GB. Agustín Alcázar Segura (R).
La victoria imperial en Pavía (24 de Febrero de 1525), despertó el temor entre las ciudades estado italianas, preocupadas de que el creciente predominio de Carlos I impidiese el desarrollo económico y político al que todas aspiraban. Esta circunstancia favoreció el que, tan pronto como regresó a Francia, Francisco I no sólo no cumpliera lo pactado, sino que formó la Liga Clementina en la que se integraron: el Papa Clemente VII (de donde toma su nombre), Milán, Florencia y Venecia, entre otras ciudades italianas; así mismo, contó con las simpatías de Inglaterra.
Pese a que los turcos habían derrotado en la batalla de Mohac al rey Luis de Hungría, casado con María, hermana del Emperador, y amenazaban la zona oriental del imperio, tanto Francia como los príncipes italianos y el propio Papa, se sentían más preocupados por la posible hegemonía del Emperador que por la amenaza islámica.
Las hostilidades se reanudaron en el mismo año 1526. Los franceses aportaron un ejército de 2.000 lanzas y 10.000 infantes, en tanto que los estados italianos levantaron una fuerza de 12.000 hombres que pensaban incrementar con mercenarios suizos.
Las fuerzas imperiales, formadas por españoles y alemanes, fueron reforzadas con 12.000 soldados enviados por Fernando de Austria, el hermano de Carlos I, con las que consiguieron apoderarse de la ciudadela de Milán.
Haciendo gala de una gran audacia, 3.000 soldados, la mayoría españoles, al mando de la familia Colonna y de Hugo de Moncada, tomaron Roma por sorpresa y obligaron al Papa a refugiarse en el castillo de San Ángelo. La promesa del Papa de observar una tregua de cuatro meses hizo que los españoles abandonasen la ciudad sin causar ningún daño.
La guerra se trasladó al centro y sur de la península italiana, y el Papa ordenó atacar al reino español de Nápoles, guarnecido por el virrey Carlos de Lannoy con 20.000 hombres. Esto provocó que el duque de Borbón, dejando a Antonio de Leiva custodiando Milán, descendiera hacia Roma con una fuerza de 6.000 españoles, 8.000 italianos y 13.000 lansquenetes. Estas tropas llevaban mucho tiempo sin cobrar sus pagas, por lo que vieron en el ataque a la ciudad eterna un medio para resarcirse de lo que se les debía.
A pesar de la muerte del duque de Borbón acaecida en pleno asalto, los atacantes traspasaron las murallas de la ciudad, se dispersaron por ella y la sometieron a toda clase de excesos (6 de Mayo de 1527). La repercusión en Europa fue brutal. De poco valió el que Carlos V enviase cartas a todos los monarcas europeos achacando a la indisciplina de las tropas el origen de tales desmanes.[1]
El “saco de Roma” exacerbó a los demás integrantes de la Liga, de modo que se reconstituyó el ejército aliado al que Francia aportó 10.000 suizos y 4.000 franceses, así como 40 piezas de artillería; Enrique VIII de Inglaterra, pagó el reclutamiento de 10.000 mercenarios alemanes; y Venecia, Milán y Florencia aportaron 7.000 hombres cada una.
Todas estas fuerzas se pusieron bajo el mando del general francés Lautrec que invadió el reino de Nápoles, poniéndole sitio a la capital donde murió el jefe español Hugo de Moncada, en tanto que la marina aliada se hacía dueña del mar y de las costas italianas.
Sin embargo, el cambio de bando de Andrea Doria, que se pasó a los imperiales y la epidemia de peste que se desató entre los aliados y causó la muerte de Lautrec, obligó a que, a finales de Agosto de 1528, levantaran el sitio de Nápoles.
La guerra aún se prolongó casi todo el año siguiente hasta que Antonio de Leiva, el 21 de Junio de 1529, derrotó en Laudriano, localidad lombarda cercana a Pavía, a las fuerzas francesas al mando de Francisco de Borbón, duque de Saint Pol.
Por aquel entonces el cisma religioso se había declarado irreversible en la Dieta de Spira y los turcos, después de derrotar a los húngaros, amenazaban a la misma Viena. En estas circunstancias, intervinieron la madre de Francisco I, Luisa de Saboya, y la tía del Emperador, Margarita de Austria, gobernadora de los Países Bajos, cada una en nombre de su hijo y sobrino, respectivamente, llegándose así a la Paz de Cambray o de “Las Damas” ( 5 de Agosto de 1529).[2]
Como consecuencia de la misma, Carlos I renunciaba a sus pretensiones sobre la Borgoña en un futuro inmediato, aunque recordaba sus derechos sobre ella, en tanto que Francisco I aceptaba la soberanía de aquel sobre Artois y los Países Bajos y, una vez más, a abandonar toda pretensión sobre Italia.
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[1] GRAN HISTORIA DE ESPAÑA: El apogeo del Imperio. Tomo 15. Club internacional del libro. Madrid, 1994. p, 45.
[2] CIERVA, Ricardo de: Historia militar de España. Tomo 2. Ed. Planeta. Madrid, 1984. pp, 181 y 184.
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