencia recíproca entre Europa y Rusia o los lazos comerciales entre Estados Unidos y China muestran tal realidad. La guerra en Ucrania ha puesto de manifiesto ese carácter disruptivo precisamente por la contradicción entre cosmovisiones y necesidades económicas.
Seguirán existiendo grandes polos de poder, pero estos dependerán de ejes económicos, energéticos, geoestratégicos y tecnológicos en puntos geográficos diversos que reflejan la dispersión del poder real. Ningún país puede sustentar ya un completa autonomía. Hoy, la fuente ya no de su poder, sino de su sustento, se encuentra repartido alrededor del globo, generando unas dependencias y unas vulnerabilidades reconocidas sin precedentes.
Estados Unidos no dejará de ser una potencia de primer orden, simplemente no será la única. Continuará siendo actor primordial dada su triangulación de alianzas en el sistema de equilibrio regionales y su despliegue geoestratégico. No obstante, el auge de China debe hacer replantearse varias cuestiones. El liberalismo económico no ha derivado en un liberalismo socio-político. Las expectativas no se han cumplido y el orden diseñado por Occidente padece deficiencias que, hasta la fecha, no ha dado muestras de resiliencia.
Por su parte, China estará a merced de sus propias vulnerabilidades: su problema demográfico, las cuestiones de Taiwán y uigur, la posibilidad de rutas árticas y su desarrollo tecnológico-militar marcarán los tiempos de su consolidación. Unos tiempos que se verán acelerados si Vladimir Putin decide apoyarse drásticamente en China para sobrellevar el ritmo de guerra en Ucrania y sus consecuencias.
Rusia será la tercera potencia en discordia. Incapaz de mantener el ritmo de los dos colosos, con ciertas capacidades similares, pero de manera limitada. Como consecuencia, su papel y sus alianzas decantarán el equilibrio de fuerzas entre los dos grandes epicentros de poder: los efectos de la guerra pueden llevara Moscú a depender de manera determinante de China. Una transición que supondría una alteración en el equilibrio de poder para Occidente, especialmente para Estados Unidos.
En cuanto al Viejo Continente, la seguridad de la UE estará marcada por el grado de cohesión y coordinación que los europeos sepan materializar en sus políticas próximamente, aceleradas todas estas necesidades por las consecuencias derivadas de la guerra en Ucrania. Otra cuestión para la Unión Europa será su triangulación diplomática. Por un lado, su dependencia energética con Rusia; por otro, sus vínculos económicos con China. Más aún hoy, que la guerra retrata las consecuencias de tener dependencia energética de un rival geopolítico como Rusia. El otro punto es China y cómo tratar los negocios de cada país europeo en paralelo a los de la Unión respecto a la nación asiática, más aún con la actual falta de contundencia en la postura de Pekín respecto a la guerra en Ucrania. A Xi Jinping no le conviene la inestabilidad internacional, pero tampoco va desperdiciar la oportunidad de exponer las vulnerabilidades del orden occidental ni de aumentar las dependencias rusas con su país.
Además de atender al vínculo euroatlántico, a las relaciones entre Pekín y Moscú o al futuro de los lazos comerciales entre rivales geopolíticos, en un orden de fuerzas más repartidas se debe señalar también al papel internacional de actores que en sus espacios tiene un peso diferencial. Dentro del orden multipolar, las potencias regionales suben su cotización geopolítica al acopiar papeles cruciales en escenarios concretos; otro rasgo de esa dispersión de capacidades. Países como India, Turquía, Japón, Singapur, Sudáfrica, Alemania, Brasil o Irán atesoran un papel limitado en el orden global, pero diferencial en escenarios específicos en asuntos de primer orden, en muchos casos en regiones de gran valor estratégico. Esto prueba que en el mundo actual el dictamen internacional no está sujeto únicamente a los designios de grandes potencias, sino también a Estados con papeles regionales definidos que cuentan con maquinarias diplomáticas versátiles y proactivas, capaces de incidir en asuntos que las grandes potencias, por diferentes menesteres, no pueden alcanzar por sí solas. Se está viendo estos días con Turquía y Polonia en Ucrania.
La crisis energética y alimentaria causada por la guerra en Ucrania ha provocado una inflación que está testando la respuesta de Occidente, pero además deja muestras de un cambio gradual ya en transición. La globalización como proceso no ha terminado, pero sí permutado. Nos encontramos en una fase en la que la globalización está dando muestras de fragmentación, amenazando con derivar en una polarización que incremente las pugnas geopolíticas. Se han creado agrupaciones que convergen en intereses unas con otras y articulan alianzas circunstanciales, concentradas en cuestiones puntuales, pero que en términos geopolíticos aumentan la inestabilidad. Turquía, miembro de la OTAN, ha desempeñado un papel criticado en Siria, llegando a firmar asociaciones con Rusia e Irán (Cumbre de Astaná); en Libia, la UE y miembros de la propia Unión reconocen a Gobiernos diferentes. Por otra parte, las asociaciones entre países centroasiáticos y China, o de esta última con naciones árticas, pueden desembocar en una tensión con Rusia; del mismo modo que agrupaciones como QUAD o la reciente creada AUKUS va a tensar el espacio, ya efervescente, del Indo-Pacífico.
Los sucesos en Europa del Este, con la crisis energética y alimentaria, son el último escenario, pero aún hoy arrastramos las consecuencias de la pandemia; así como la crisis financiera de 2008 o las secuelas de la intromisión occidental en Oriente Medio; ejemplos que prueban la decadencia de un orden creado y regido desde el eje euroatlántico. Sin embargo, hoy nos encontramos ante un tablero geopolítico que descubre las debilidades de cada nación de tal forma que la confrontación y la incertidumbre se asoman como la tendencia más viable a un orden multipolar en el cual los actores, da igual su talla o capacidades, tiene las herramientas para debilitar y ser debilitados.
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