Por D. Antonino Castañer Llinares.
Desde los trabajos del Padre de Leturia[1] sobre las relaciones entre el Vaticano e Hispanoamérica, pocas investigaciones nuevas existen sobre un tema difícil de desentrañar.
Sin embargo, hay algunas constataciones que pueden hacerse: una vez más la actitud de España y de su Rey complicaron una situación que Portugal respecto a Brasil e Inglaterra respecto a Estados Unidos, supieron simplificar por medio de un reconocimiento más oportuno. El patronato hacía de Madrid, recodémoslo, la capital religiosa del Imperio. Otra constatación es que los Papas sucesivos[2] no solamente actuaron como Jefes de la Iglesia sino también como soberanos temporales europeos. Una tercera constatación es la incomodidad de la Santa Sede durante el período. Ella debía resolver un problema práctico: ¿cómo mantener una estructura eclesiástica y, en particular, nombrar obispos, cuando tanto el lado español como los insurgentes, reclamaban para sí el derecho del patronato? ¿Cómo hacerlo, además, si al mismo tiempo el Papa quería hacerlo desaparecer?
Estas limitaciones y, sin duda, una cierta lucidez frente a los acontecimientos, no impidieron a Roma mantener la misma línea de conducta durante todo el conflicto: el firme repudio de la independencia hasta que la metrópoli la hubiera reconocido. Mientras tanto, la Santa Sede tomó algunas medidas tranquilizadoras adaptadas al momento.
El 30 de enero de 1816, el Breve Pontificio Etsi longuissimo condenó muy claramente la empresa americana, calificada de revolución impía. Estamos en plena reacción española y el texto lanza una mirada retrospectiva sobre una crisis que parecía a punto de resolverse. Ocho años más tarde, a dos meses de la Batalla de Ayacucho, la Bula Etsi Jam Diu, del 25 de septiembre de 1824, condena en términos mucho más prudentes, la aventura de la independencia, invitando al pueblo a defender la religión y el «poder legítimo»: en España el segundo período absolutista acababa de comenzar luego de la revolución liberal de 1820-1823. Fernando VII encontró, por lo demás, que la formulación del texto era demasiado ambigua. La Bula llegó a América luego de la derrota española y fue desautorizada por una parte del episcopado que pretendió que se trataba de una falsificación.
Paralelamente, los intentos de algunos emisarios de los nuevos Estados, que buscaban el reconocimiento de la Santa Sede, fracasaban uno tras otro. Los emisarios americanos lo intentaron desde muy temprano, a pesar de que eran perfectamente conscientes de la dificultad en lograrlo debido al poder temporal del Papa. Así, en 1819, los primeros enviados de Colombia, Fernando Peñalvez y José Vergara tenían la misión de discutir con el Papa «en tanto cabeza de la Iglesia y no corno Jefe Temporal de las legaciones pontificias»[3]. No fueron recibidos. El emisario de Bolívar, Ignacio Sánchez de Tejada, debía salir de Roma e incluso de los Estados Pontificios, luego de una gestión de la Corona española. En marzo de 1826 fue recibido nuevamente luego que el representante del Imperio de Brasil, Francisco Correa Vidigal fuera oficialmente acogido.
Entre tanto, el papado intentó no perder el contacto. Rafael Lasso de la Vega, obispo de Mérida, nativo de Panamá, acercado a la causa de la independencia por el liberalismo español de 1820, escribió una carta a la Santa Sede a instancias de Bolívar. El 7 de septiembre de 1822, el Santo Padre le respondía una carta que diferenciaba entre lo temporal y lo espiritual y que no desautorizaba la independencia. Esta línea de conducta dictará la acción de la primera misión enviada por el Papa a la América independiente, conducida por Monseñor Giovanni Muzzi, designado como Vicario Apostólico in partibus, es decir, ignorando el hecho el patronato[4]. Su objetivo secreto era escoger los sacerdotes susceptibles de llenar los puestos que quedaban vacantes por las muertes y, sobre todo, por el retorno a España de los obispos peninsulares. El tiempo apremiaba. El secretario de Estado Consalvi escribió que «si hubiéramos esperado más, nuestro Vicario Apostólico tal vez habría encontrado el país lleno de metodistas presbiterianos y tal vez incluso adoradores del sol»[5].
Acompañado por el joven Giovanni María Mastai Ferretti (futuro Pío IX), que será de esta forma el primer Papa en conocer América Latina, Muzzi (todo, salvo un diplomático), desembarcó en Buenos Aires en los primeros días de 1824. Todo salió mal con el gobierno de Bernardino Rivadavia, quien le pidió continuar su camino. Rivadavia era menos un anticlerical que un gobernante deseoso de contar con una Iglesia nacional. En Santiago de Chile pasó 16 meses y no pudo evitar mezclarse en las querellas internas de un país que aplicaba entonces una política de laicismo relativo. Aunque consiguió comunicarse con numerosos sacerdotes y acallar, según Mastai, a los «jansenistas» que atribuían a la autoridad civil y a la autoridad eclesiástica subalterna, las facultades reservadas al Papa[6]; no pudo arreglar la cuestión esencial: el nombramiento de obispos. Para entonces no quedaba en Chile más que un viejo español realista recusado por el gobierno. El Vicario debió regresar a Montevideo evitando el paso por Buenos Aires.
El combate de retaguardia duró todavía un largo tiempo más. Pero desde el fin de los combates la posición del Vaticano fue más pragmática a pesar de la gran contrariedad de Fernando VII, de quien hubo que esperar la muerte, en 1833, para que la situación se apacigüe totalmente. En enero de 1827, gracias a las hábiles maniobras de Tejada, que hizo temer un cisma a la curia, León XII nombró dos Arzobispos y cinco obispos en la Gran Colombia y en Bolivia[7]. El embajador de España solo pudo obtener una concesión formal: se anunció que el Papa no había designado candidatos propuestos por algún «jefe de los rebeldes» (aunque ese fue, precisamente, el caso)[8].
Predominaba entonces en el Vaticano la idea de que el patronato no tenía herederos y, por lo tanto, el poder volvía a su fuente, es decir al Papa, que podía, pues, nombrar libremente los obispos (los gobiernos americanos no dudarán luego en sostener la naturaleza laica del patronato). Otra manera de presentar las cosas era simplemente nombrarlos de motu propio o considerar que se trataba de obispos in partibus sin plantearse la cuestión de la presentación de candidatos por el gobierno. Madrid respondió con la expulsión del nuncio y, de nuevo, esperó. Pío VIII se contentó con aprovechar la normalización de las relaciones con Brasil para enviar, en junio de 1830, un nuncio (el arzobispo Pietro Ostini), con el título de «delegado apostólico para América del Sur y la Provincia de México». Pero este delegado no pudo hacer nada.
Desde la primera asamblea de cardenales que siguió su elección, el nuevo Papa Gregorio XVI, luego de una amplia preparación realizada por el obispo Vásquez, nombró seis obispos en México entre los cuales al propio Vásquez en Puebla (21 de febrero de 1831). ¡Todos fueron presentados por el gobierno mexicano! La encíclica Sollicitudo ecclesiarum confirmaba el derecho de la Iglesia a actuar así para defender sus intereses. Al año siguiente fueron nombrados los obispos de Santiago y Buenos Aires. A partir de 1833 se reconocieron las nuevas repúblicas (México en 1836, Ecuador en 1138, Chile en 1840). Decisiones tardías porque el daño estaba hecho. En muchos lugares, en efecto, la Iglesia sufrió por la falta de prelados. Uno puede preguntarse si en ciertos países, en especial México, el anticlericalismo no proviene, en parte, de las reacciones nacionales frente a este comportamiento de Roma y de una parte del alto clero cuando ya la independencia era un hecho consumado. Dicho esto, la Iglesia encontró también en esta soledad, una mayor fuerza para unirse con los nuevos y débiles Estados de esta América balkanizada.
[1]P. de Leturia, Relaciones entre la Santa Sede e Hispanoamérica, Roma, Caracas, 1959-1960, 3 tomos; y La emancipación hispano-americana en los informes episcopales a Pio VII, Buenos Aires, 1935.
[3]John Lloyd Mecham, Church and State in Latin America. A History of Politico-ecclesiastical Relations, Chapel Hill. 1966. p 66
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