Por D. Juan del Río Martín.
La principal conclusión que se obtiene de lo que exponíamos en el anterior artículo, es que en el conflicto al que hoy nos enfrentamos, el enemigo no constituye una unidad militar, al menos al estilo clásico, ni está desplegado en un espacio tangible determinado, antes bien, estará integrado por organizaciones con estructura de red; no tendrá, normalmente, una retaguardia ni un despliegue de combate con un soporte geográfico, sino que estará «implantado» en el tejido social urbano, en el que, en multitud de ocasiones, lo encontraremos ocupando un apartamento en un bloque de pisos, en un barrio popular densamente poblado, actuando como un ciudadano corriente.
Asimismo, este enemigo empleará como procedimientos de combate, principalmente: la subversión, el sabotaje y el terrorismo, mediante acciones concretas de utilización de vehículos bomba, proyectiles humanos, lanzamiento de misiles portátiles o de granadas de mortero; todo ello de forma indiscriminada, sin respeto alguno a la edad y condición de las posibles víctimas.
Un enemigo que como sistema de comunicaciones utilizará las comerciales habituales en cualquier población del mundo y que se aprovechará de la «libertad de mercado» para atender a su logística económica o de armamento y que acudirá «al supermercado de la esquina» para satisfacer sus necesidades cotidianas de subsistencia.
Un enemigo que «vive» en un ambiente «caldeado» por los agravios «reales o supuestos» de la población a la que pretende defender, pero siempre distorsionados y presentados desde la óptica más favorable a sus intereses.
Un enemigo siempre presto a ofrecer a los medios de comunicación social los horrores provocados por las acciones agresivas de las fuerzas enemigas; escenas que se difundirán en breve tiempo por un mundo que se escandalizará por ellas y que decantará sus simpatías hacia los aparentemente débiles.
Un enemigo que «se ha instalado en el tiempo» y no tiene prisa por resolver el conflicto, ya que sabe que aquél trabaja a su favor.
La variedad de tipos de enemigo a los que potencialmente puede ser factible enfrentarse, impide definir unos procedimientos «estándar» para resolver las múltiples situaciones posibles, razón por la cual, mandos y tropas han de tener una formación integral cada vez más amplia así como una mente ágil y flexible, capaz de adaptarse a enemigos y escenarios cada vez más cambiantes. Superponiéndose a lo anterior, hay algo que será más indispensable, si cabe, que en las operaciones frente a un enemigo convencional, el disponer de un adecuado sistema de inteligencia.
Ante este complejísimo panorama, podríamos decir que las opciones de un jefe militar que manda una unidad convencional son muy escasas, dado que este enemigo no es objetivo para una unidad militar y las decisiones se van a ver afectadas por aspectos que, en multitud de ocasiones, son más políticos que militares, lo que nos lleva a determinar que la solución de un conflicto asimétrico no es exclusivamente militar, es más, en muchas ocasiones habrá que buscarla en la política, la economía, la religión, etc.
No obstante, cuando nuestras tropas actúen en un escenario diferente del territorio nacional, en muchos casos no tendrán más remedio que asumir todos esos papeles. En consecuencia, las unidades militares requerirán de la «adaptación» a las nuevas misiones que habrán de cumplir, así como una mentalización de mandos y tropa para enfrentarse al nuevo enemigo.
Esto nos lleva a la posibilidad de que las FAS, además de tener las capacidades militares clásicas, adquieran otras más «civiles» que las permitan adaptarse a la situación actual. Esto es así porque, en el momento presente se trata de resolver situaciones sociales y culturales com¬plejas en un ambiente hostil, las cuales requieren una preparación y unos métodos de ejecución diferentes a los que tradicionalmente han estado llamadas las FAS.
La actuación del Ejército israelí en el conflicto desarrollado en el Líbano entre el 12 de Julio y el 14 de Agosto de 2006, con motivo del secuestro de dos de sus soldados, provocó, además de grandes destrozos en ciudades e infraestructuras, según cifras del gobierno de Beirut: 1.187 muertos entre civiles y terroristas, y más de 4.000 heridos. Por su parte, Israel perdió 116 soldados y más de 50 civiles.
Estas cifras demuestran que las palabras pronunciadas por el político israelí Shlomo Ben Ami: «El valor de nuestra fuerza militar plantea un problema paradójico, el de su ineficiencia en las actuales circunstancias» aún no han obtenido una respuesta acertada.
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