Por G.B. D. Emilio Abad Ripoll (R).
Nos encontramos a principios de noviembre de 1706. En Canarias, y desde hacía poco más de 40 años, los Capitanes Generales disfrutaban ya de la posibilidad de elegir su residencia, que desde los primeros momentos se situó en Las Palmas, pues el cargo militar llevaba anejo el de Presidente de la Real Audiencia, cuya sede se encontraba en la capital grancanaria. Fue don Jerónimo de Benavente y Quiñones (Capitán General entre 1661 y 1665) quien decidió trasladarse a Tenerife, concretamente a La Laguna. Esta decisión, unida a la de que el Lugar de Santa Cruz se convirtiera en la única plaza fuerte del Archipiélago, designaba a Tenerife como el objetivo principal de una intentona que tratase de conseguir el dominio del Archipiélago.
Para su defensa existían en Tenerife 10 Tercios de Milicias de Infantería, 3 de ellos en La Laguna y el resto repartidos entre otras localidades, y 1 Tercio de Caballería. En total la isla contaba con unos 12.000 milicianos, prácticamente todos los hombres útiles de entre los 16 y 60 años de edad.
Por lo que se refiere a la Artillería, exclusivamente dedicada a la defensa de puertos y fondeaderos, la de Santa Cruz era relativamente importante. Existían 3 castillos sobre los que se basaba el esfuerzo defensivo: Paso Alto, entonces con 12 cañones, San Cristóbal, con 11, uno de ellos “de a 36”, el maravilloso Hércules, que iba a jugar un papel primordial en la acción que se avecinaba -como ya había sucedido contra Blake hacía casi 50 años- y San Juan, con 4 piezas. Intercalados entre ellos, para cubrir posibles zonas muertas y cruzar fuegos, otras 10 baterías, reductos y baluartes; en total, unos 180 artilleros. Además se contaba con el parapeto o muralla que ya comentamos al hablar de la Primera Cabeza de león.
Era Capitán General, don Agustín de Robles y Lorenzana, quien se encontraba en Gran Canaria desde los primeros días del mes, pues debía resolver ciertas desavenencias con la Real Audiencia. Se había quedado encargado del mando militar de la isla el Corregidor y Capitán a Guerra, don José de Ayala y Rojas.
Y, en esas, un par de semanas antes, una flota de 10 poderosos navíos (uno de 86 cañones y el resto de 70) y otros 3 barcos auxiliares, cruzaba el Estrecho de Gibraltar y ponía rumbo a las Canarias.
A su frente, en el Binchier, el contralmirante John Jennings, experto marino, de brillante carrera y de acrisolada pericia demostrada en muchas operaciones navales. Concretamente, en esta Guerra de Sucesión española, no hubo combate naval en el que no interviniese. Había estado al mando del Kent de 70 cañones y a las órdenes de Rooke en el frustrado intento de apoderarse de Cádiz (1702) y meses después en el ataque, en la ría de Vigo, a una flota española de 19 galeones. También estuvo en la toma de Gibraltar, el 4 de agosto de 1704 -donde podía haber aprendido de Rooke el truco de cambiar la bandera del Archiduque por la inglesa horas después de la ocupación-, y apenas transcurridos 20 días, al mando del St. George, de 96 cañones, en otro combate naval frente a Vélez Málaga. En 1705, ya Contralmirante, pero ahora a las órdenes del Almirante Leake, participó en la expedición que desde Lisboa llevó al Archiduque Carlos a Barcelona y que culminó en la sublevación de Cataluña. Y también contribuyó al levantamiento del asedio que había puesto a la ciudad condal Felipe V en abril del año siguiente, es decir, ya 1706.
Aún con Leake, se dirigió a Ibiza y Mallorca, donde poco más que la presencia de la escuadra inglesa bastó para que las Baleares cambiaran de chaqueta y se incorporaran al bando del Archiduque. Y es en aquel momento cuando Jennings, con una escuadra, se separa del resto de la flota (algo similar a lo que haría Nelson separándose de Jervis en Cádiz, casi un siglo después, y venir también a Tenerife) para cumplir la orden de repetir la función en el archipiélago atlántico.
La tarde del día 5 de noviembre se dio la alarma en Santa Cruz, puesto que los vigías de Anaga divisaron los desconocidos velámenes de unos 10 barcos. Se fueron concentrando en el Lugar y Puerto algunas Unidades de los Tercios, llegándose, al caer la noche, a un total de unos 4.000 milicianos que se aprestaban a lo que fuese, mientras que se cubrían, en lo posible, las dotaciones de los reductos defensivos, especialmente las de los tres castillos más importantes: Paso Alto, San Cristóbal y San Juan. También destacan los relatores de aquellos hechos como, tras larga cabalgada, asimismo aparecieron algunas Compañías del Tercio de Caballería.
Al analizar estos primeros momentos, llama poderosamente la atención la celeridad en la movilización. Pensemos que no había teléfonos, ni emisoras de radio, etc.; sólo señales de banderas o de humos; que los milicianos vivirían dispersos por la vega lagunera, por las escabrosidades de Anaga y otros lugares de la isla; que había que desplazarse, en altísima proporción, tanto para dar el aviso de movilización como para incorporarse a la Unidad correspondiente, a pie… Sin embargo, en horas son 4.000 los que ya están en Santa Cruz. Eso demuestra una preparación envidiable y una no menos colectiva concienciación en la importancia del papel de cada uno en la defensa.
Al amanecer del 6 de noviembre se distinguió claramente que eran 13 los buques que se aproximaban en actitud nada tranquilizadora. Cuando a eso de las 8 de la mañana se encontraban en las cercanías del pequeño muelle santacrucero, las sospechas se acrecentaron, pues tras enarbolar banderas francesas (como si pertenecieran a la facción de Felipe V, a la que se adhería el Archipiélago), las arriaron para izar la de Suecia y, pocos minutos después, banderas azules (las que correspondían en combate, para cuestiones de mando y control, a los navíos de Jennings dentro de la flota de Leake). A los tinerfeños este detalle se les iba a quedar grabado, pues durante mucho tiempo el episodio se recordará como “la invasión de la escuadra inglesa de la bandera azul”.
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