Según el Centro Europeo para la Prevención y el Control de Enfermedades (ECDC), la nueva variante de COVID-19, llamada ómicron y detectada en Sudáfrica, representa un riesgo de “alto a muy alto” para Europa. Son varias características de esta variante las que preocupan a los expertos: la incertidumbre en torno a la efectividad de las vacunas ante sus treinta mutaciones; y su contagio, que podría incrementarse en comparación con la variante delta, la predominante en todo el mundo desde hace meses.
El pasado viernes saltaron las primeras alarmas por esta nueva variante, y este fin de semana ha comenzado a extenderse por Europa. Bélgica ha sido el primer país europeo en detectar la presencia de ómicron dentro sus fronteras: una persona no vacunada que volvía de Egipto vía Turquía, según informaron autoridades belgas. En al menos seis países de la Unión Europea se han informado de contagios con la nueva mutación.
En 2019 sonaron las alarmas sobre una nueva enfermad en Wuhan, y para cuando los países reaccionaron ante este hecho, el virus ya se había extendido por todo el mundo. Sin embargo, en esta ocasión ante la reciente identificación de la nueva y potencialmente peligrosa variante del COVID-19 en Sudáfrica, la reacción ha sido inminente y las restricciones de vuelos se anunciaron en cuestión de horas. De hecho, muchas de ellas se dieron incluso antes de que la Organización Mundial de la Salud (OMS) bautizara a la nueva variante con el nombre de ómicron.
La labor y la transparencia de las autoridades sanitarias sudafricanas han sido ejemplares. El hecho de que ómicron haya sido reconocida como una auténtica amenaza desde sus primeros compases, es una muestra de que el mundo ha aprendido a hacer frente a las pandemias tras dos años de dramática lucha. No obstante el hecho de que ómicron se haya detectado relativamente pronto, solo puede significar que su verdadera naturaleza y por ende su verdadera peligrosidad están todavía por determinar.
Una tarea pendiente consiste en responder a las preguntas más apremiantes. La más importante es saber si ómicron desplazará a la variante delta, que está provocando 2,5 millones de casos a la semana solamente en Europa. Los primeros indicios en Sudáfrica sugieren que su propagación es muy rápida, y la posibilidad de que se haya extendido podría explicar los casos que se están dando esporádicamente en el resto del mundo (13 en los Países Bajos, 3 en Gran Bretaña, 2 en Dinamarca y Australia y 1 en España, junto con más de 1.000 casos sospechosos).
Sin embargo, debemos tener en cuenta los factores que dificultan la situación: el nivel de inmunidad en Sudáfrica es considerablemente bajo y el pico de casos registrados rondaba alrededor de 1% en julio. Este hecho podría jugar a favor de la nueva variante, contribuyendo a su rápida difusión. Otras variantes, como Gamma y Lambda, también amenazaron con ser potencialmente peligrosas durante un período de tiempo antes de desvanecerse.
Otra cuestión es si ómicron puede causar una enfermedad grave, dado que los primeros informes sobre casos leves en Sudáfrica no son concluyentes. Uno de los posibles motivos tendría que ver con que la mayoría síntomas se han dado en personas jóvenes, que generalmente son menos vulnerables a todas las variantes del COVID-19.
En este sentido para establecer una comparación con otras variantes, los científicos necesitan investigar una cantidad suficiente de casos en un rango de edades mayor y también en personas con afecciones secundarias (principalmente enfermedades renales y diabetes, ya que se sabe que facilitan un contagio más peligroso del virus). Una de las variables que debemos tener en cuenta es que si ómicron finalmente resulta menos virulento que la variable delta pero más infecciosa, podría provocar un aumento de ingresos hospitalarios y de muertes. Los expertos reconocen que la evaluación de la gravedad de ómicron podría llevar de uno a dos meses.
Una tercera cuestión es el grado de protección que ofrecen las vacunas y los medicamentos contra el COVID-19. Los motivos de preocupación son sobre todo teóricos. ómicron cuenta con aproximadamente 30 mutaciones de la proteína espiga, algunas de las cuales se cree que facilitan que las partículas del virus entren en las células humanas, y otras que frustran los ataques de los anticuerpos. Además hay alrededor de 20 mutaciones en otras partes del genoma viral que también pueden ser peligrosas.
Existen pruebas de que personas vacunadas con todas las dosis también contraen la enfermedad, aunque esto no es sorprendente. Lo importante de esta cuestión es la frecuencia con la que se dan estos casos, la facilidad con la que se transmite y, sobre todo, la proporción de personas que acaban en cuidados intensivos y en una muerte prematura. Puede ser que finalmente ómicron no acabe convirtiéndose en una variante de extrema gravedad. Pero aun así, los gobiernos deberían estar preparados en caso de que lo haga.
Otra tarea a las que se deben hacer frente tiene que ver con las empresas farmacéuticas y su capacidad para fabricar nuevas vacunas. La dificultad en este materia pasa por las muchas mutaciones de ómicron y por el tiempo de fabricación y distribución de dichas vacunas. Queda por ver hasta qué punto la administración de nuevas vacunas es la solución. Los expertos prefieren poner el foco en la importancia de programas de protección eficaces ante las variantes existentes y alertan acerca de las consecuencias que podría tener volcar demasiados esfuerzos en una variante todavía desconocida.
Mientras tanto, los gobiernos podrían acelerar estas acciones de refuerzo suponiendo, de forma razonable, que las vacunas actuales confieren menos protección contra esta nueva amenaza. En cualquier caso la creación de nuevas vacunas tienen sentido tanto si ómicron prolifera como si no, teniendo en cuenta que la variable delta está actualmente arrasando Europa y vuelve a ser una amenaza para Estados Unidos.
Si ómicron comienza a extenderse, los gobiernos tendrían que recurrir nuevamente a soluciones no farmacéuticas: el uso de mascarillas, el distanciamiento social, el trabajo telemático o mejorar la ventilación de las instalaciones. Además si resulta ser mucho más infecciosa que la variable delta, los esfuerzos necesarios para evitar su propagación deberán ser más intensos. El confinamiento debería ser el último recurso, reservado solamente para cuando el volumen de casos sobrepasa las capacidades del sistema sanitario.
Para que estos movimientos resultaran prácticos, los gobiernos deberían saber cuándo actuar, y esto depende en gran medida de la forma en la que se propaga la nueva variante y el conocimiento sobre la misma. En este sentido, las pruebas de PCR no parecen detectar uno de los genes diana al tratar con la variable ómicron debido a la mutación de su genoma. Pese a ello, las pruebas PCR son más rápidas y económicas de realizar que una secuenciación completa del virus, por lo que podrían ser válidas como guía a la hora de seguir la pista a la nueva variante.
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