Por G.B. D. Emilio Fernández Maldonado (R)
Publicado en ATENEA digital el martes, 12 de febrero de 2013.
Cuando hace unos meses se filtró a los medios la decisión del «cierre temporal» de la Academia por «no ser imprescindible» de acuerdo con los nuevos Planes de Estudios que se habían estrenado este curso en aplicación del Plan Bolonia, no pude por menos de sentir una desagradable desazón e incrédulo estupor.
Pasaron los días y la decisión fue matizada por parte de las autoridades militares que plantearon perspectivas menos agresivas. Este mayor y mejor conocimiento del tema y la objetividad que suele proporcionar el paso del tiempo, me permitió madurar la idea de que existían otros puntos de vista que, supongo, nadie había sabido, podido o querido suscitar por lo que, fiel a mi conocido compromiso con los suboficiales desde hace más de 35 años, me pereció conveniente y necesario ofrecérselos al ministro a través de un informe que le remití el pasado el pasado 4 de julio. Las bases que lo sustentaban lo constituyeron siete pilares: el histórico, el ideológico, el institucional, el social, el orgánico, el político y el económico, con un diferente tratamiento pues no todos influyen con la misma intensidad. Era mi granito de arena en un tema que me tiene muy sensibilizado y preocupado pues los efectos devastadores de una mala decisión no podrían reconducirse en muchos años.
En la larga existencia de los suboficiales que arranca en el lejano año de 1494 con la creación del primer sargento hasta el presente, han transcurrido 518 años durante los cuales la historia, objetivamente documentada, nos enseña que los suboficiales nunca fueron objeto de una atención personalizada y generosa por parte de la Institución militar. En este tiempo, nunca, repito, NUNCA los suboficiales tuvieron un centro de enseñanza específico para su formación hasta que en 1974 se creó la AGBS y comenzó una satisfactoria aventura de construcción de un marco educativo nuevo que intentaba recompensar con creces aquellos olvidos, fijando las condiciones más adecuadas para responder a los nuevos retos a los que se enfrentaban las Fuerzas Armadas como consecuencia del papel de España en la nueva situación mundial que se preveía.
La creación de la «Básica» constituyó uno de esos momentos estelares en el futuro de cualquier ejército, pues sentó las bases para reconducir un devenir errático y discriminatorio que resultaba insostenible para un colectivo que sumaba más del triple de efectivos que el de los oficiales y que necesitaban la configuración de un marco común que englobara al conjunto de los suboficiales, haciendo abstracción de otras consideraciones, con el objetivo de crear un espacio propio donde reunir tradiciones y esfuerzos, donde crear un estilo propio, donde compartir ideas e ideales, donde unir pasado y presente, para conformar un futuro único que los distinguiera y prestigiara.
Su formación había estado sujeta a las enseñanzas que propiciaba la guerra continua en la que España estuvo inmersa hasta que, muy tímidamente, a mediados del XIX, hicieron aparición las escuelas regimentales y academias preparatorias que les facilitaron los conocimientos necesarios para poder acceder a los sucesivos empleos que se fueron creando. Al compás de la historia militar del entorno europeo y americano en los que se desenvolvía la vida de nuestros ejércitos, los suboficiales nacían, se desarrollaban y morían en el seno de su unidad, influenciados por un fuerte sentido de pertenencia a su Arma, Cuerpo o Especialidad, sin apego alguno al compañero que podían tener a su lado pues ni tan siquiera vivían juntos y, menos aún, combatían juntos. Eran unos perfectos desconocidos, extranjeros unos de otros.
Con la Básica se intentó decantar los anhelos, no sólo de los propios suboficiales, sino también los de la Institución que, en aquellos momentos, ya preveía un mundo más globalizado, más solidario, con renovados ejércitos que no podían seguir teniendo mandos inferiores mal formados, desunidos, víctimas de diferentes sistemas de formación y promoción, que lo único que propiciaban era el victimismo, la protesta lastimera, la discriminación y, soterradamente, el malestar, el resentimiento y la confrontación con el compañero presuntamente más beneficiado. Al mismo tiempo, además, se fomentaba el espíritu de promoción, ese espíritu que los oficiales hemos elevado a la enésima potencia como fuente inagotable de la expresión más genuina del compañerismo.
El «estilo» de la Básica, tan genialmente definido en 1979 por el teniente general Buigues, tercer director de la Academia, ha marcado su devenir y el de los más de 24.000 sargentos egresados que expandieron por el mundo una forma de entender la profesión, una forma de ser y estar que, como todos sabemos, es un ejemplo en eso que eufemísticamente llamamos nuestro entorno.
La Básica puede seguir donde ahora se encuentra o en el más remoto rincón del solar patrio, pero debe seguir existiendo pues su desaparición sólo reportaría problemas al retrotraernos al espíritu de Arma, al estrecho margen que ofrece el contacto con muchas academias, algunas de ellas con una ocupación mínima, en las que se creará una especie de «gueto» intelectual, profesional y afectivo entre sus escasos componentes. No olvidemos, tampoco, que cuando coincidan en sus destinos, asistiremos al desastre pues convivirán y trabajarán suboficiales que ni un solo día han compartido una enseñanza homogénea, que no tendrán tradiciones ni recuerdos comunes, que serán herederos de historias diferentes sin ningún nexo de unión con sus orígenes hace 518 años.
En posteriores artículos trataré de los otros pilares a los que antes me refería, terminando este primero haciendo alusión, de pasada, a los dos últimos que también alimentan la idea de dar continuidad a la Academia. El primero, al que podríamos llamar «político», se decanta hacia la idea de que lo más práctico, barato y lógico es conservarla donde está, demostrando el acierto que se tuvo hace 38 años cuando, al ubicarla en Cataluña, se rompió por primera y única vez la costumbre, por llamarla de alguna manera, de situar los centros de enseñanza militares del Ejército de Tierra en ambas Castillas o Aragón.
El segundo, el económico, una única reflexión: si la Academia no es necesaria no viene a cuento hablar del ahorro que supondrá su desaparición. Y si es necesaria, tampoco importará que cueste mucho o poco.
Entiendo que hay soluciones si se tiene la voluntad de encontrarlas y, por eso, animo a buscarlas para garantizar no solo su existencia sino para potenciarla definitivamente para que nunca más pueda encontrarse en una situación semejante a la actual.
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