Por G.B. D. Emilio Abad Ripoll (R).
Al tener conocimiento de la proximidad de la flota enemiga, Dávila ordenó que entrase en vigor el plan de alerta.
Como estaba previsto, hogueras encendidas en puntos seleccionados de la isla, cañonazos y toques de campana de todas las ermitas e iglesias hicieron saber a la población la inminencia del ataque, con lo que los milicianos comenzaron a incorporarse a sus cabeceras de compañía. El Capitán General ordenó la defensa de dos posibles zonas de desembarco: la del Puerto de La Orotava (hoy Puerto de la Cruz) y la del Lugar y Puerto de Santa Cruz de Tenerife, lugares a los que empezaron a dirigirse las unidades de las Milicias.
Blake, a las 6 de la mañana, reunió en su barco en consejo de guerra a sus capitanes y les expuso el plan de ataque. Al ser consciente de que, dado el tiempo transcurrido desde la llegada de la flota, el cargamento se encontraría ya en tierra, se destruirían primero los buques españoles y luego se asaltaría y ocuparía la Plaza.
A ésta, mientras tanto, iban llegando los milicianos. Primero lo hicieron los de La Laguna, los más cercanos, que se apostaron tras la “muralla” de piedras y barro que se extendía de norte a sur de la población, y reforzaron las guarniciones de las baterías y de los mercantes. Sobre las 7 de la mañana ya había en Santa Cruz varios centenares de hombres que alcanzarían los 6.000 a media tarde. El gran historiador canario Ruméu de Armas eleva ese total a 10.000 y otros autores hasta 12.000, pero creo imposible esas cifras, pues ya dijimos que el total de los Tercios alcanzaba los 10.000 y había gente también defendiendo el Puerto de La Orotava. De todas maneras era una fuerza respetable, pese a las carencias en armamento e instrucción. Los mercantes de la flota y otros 5 barcos que se encontraban en la rada formaban una especie de muralla marítima frente a la Plaza.
Y mientras las Milicias descendían al puerto de Santa Cruz de Tenerife, la población civil impetraba el auxilio divino en templos y parroquias, particularmente en el lagunero monasterio de San Miguel de las Victorias, en el que dispusieron los frailes que la milagrosa imagen del Santo Cristo fuese colocada «en andas al descubierto, pidiéndole á Su Divina Majestad se sirva de darnos buenos sucesos contra la armada inglesa, que está infestando esta isla».
A las 8 de la mañana, parte de la flota enemiga favorecida por el viento de levante enfilaba el puerto santacrucero. A su frente iba el navío Speaker, mandado por el capitán Stainer. Tras sufrir fuego sin consecuencias apreciables, una hora después se situaban a tiro de mosquete de los mercantes españoles (que, como dijimos, estaban desartillados), sin que las baterías del frente marítimo pudieran hacer gran cosa por el obstáculo que constituían nuestros propios barcos. Tal era así que el propio Stainer escribió: “Me sirvieron de barricada, pues uno me protegía del fuerte cercano y el otro del castillo grande”.
Entre las 10 y las 11 entró en el puerto Blake con el St. George y el resto de barcos. Los ingleses se cebaron con los mercantes, tratando de anular la defensa que desde ellos hacían sus tripulaciones y los refuerzos, para intentar luego apresarlos. Ante la situación, Egues, que tenía instrucciones de la Corte, decidió hundir o hacer encallar sus buques, por lo que, tras avisar a los que se encontraban a bordo de los mismos, la Capitana y la Almiranta mientras con los cañones de una banda devolvían el fuego a los ingleses, con los de la otra intentaban alcanzar a los mercantes. Finalmente, el Almirante Centeno decidió incendiar su barco, y mientras preparaban la mina que sorprenderá y matará varios ingleses cuando intenten abordarlo, cayó herido. El barco, incendiado, derivó hacia la zona de la Huerta de los Melones (el actual Establecimiento de Almeyda, que hoy alberga el Centro de Historia y Cultura Militar de Canarias y que más de un lector conocerá) y allí se evitaría por los milicianos que cayese en manos inglesas, como ocurrirá también con la Capitana.
A pesar de todo, los británicos lograron apoderarse de dos mercantes seriamente averiados, pero las tornas habían cambiado. Había desaparecido el “obstáculo” de delante de las baterías y en consecuencia los buques enemigos estaban al alcance de los cañones de la Plaza.
Ahora ya había más de 6.000 tipos dispuesto a dejarse la piel por su tierra detrás de aquella humilde “muralla” tinerfeña, que, pese a su sencillez, podría constituir un obstáculo insalvable si los británicos lograban, lo que tampoco era muy factible ante la lluvia de hierro que salía de los cañones, poner pie en tierra. Y lo que sucedió nos lo explica muy bien don Antonio Ruméu de Armas:
«Viendo Blake la inutilidad de sus esfuerzos y el peligro que corría la escuadra, algunas de cuyas fragatas estaban seriamente averiadas, decidió la retirada. Antes, avergonzado seguramente de llevar consigo aquellos dos barcos mercantes -que la fantasía inglesa convertirá más tarde, junto con sus compañeros, en 16 magníficos galeones de guerra-, dio orden de que fuesen incendiados…(así que fueron)…. pasto de las llamas aquellas dos piezas de convicción, único botín de guerra que en esta ocasión podía ofrecer Blake al lord protector Oliverio Cromwell.»
Intentaban los ingleses salir del puerto y alejarse de aquella aventura que había tenido para ellos tan prometedores comienzos, pero se encontraron con otra dificultad. El viento de levante, que por la mañana les introdujo alegremente en la rada de Santa Cruz, ahora dificultaba, y mucho, la salida de aquella ratonera.
El Speaker, al que vimos arrogante al clarear el día encabezar la línea atacante, era ahora un puñado de deshechos que flotaban de milagro. Su capitán, nuestro conocido Steiner, escribirá en el informe oficial al Almirantazgo:
«No podíamos impedir su hundimiento porque teníamos ocho o nueve pies de agua a bordo. Sus mástiles se tambaleaban, su vela mayor y la del trinquete estaban arrancadas por los disparos, su mástil grande por un costado. No teníamos ni cordajes ni velas.»
Continuará…
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