Los sucesos en Ucrania han acabado por dinamitar las expectativas políticas, sociales, económicas y militares de las últimas dos décadas. Sin cerrar las secuelas de la pandemia, el mundo encara el impacto de una guerra en el corazón de Eurasia que golpea la economía global sin poder vaticinar la profundidad de sus consecuencias. Es así que la geopolítica sube su cotización, amén de su habilidad para destapar debilidades y confirmar fortalezas en cualquier escenario, a cualquier escala, sin exclusiones. Un contexto que también ha dejado patente la habilidad de ciertos actores para hacer de la incertidumbre una oportunidad.
La República turca es de esas naciones que han convertido una situación de tensión e inestabilidad en una oportunidad para sacar partido de sus atributos, tanto geográficos como diplomáticos. Una nación anclada entre Oriente y Occidente, que forma parte del eruptivo Oriente Medio y en posición de ser catalizador de escenarios actuales tensos como el mar Negro o el Cáucaso Sur, está obligada a hacer uso de una política ecléctica si quiere mantener cierta autonomía estratégica.
Los cimientos de tal idea fue concebida por quién sería el ideólogo de la morfología diplomática turca durante varios lustros, Ahmet Davutoǧlu. Este académico contemplaba la convergencia geográfica turca como una oportunidad para proyectar su influencia. Los lazos religiosos (comunidad sunní), la hermandad étnica (países de origen túrquico) y los antecedentes históricos del país con el Imperio otomano eran credenciales para articular una política exterior que erigiera a la nación en una potencia regional; desde Europa a Oriente Medio, y con una presencia creciente en el mar Negro, el Cáucaso sur y Asia Central.
La posición de Turquía le ha permitido articular una naturaleza geopolítica tan realista como multidimensional, dispuesta para influir en el marco político, económico y diplomático, amén de que sus vértices geográficos alcanzan diversas regiones que superponen intereses y riesgos para la seguridad de la nación. Así fue cómo el mantra de “cero problemas con los vecinos” pronto fue catalogada como “neootomanismo”, dadas las aspiraciones de la República turca por ganar peso en sus regiones circundantes. La estrategia vertebrada por Ahmet Davutoǧlu durante el asentamiento del AKP en el poder no dio los resultados previstos, lo que acabó propiciando la retirada política del académico en 2016. Sin embargo, su idea sentó las bases para articular una política exterior más incisiva que no renegaba de la necesidad del uso de la fuerza. A partir de entonces se potenció una diplomacia más agresiva que capitalizaba la cooperación y el diálogo, pero también seguía una línea más dura que contemplaba el empleo de la fuerza militar, como se vería en Siria en los años siguientes. Esta visión estaría condicionada también por el fallido intento de golpe de Estado de julio de 2016.
Mevlüt Çavusoǧlu, el actual ministro de Exteriores turco, ha conferido otro tono a la diplomacia, pero dando continuidad a la morfología flexible y diversificada ideada por su predecesor. Un planteamiento que aspira a hacer de Turquía un agente indispensable en el panorama internacional, mientras se erige por fuerza propia en las regiones de las que forma parte. Es así que hoy esta fórmula ha derivado en una política exterior capaz de ser la clave en el desbloqueo de una negociación (Ucrania), como el responsable de operativos militares que añaden inestabilidad a la región (Siria).
El enfoque euroasiático en los últimos años, tras la denostada respuesta de diversos líderes europeos al ingreso de Turquía en la UE, se ha visto reflejado con las asociaciones en marcos estratégicos, como la energía o la industria de defensa, con países en otro tiempo rivales intratables: las relaciones con la Federación rusa es el ejemplo más evidente.
En fechas más recientes, dos acontecimientos han incitado a Turquía a demostrar su papel internacional: el verano de 2021 con la retirada definitiva de las tropas occidentales de Afganistán y, especialmente, la guerra en Ucrania el pasado febrero. Estos dos sucesos han permitido a la República de Asia Menor reafirmar su condición de agente capital en menesteres de Oriente. Tal proyección ha quedado constatada por la incipiente industria de defensa turca, que se ha convertido en otro argumento geopolítico que proporcionará a la nación un salto cualitativo en el panorama internacional y cuyo margen de expansión se vaticina notable.
Toda la transición que vivió la nación anatolia a comienzos de siglo hoy está consolidada, sin embargo, puede entrar en otro ciclo si las próximas elecciones deparan un cambio de liderazgo. La economía renqueante, marcada por una desmesurada inflación, será el elemento que dicte sentencia; los logros en política exterior de Tayyip Erdogan no será capital político suficiente para convencer a las masas de su continuidad al frente del Gobierno turco.
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Oriente Medio
Se trata del área más convulsa y compleja del entorno al que Turquía pertenece por el grado de solapamiento de intereses, en muchos ocasiones contrapuestos, que la región encierra. Región, además, en la cual el país otomano alberga grandes aspiraciones como potencia. Sus fricciones con Arabia Saudí e Irán – y en menor medida con Egipto, y sin incluir a Israel – demuestran las características de la diplomacia turca, así como la complejidad de Oriente Medio, al desarrollar relaciones con actores que son al mismo tiempo socios y rivales.
Irán es otra potencia regional con una influencia enraizada en el orbe musulmán, concretamente en torno al arco chií. Se ve materializado en la capacidad de incidir sobre grupos y entidades – en Líbano, Siria, Iraq, Yemen y Gaza – y en las guerras subsidiarias (proxy wars) extendidas por todo Oriente Medio. Las sanciones impuestas al país persa le impiden ser un exportador energético de mayor calado con vínculos económicos más importantes con países necesitados de energía, como Turquía, cuya proximidad geográfica y frontera común supondría un beneficio mutuo fácilmente alcanzable. La relación entre ambos se basa en la necesidad, tanto en clave económica como geopolítica: Siria, el Cáucaso o la cuestión kurda son los principales temas que justifican la fluidez diplomática entre Ankara y Teherán.
El escenario más relevante para ambos es el de Siria –que incluye el tema kurdo – y las consecuencias de su reconstrucción como Estado. Al principio de la guerra civil Turquía proporcionó apoyo a las facciones rebeldes contra el régimen de Al-Asad, pero tras ver el empoderamiento de las facciones kurdas del YPG en el país árabe– ligadas con el PKK – Ankara decidió reorientar sus prioridades y alinearse con Rusia e Irán. Desde entonces, el papel de Turquía en Siria está supeditado a los tiempos marcados por Rusia.
Arabia Saudí es otra fuerza a considerar de Oriente Medio, con la cual el Gobierno liderado por Erdogan ha comenzado a propulsar sus vínculos en el último año a través de acuerdos económicos. Una relación táctica con beneficio mutuo y que en nomenclatura geopolítica aporta cierta estabilidad a la región. Esta línea de acción desde Ankara también se ha extendido a otras naciones como Emiratos Árabes Unidos o Egipto, todas alineadas en el bloqueo a Qatar entre 2017-2021. Y es que esta última ha sido socio estrecho de Turquía en el último lustro durante el cual los vínculos comerciales han resultado primordiales para ambas economías.
Además, Doha y Ankara comparten postura respecto a las guerras en Libia y Yemen, así como la visión sobre el islam político, razón por la que han sido actores intermediarios que gozan de cierta influencia en agrupaciones de este perfil dentro del mundo musulmán. La visión en torno al islam político, vinculado a los Hermanos Musulmanes, ha supuesto para Turquía una razón tanto de tensión como de reputación. Se trata de una posición que ha enturbiado en sobremanera las relaciones con la mayoría de las monarquías del Golfo (Arabia Saudí, Bahréin y EAU) y con Egipto por la amenaza que representa este movimiento para tales países. No obstante, desde el fin del bloqueo a Qatar, las relaciones con estos países se han encauzado a modo de pactos comerciales.
Ahora bien, de todas los asuntos que conciernen a Turquía en Oriente Medio la cuestión kurda es su máxima prioridad. Los kurdos se reparte entre cuatro Estados (Siria, Iraq, Irán y Turquía) y es en el sureste de la península de Anatolia dónde se concentra su grueso demográfico. El futuro de este pueblo (el mayor sin Estado propio) representa para Turquía tanto un asunto endógeno como capital para su política exterior; condiciona las pautas políticas entre partidos (sobre todo de la oposición), al mismo tiempo que marca las relaciones con los Estados circundantes que también albergan comunidades kurdas.
Asimismo, los organismos kurdos tienen su propio juego de alianzas. El AKP ha articulado una fructífera relación con el Gobierno Regional del Kurdistán iraquí. Su líder, Masud Barzani, ha sido una figura clave en los vínculos entre Erbil y Ankara. Por otro lado, los kurdos de Siria del YPG, por su afinidad con el PKK son, a ojos del Ejecutivo turco, la mayor amenaza para el país. De ahí la inversión militar y el capital político que ha arriesgado Ankara en los operativos en la frontera que comparte con Siria e Iraq.
Rusia
La relación entre Turquía y Rusia arrastra una confrontación histórica. La lucha entre los Imperios ruso y otomano se perpetuó durante siglos y dejó un poso de desconfianza en la élite turca que impulsó al país a ingresar en la OTAN en 1952. Ya en este siglo, la relación entre Turquía y Rusia ha estado marcada por la afinidad entre sus líderes, que ha servido para encauzar una relación que ha tenido momentos críticos – como el derribo del avión ruso o el asesinato del diplomático ruso en Turquía –, resueltos gracias a la cercanía entre Tayyip Erdogan y Vladimir Putin.
Hoy más que nunca, los intereses de Rusia y Turquía convergen hasta el punto de encaminarse hacia un grado de necesidad mutua sin precedentes. Rusia es potencia energética, materia que tanto necesita la República turca, desde el gas hasta nuclear (Rusia ha estado detrás del desarrollo de la infraestructura nuclear turca). Por su parte, el Kremlin busca países que no compartan la política occidental respecto a la imposición de sanciones, como Turquía que, además, se ha convertido en un salvoconducto para el capital ruso.
No se puede pasar por alto la variedad de intereses y áreas de influencia en las que coinciden ambas naciones: Asia Central, Cáucaso, Oriente Medio y, hoy más que nunca, el mar Negro. Esto es una oportunidad de estrechar lazos, pero también encierra un riesgo de cara al futuro, especialmente cuando las relaciones entre los dos países se sustenta en torno a la cercanía de sus mandatarios. La implicación de Turquía en diversos temas relacionados con la guerra de Ucrania ha amplificado una necesidad recíproca, pero en sus propios términos: Erdogan ha proporcionado el espacio a las negociaciones y ha sido el artífice del desbloqueo logístico para la exportación trigo desde el mar Negro; también se ha negado a ejecutar el paquete de sanciones marcado por Occidente, pero simultáneamente ha vendido los vehículos aéreos de combate no tripulados (UCAV) turcos, Bayraktar TB2, a los ucranianos, que han demostrado su eficiencia contra las fuerzas rusas. Ankara ha jugado su papel sin decantarse, y a día de hoy nadie puede asegurar de qué lado se ha posicionado el dirigente turco. A Erdogan le interesa la estabilidad para la economía, pero también ha encontrado en el conflicto un nicho de mercado.
En plena guerra es complicado saber quién necesita más a quién. Es obvio que la tendencia, fuera de un contexto bélico, desarrollaría una relación asimétrica en favor de Rusia. Sin embargo, Turquía ha sabido elegir sus gestos diplomáticos y se ha posicionado como un socio necesario, ya que a corto y medio plazo al Kremlin le va a costar forjar ententes sólidas. No obstante, Moscú aún aún mantiene su posición de fuerza, el teatro sirio es un ejemplo, ya que Ankara está preparada para lazar otra operación, pero se ha encontrado con la reticencia del Kremlin.
Turquía y Rusia comparten varias áreas de influencia, pero en el contexto actual a ambos les interesa seguir la misma linea antes que la confrontación. Moscú ha ocupado históricamente la posición de fuerza, pero Turquía podría aprovechar el momento de guerra para ocupar paulatinamente –en términos de influencia – áreas de predominio ruso, como el Cáucaso Sur o Asia Central. En ambos escenarios el binomio Turquía-Azerbaiyán será un medidor a tener en cuenta.
La relación actual entre Rusia y Turquía se define por la afinidad entre sus líderes y por imperativos tácticos. Por ahora, las necesidades inmediatas de ambas priman ante cualquier giro estratégico. Se ha visto en Siria o en materia energética (gas, petróleo y nuclear) y financiera – todo el dinero que los rusos están intentando mover a Turquía para sortear las sanciones –, sin embargo, el papel creciente del país anatolio en el Cáucaso y Asia Central puede irritar en el futuro a Rusia. Por el momento, la relación actual mantiene un equilibrio con beneficios para ambos, pero es pronto para medir hasta qué punto Ankara concederá al Kremlin y, sobre todo, a cambio de qué. La solidez de esta entente no se medirá sólo por la afinidad de sus líderes, sino también por la presión y grado de apoyo que ambos reciban de sus socios más próximos, externos e internos.
Cáucaso Sur
El enfrentamiento que Armenia y Azerbaiyán han librado durante tres décadas en Nagorno-Karabaj ha tenido a Rusia como el actor mediador. Sin embargo, su papel ha estado marcado por la polémica por su implicación: supuesto defensor de Armenia, pero proveedor de armas a Azerbaiyán. De ahí que haya voces que claman por encontrar un nuevo intermediario que no tenga intereses directos en la zona. Turquía difícilmente podría ocupar este rol dada su compleja relación con Armenia, pero recientes contactos han bajado el tono de tensión y Ankara puede encontrar alguna manera de implicarse aunque sea de forma indirecta. En este escenario, aunque improbable, Turquía, que tiene un aliado en Azerbaiyán, puede hacer uso de su actual relación con Rusia para introducir a otro agente más imparcial. Si esto sucediera, Erdogan elevaría su cotización diplomática en la corte internacional y afirmaría el creciente papel de Turquía en otra región estratégica. Dicho esto, el papel de Azerbaiyán como fuente energética y espacio de tránsito va a ir incrementando en el mercado europeo, a raíz de la imperante necesidad de los países de la Unión por encontrar fuentes alternativas a la energía rusa. Es decir, la resolución del conflicto de Nagorno-Karabaj ha podido superado el interés regional. Un primer paso ha sido el acuerdo firmado el pasado julio entre Bruselas y Bakú, que abre la posibilidad de una asociación a largo plazo entre Azerbaiyán y Occidente. En consecuencia, una mayor necesidad de Europa del Cáucaso y Asia central confirmaría a Turquía como un socio necesario para Bruselas en otro punto geoestratégico.
Unión Europea
Hubo un tiempo en el que para Turquía era una prioridad integrarse en Europa a través de la Unión Europea. En su momento, líderes europeos de países como Francia o Alemania mostraron su reticencia, al mismo tiempo que Ankara tampoco cumplía con las exigencias pertinentes para su inclusión. Además, la proyección de introducir la masa demográfica de Turquía suponía alteraciones impredecibles para la estructura de la Unión. Sin embargo, la cuestión chipriota ha sido el perenne y mayor escollo en el camino a la entrada del país de Asia Menor en la Unión.
Posteriormente, la crisis de los refugiados sirios que Ankara usó como instrumento de presión política, la respuesta europea a la intentona golpista o las tensiones en el Mediterráneo Oriental fueron episodios diplomáticos que avivaron el rechazo hacia las políticas de la contraparte y hoy el futuro de Turquía en la Unión es una posibilidad remota.
Mediterráneo Oriental
Se trata de otro escenario en el que Turquía se ha visto alejada de Occidente. El descubrimiento de recursos naturales y el gaseoducto East Med ha estado rodeado de polémica. Turquía se sintió excluida del proyecto, lo que le impulsó a aplicar una política agresiva en busca de beneficios propios, legítimos a sus ojos, en el norte de la isla chipriota, que ocupa desde hace medio siglo. Tras varios episodios de tensión entre los implicados, la intervención de la Unión Europea en defensa de sus miembros – Grecia y Chipre – supuso otro punto de fricción y desconfianza entre la élite política europea y el Gobierno liderado por Tayyip Erdogan.
Este teatro tiene mayor importancia del aparente. La alteración de las cadenas de suministro a raíz de la guerra en Ucrania ya no sólo puede aumentar la cotización de estos yacimientos, sino el valor de Turquía como país de tránsito de los ductos que transportan gas y petróleo del Cáucaso al Viejo Continente. Por tanto, en materia energética, este país va a ser un actor clave para su importación desde el este a la Unión por via terrestre. Más aún hoy tras el reciente cierre del Nord Stream.
Estados Unidos
Desde la segunda mitad del siglo pasado, la élite política turca ha visto la relación con Estados Unidos como el vínculo estratégico necesario para salvaguardar los intereses geopolíticos básicos de la República. Sin embargo, tras el rechazo europeo y la falta de afinidad entre Erdogan y los presidentes estadounidenses la relación ha ido deteriorándose. Ésta se ha mantenido por intereses mutuos, pero la desconfianza entre los órganos de poder ha sido una constante. El punto álgido de las tensiones fue la negativa estadounidense (con una base legal detrás) de extraditar al líder del movimiento islamista Hizmet, Fetullah Gulen, a quien la dirigencia turca responsabiliza de la intentona golpista de 2016. Además, el apoyo norteamericano al YPG, liderado por kurdos del PYD – con vínculos con el PKK –, contra el régimen sirio ha sido otro choque de intereses estratégicos para Turquía.
En la última década se han ido sucediendo otros episodios de tensión. La compra de misiles antiaéreos rusos S-400 derivó en sanciones a parte de la industria turca y a la expulsión del país otomano del programa del F-35. Las relaciones entre Washington y Ankara se suavizaron levemente durante la presidencia de Donald Trump, pero sin cambiar el clima de desconfianza. Esta tendencia no se espera que cambie durante el mandato de Joe Biden, quien en años anteriores no dudó en hacer alusión al desvío autocrático del Gobierno turco. Sin embargo, ambos están destinados a mantener las formas: son los países con los mayores ejércitos de la OTAN y Turquía cuenta en su territorio con la importante Base Aérea de Incirlik. Además, en otra muestra de contradictoria necesidad, esta base almacena armamento nuclear táctico, prueba de la responsabilidad que le otorga la Alianza Atlántica al país de Asia Menor.
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A pesar de todo lo mencionado, el creciente papel de Turquía en la política internacional no sólo responde a aspiraciones geopolíticas. El contexto económico crítico que vive la República ha incitado al Gobierno del AKP a adaptarse a los acontecimientos con un papel más incisivo, a pesar de las posibles repercusiones a largo plazo. El flujo comercial que entra y sale del país anatolio se ha visto afectado por la guerra en Ucrania. De hecho, ambos contendientes son socios capitales de Turquía, lo que ha obligado a Ankara a extremar sus líneas de acción para encontrar fórmulas que minimicen el impacto en el país. La coreografía diplomática turca en los últimos meses ha conseguido desbloquear el grano turco, servir de enclave para la mesa de negociación, o alcanzar concesiones para la inclusión de Finlandia y a Suecia en la OTAN; en paralelo, también ha dado pasos para dar salida al capital ruso en un entramado financiero que la UE conoce, pero contra el que poco puede hacer actualmente. Un juego poliédrico, impredecible en su resultado, pero que no pasa desapercibido para ningún actor implicado que, en algún momento futuro en mejores condiciones, podrá pasar factura a Turquía por la actual juego diplomático.
Recep Tayyip Erdogan, durante dos décadas al frente del país, ha roto con los equilibrios de poder tradicionales de Turquía, a pesar de que los próximos meses debe encarar su mayor desafío político hasta la fecha en las elecciones de 2023. En cambio, de cara al exterior, ha sido capaz de incidir entre actores enfrentados, sacando partido de la ubicación de su país, de sus buenas relaciones personales y de alinear los intereses propios con los ajenos a cambio de concesiones políticas. La aceptación de la entrada en la OTAN de Finlandia y Suecia a cambio de condicionar las posturas de estos países respecto a la cuestión kurda y el movimiento Hizmet refleja las formas de un líder conocedor del valor geopolítico propio.
Turquía ha ido paulatinamente perdiendo afán por Occidente, a pesar de seguir cumpliendo y sacando partido de su pertenencia a la OTAN. Una vez que se ha enfriado la posibilidad de entrada en la UE, Ankara ha ido virando hacia el este con la idea de consolidarse como una potencia regional reconocida. Su posición geográfica impulsa a ello. Sus últimas actuaciones demuestran que puede ser indispensable tanto para Rusia como para Occidente sin afirmar una alianza definitiva con ninguno de los dos. Erdogan ha sabido moverse en la necesidad ajena para forjar una política exterior capaz de convertir el riesgo en oportunidad, depurando su narrativa y contemporizando sus maniobras políticas: sus reticencias previas a la Cumbre de Madrid a la entrada de Suecia y Finlandia en la Alianza Atlántica o el operativo militar que tiene dispuesto para el norte de Siria son pruebas de su habilidad para elegir los momentos para atraer el foco de la comunidad internacional; da igual si es a modo de crítica o de necesidad. El dirigente del AKP ha conseguido hacer de Turquía un agente necesario y sacar rédito por ello; sea sobre el futuro de Siria, la reapertura de conversaciones entre Kiev y Moscú o el ingreso de naciones en la OTAN.
El centro de gravedad de la geopolítica mundial está dirigiéndose hacia Oriente. Esto favorece actualmente a Turquía, cuya visión y pasos se dirigen cada vez más a una perspectiva euroasiática, aunque en paralelo saca rédito de su pertenencia a la Alianza Atlántica. Esta morfología diplomática multiplica la utilidad de Turquía, ya que es capaz de encontrar dentro de los equilibrios de poder internacional una posición tan particular como efectiva.
A modo de conclusión decir que Turquía ha vertebrado una diplomacia dotada de una flexibilidad necesaria para la política internacional. Una versatilidad que UE, por naturaleza, es difícil que alcance. Esta naturaleza en política exterior hace tan criticable como necesaria a Turquía, que mantiene relaciones fluidas con actores enfrentados en diversidad de escenarios. La capacidad de Erdogan de capitalizar sus asociaciones sin aliarse, de no desvincularse por completo de ningún actor estratégico, convierten a la República anatolia en un agente al que recurrir. El realismo se reafirma ante el orden multipolar al que nos dirigimos y en el cual naciones medianas, con gran influencia en contextos específicos, cobrarán más importancia por ese grado de influencia circunstancial: no demasiado frágiles para carecer de determinada autonomía estratégica ni demasiado grandes para suponer una amenaza a las potencias globales. El Gobierno turco ha mutado el tono de su diplomacia, no así su fondo: ha explotado la triangulación de intereses entre sus socios para posicionarse cómo el mejor en cada entente. Hacia Erdogan prima la desconfianza, pero se necesita de la posición internacional de Turquía en el contexto actual.
No obstante, las acciones exteriores de Turquía no sólo apuntan a una ambición de décadas, sino también a una necesidad imperante por revertir la economía del país, necesitado por encontrar cualquier vía de réditos inmediatos. Unos réditos para la economía que justifiquen la continuidad del propio régimen en torno a la figura de su líder. Dicho esto, el papel internacional de Turquía difícilmente será suficiente para dar la victoria al AKP en las elecciones de 2023.
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