Por G.B. D. Agustín Alcázar Segura (R).
El 9 de Octubre de 1844 se aprobaba el Reglamento para el Servicio de la Guardia Civil en el ámbito del Ministerio de la Gobernación, en el que se exponían su objeto y relaciones, así como los deberes y facultades que le correspondían en el orden civil.
En cuanto a su dependencia, la fuerza de cada provincia quedaba a las órdenes del jefe político y, en última instancia, del Ministro de la Gobernación, único conducto por el que debían dictarse las órdenes referentes al servicio.
Por su parte, el Ministerio de la Guerra (dirigido por el duque de Ahumada) elaboró otro documento que recogía todos los aspectos de carácter castrense, y el 15 de Octubre se aprobó el Reglamento Militar de la Guardia Civil.
Su contenido, más preciso, comenzaba indicando la dependencia de la Guardia Civil (GC) del Ministerio de la Guerra en los términos que definía el Decreto del 13 de Mayo. También establecía que el Cuerpo estaría organizado y dirigido por una Inspección General, así como por un Régimen Interior, administración y disciplina. Fijaba la estructura territorial del Cuerpo, el empleo militar de los mandos de unidad y las atribuciones y obligaciones de cada uno de ellos. También se regulaba con detalle el régimen de ascensos (más riguroso para los oficiales que en el Ejército) desde el empleo de guardia a brigadier; todo lo concerniente a la disciplina, con altos niveles de exigencia; y los derechos inherentes a su estatuto personal, en sintonía con los vigentes para el Ejército.
Pero, si de algo carecían ambos reglamentos, era de un auténtico código de conducta, algo realmente importante en una institución llamada a desempeñar tantas y tan delicadas misiones, con sus miembros imbuidos de autoridad y portando armas. Consciente de ello, el fundador del Cuerpo redactó un documento que constituiría el auténtico código moral de la institución: la conocida Cartilla del Guardia Civil era aprobada por el Ministro de la Guerra el 20 de Diciembre de 1845. Aunque una de sus funciones era servir de nexo entre ambos reglamentos, lo cierto es que terminó absorbiéndolos. De hecho, con algunas pequeñas modificaciones, su articulado encabeza el actual Reglamento para el Servicio de la Guardia Civil, que, en la medida en que no se oponga a otras disposiciones posteriores de igual o superior rango, continúa en vigor en la actualidad.
La Cartilla comenzaba con su artículo más famoso y que, de alguna forma, resumía el espíritu del pensamiento que el duque, desde el principio, quiso inculcar en los miembros: «El honor ha de ser la principal divisa del guardia civil; debe, por consiguiente, conservarlo sin mancha. Una vez perdido, no se recobra jamás».
A lo largo de su articulado, Ahumada desarrollaba con claridad su idea del guardia civil: fijado el honor como su principal divisa, exponía con detalle cuál había de ser el comportamiento de los miembros del Cuerpo en toda ocasión, y la prudencia y proporcionalidad de su respuesta ante las múltiples situaciones a que habría de enfrentarse. De esta Cartilla surgiría el espíritu tan característico del guardia civil y los servicios tradicionales y genuinos de la Institución.
También tuvo nacimiento en la Cartilla la figura del comandante de puesto, que después se convirtió en un personaje típico del marco rural español, subordinado al teniente jefe de línea, otra figura clásica, hoy desaparecida. Ambos serán los mandos más visibles y activos en la vanguardia del servicio.
No cabe duda que, desde un principio, se quiso dotar a los hombres del Cuerpo de un alto concepto de la dignidad, honradez y seriedad en el servicio, y quiso proporcionárseles una formación moral y humana capaz de superar las dificultades que iban a encontrar en el desarrollo de sus difíciles y delicadas misiones. Por ello, la base de esa moral que se les inculcó fue la honradez y, con ella, un profundo sentido de la propiedad y del respeto debido a la persona y a sus posesiones.
Todos estos postulados, aun siendo elevados y exigentes, podrían constituir el código deontológico de una organización policial actual, con el suficiente calado histórico, profesional y de prestigio social. Pero, si consideramos esas mismas exigencias en la convulsa España de la primera mitad del siglo XIX, resultan absolutamente revolucionarias para la época.
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