En estos tiempos convulsos muchas voces se muestran preocupadas por la salud de las democracias occidentales, se preguntan sobre la deriva que está tomando nuestra propia civilización y cuestionan hasta que punto estamos preparados para afrontar los cambios en los que desde hace un tiempo estamos inmersos y nuestra capacidad para manejar aquellos que de manera inminente se nos echarán encima.
Son precisamente los desafíos que nacen en el propio seno de las democracias, aquellos que no proceden del exterior, sino que surgen en el corazón mismo de las sociedades occidentales, los que mayores preocupaciones están suscitando desde hace algún tiempo y especialmente en relación con la capacidad de estas para prosperar o incluso sobrevivir a los cambios que tienen lugar en su propio ADN.
Dichos desafíos incluyen: el abuso del poder ejecutivo, la corrupción y el secuestro del Estado por parte de las élites políticas de uno u otro color; pero también aquellos otros que siendo propios de la gobernanza y originándose más allá de las fronteras propias, se convierten en cuestiones nacionales y debates socialmente polarizados en torno a determinadas cuestiones, como por ejemplo la inmigración o las formas en que abordamos fenómenos tan delicados y dramáticos como este. Proliferan en todos los espectros los argumentos y las soluciones simplistas para hacer frente a problemas y situaciones tremendamente complejos.
En este paisaje se advierten pruebas fehacientes de una cierta desilusión pública hacia la democracia y la consiguiente disminución de la confianza en las instituciones democráticas. Paralelamente, en los últimos tiempos hemos observamos un incremento de los movimientos ciudadanos que demandan nuevas plataformas y métodos para poner en práctica y experimentar con la democracia. Algo que tampoco está exento de riesgos.
En definitiva estamos tratando con la evolución de unos desafíos históricos y filosóficos que han sido heredados por las democracias contemporáneas y que conectan directamente con la capacidad de dichas democracias para abordar las diferentes problemáticas sociales y su resiliencia frente a las crisis y los cambios. En este contexto, los poderes económicos, políticos y sociales (especial atención al nexo entre estos dos últimos), tanto nacionales como transnacionales, pueden afectar la salud de la democracia y, si no se manejan correctamente, conducen a crisis que amenazan la supervivencia de la propia democracia.
Por lo que respecta a los primeros, los desafíos políticos surgirían de las tendencias y fuerzas «antidemocráticas» latentes en la sociedad/grupo/individuo, especialmente cuanto se ven amenazados los intereses vitales de los ciudadanos. Normalmente se trata de actos deliberados, como pueda ser la restricción de libertades o prácticas democráticas por parte de líderes ávidos de poder que desprecian la oposición o temen perder sus privilegios; bien por la división, en ausencia de acuerdos políticos, sobre las reglas básicas que rigen el correcto funcionamiento del aparato democrático; o por patrones de comportamiento propios de aquellos liderazgos que favorecen la corrupción y el beneficio personal.
La combinación de cualquiera de estos factores con el “secuestro de la instituciones” figura entre los principales desafíos que darían lugar a un retroceso democrático provocado desde dentro. Hoy en día a la inmensa mayoría les es familiar la figura de uno u otro líder político que enarbola la bandera de la democracia para enriquecerse personalmente o para ejercer el poder a través de toda una red de adeptos estratégicamente designados.
Estos desafíos tomarán la forma de fraudes electorales o amenazas a la integridad de los procedimientos electivos, podrán ser identificados por el uso de una virulenta violencia política en contra de la oposición o bien a través de un desmedido intervencionismo de lo político en el ámbito personal/íntimo, también serán reconocibles por la existencia de unas desigualdades sociales en expansión y basadas en un clientelismo identitario que premia a los que piensan igual y condena al ostracismo a los divergentes.
Los desafíos económicos pueden actuar tanto a favor como en contra de la democracia. La crisis pueden ser vistas como oportunidades y terminar por transformarse en el detonante para reclamar una mejor democracia. Sin embargo, cuando se combinan con los desafíos políticos descritos anteriormente, los desafíos económicos (desigualdad, exclusión social, pobreza extrema) socavan las percepciones de los ciudadanos sobre la legitimidad del estado y la capacidad de la democracia para superarlos.
Actualmente los factores sociales acaparan gran parte de la atención de los expertos debido a una renovada capacidad para ejercer presión sobre los sistemas democráticos. Las normas sociales que favorecen únicamente a determinados colectivos o sexos, la discriminación generalizada y las desventajas a las que se enfrentan determinados grupos, son vistas por muchos no solo como un desafío ético para alcanzar la verdadera igualdad, sino como una vulnerabilidad que puede derivar en un devastador conflicto social interno.
Si bien la diversidad en la sociedad, en cualquiera de sus formas, no está directamente asociada con la inestabilidad democrática y puede por contra proporcionar enormes beneficios para el desarrollo y el progreso de una nación, la movilización social basada en identidades, sean cuales sean, puede amenazar la calidad de una democracia y paradójicamente provocar desigualdades adicionales que habrá que sumar a las que se intenta combatir.
Una polarización social extrema no solo supone una amenaza para la exigencia democrática que huye de cualquier posicionamiento radical, sino también para la búsqueda de compromisos o para la configuración de espacios políticos propios de los sistemas democráticos donde todas las voces tengan cabida. Esta polarización incrementa el riesgo de conflicto y dificulta los procesos inherentes a la democracia, por ejemplo la formación de coaliciones.
A lo largo y ancho del mundo hemos visto como la polarización social ha afectado de manera significativa la capacidad de la democracia para gestionar los conflictos y contribuir a la puesta en marcha de enfoques pragmáticos que resuelvan los problemas de verdaderamente afectan a los ciudadanos.
En la actualidad hablar de búsqueda de consenso o compromiso entre aquellos que se supone que persigue un mismo fin aun a través de diferentes medios o caminos resulta poco menos que imposible. Un escenario en el que aquellos que no piensan como uno mismo son catalogados automáticamente como enemigos. Un contexto de verdades absolutas y donde no existirían caminos intermedios, ni nuevas sendas a explorar mediante la cooperación.
Finalmente, muchos de los desafíos que afectan a la democracia están vinculados a condiciones o presiones que emanan de más allá de las fronteras del país. Muchos países han visto que las presiones migratorias tienen un fuerte efecto directo o indirecto sobre la democracia, en parte debido a los efectos de la migración en la polarización social. Si bien se muestra en general que la migración tiene un efecto neto positivo en las sociedades, en términos de desarrollo y quizás una experiencia de vida multicultural enriquecida, los flujos migratorios no regulados, los debates sobre la política de inmigración y las respuestas han creado nuevas tensiones para muchas democracias en todo el mundo.
Cuando estos desafíos no se abordan o se abordan de manera inadecuada, pueden precipitar en crisis con implicaciones locales e incluso globales. Estas crisis a su vez generan una serie de problemas inmediatos y que requieren respuestas rápidas y efectivas, algo que no siempre resulta fácil de poner en práctica. A nuestro alrededor tenemos numerosos ejemplos de: malas decisiones políticas (involuntarias o premeditadas), debilidad institucional, violencia electoral o política, terrorismo en todas sus formas, etc.
Las mismas voces que se muestran preocupadas por la presunta fragilidad de nuestra democracia, también alertan del peligro de provocar una crisis constitucional con todo lo que ello conlleva. En este caso existe una más que probada constancia de la propensión a la violencia, a la guerra civil y a la violación sistemática de los derechos humanos que se da en este tipo de supuestos.
Es esa voz interna que nos dice: “Todavía estamos a tiempo de arreglar todo esto”.
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