Por G.B. D. Emilio Abad Ripoll (R).
No estaba acabando bien el siglo XVII para España. Nuestra Patria empezaba a perder territorios y prestigio, mientras que Francia llegaba, con Luis XIV, a su apogeo, e Inglaterra se estaba convirtiendo en la dominadora de los mares.
En Madrid, el enclenque aspecto y la enfermiza salud del que, aún sin saberlo, iba a ser el último de nuestros Austrias, Carlos II, disparaban las habladurías y hacían que todas las cancillerías de Europa mantuvieran la duda acerca de su capacidad procreadora, y por ende, de dar un heredero a la Corona española.
Pervivía, no obstante, la esperanza, por lo que se le buscaron esposas entre las más bellas princesas europeas como María Luisa de Orleáns, de 16 años de edad y sobrina de Luis XIV, que fallecería pronto, y Mariana de Neoburgo, una princesa alemana de 22 años. Pero en ambos casos no se produjeron los resultados deseados.
Ante la situación, el objetivo de las potencias europeas empezaba a ser el trono español y su Imperio. Y en esa disputa aparecían dos apostantes principales: Luis XIV de Francia, que jugaba la baza de su nieto Felipe d’Anjou, y el Emperador de Austria, Leopoldo I, que proponía a uno de sus hijos, el Archiduque Carlos.
Pero para desesperación de todos ellos, Carlos II hizo testamento en 1696 en favor de José Fernando de Baviera, nieto de una hermana del propio rey español y que contaba sólo 6 años de edad. Las Cortes francesa y austriaca se indignaron y se firmó el Tratado de La Haya, acuerdo entre Austria, Holanda, Francia e Inglaterra, por el que se respetaba el testamento de Carlos II, pero modificándolo, de manera que Francia ganaba Nápoles, Sicilia y Guipúzcoa, y Austria el Milanesado, que así, “por las buenas”, se restaban al Imperio español.
Carlos II sería débil de cuerpo, pero no carecía de dignidad. Hizo caso omiso del Tratado, se ratificó en los términos de su testamento y respondió enérgicamente a las Cortes signatarias en La Haya.
Pero la Historia siguió derroteros inesperados. El heredero, aquel José Fernando de Baviera, fallecía a los 9 años de edad, cuando a nuestro rey le quedaban meses de vida. Las consecuencias fueron obvias. Volvieron las pretensiones de Felipe d’Anjou y Carlos de Austria, y, claro, París y Viena rompieron su alianza.
El francés buscó los apoyos inglés y holandés, cosa que consiguió con la firma del Tratado de Londres, lo que causó la indignación del Consejo de Estado español, cuyas simpatías se empezaron a inclinar hacia el Archiduque austriaco. Pero Luis XIV amenazó con el desmembramiento de nuestro Imperio, y aunque puede que se tratase de un “farol”, hay que pensar en la fortaleza combinada de Francia e Inglaterra si se coaligaban contra España. Sea como fuese, el Consejo, ante el temor de ruptura del Imperio, cambió de opinión y se inclinó por Felipe d’Anjou.
Nuestro rey, en aquel triste otoño de 1700, firmaba un nuevo testamento nombrando heredero a Felipe. Y muy poco después, el 1 de noviembre, el pobre Carlos II fallecía cuando estaba a punto de cumplir los 39 años de edad.
Y de pronto Inglaterra y Holanda cayeron en la cuenta de lo que supondría la alianza borbónica entre España y Francia, por lo que decidieron pasarse al bando austriaco.
El 23 de enero de 1701 entraba Felipe V en España por Irún y Fuenterrabía, con entusiastas acogidas. Las Vascongadas y Navarra estaban junto a Castilla en su lealtad hacia el nuevo Rey, lo que les valdría más adelante conservar sus privilegios y fueros pese a la política uniformadora que se recogerá en los Decretos de Nueva Planta. Igual recepción tuvo el nuevo monarca en toda España, incluida Cataluña.
Para Inglaterra, Holanda, Portugal y Austria se confirmaban los peores presagios y, so pretexto de amenazas a su seguridad individual, en Viena, Londres y La Haya se declaraba la guerra a los Borbones. Y en la propia España, la unidad que presidió el inicio del reinado se resquebrajó. Castilla apoyaba al francés, mientras que se oponía a Felipe V la Corona de Aragón, en especial Cataluña, donde se recordaban ahora las últimas guerras, con tres invasiones francesas, a lo que se unía la competencia comercial de productos galos a la naciente industria textil catalana y la animadversión a la política centralista y absolutista de los Borbones. Vicens Vives subraya que los catalanes demostraban en estos momentos un profundo sentido tradicionalista y querían defender sus libertades dentro de la unidad española. El mismo autor escribe que los catalanes “eran ahora los más españoles de España”.
Y empezó una nueva guerra, que iba a ser llamada de Sucesión, en cuyo contexto tendrá lugar el ataque inglés dirigido por el Almirante Sir John Jennings contra Tenerife, que, como toda Canarias, defendía la causa de Felipe V. Se puede pues pensar que, en realidad, Santa Cruz no sufrió un ataque estrictamente inglés, sino una acción realizada en defensa de los intereses de uno de los pretendientes al trono de España, pero es que exactamente esa misma había sido la circunstancia de la toma de Gibraltar 2 años y 3 meses antes. E idénticamente sucedió en Menorca. En la Roca ocuparon la plaza fuerzas anglo-holandesas, pero el Almirante Rooke ordenó izar la enseña inglesa, que, desgraciadamente, allí sigue. Y en Menorca costó una guerra que se marcharan los británicos. No sé si alguien podría garantizar que Jennings no traía a Tenerife esas mismas intenciones. Es mucho más seguro que, como luego Nelson, viniera a quedarse, es decir a que la bandera en cuya cimera figura un león ondease para siempre en Canarias. Vistos los ejemplos de Gibraltar y Menorca, coincidentes además en la circunstancia histórica y en el tiempo con el ataque de Jennings, no parece ilógico pensar que sus objetivos eran los mismos que ocultó Nelson 91 años después.
También coincidieron en otras cosas: en la derrota y en la habilidad para esconder o disimular el fracaso.
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