Hace pocos días se cumplían 100 días desde la retirada occidental de Afganistán. Después de haberse escrito ríos de tinta tras la marcha de tropas y trabajadores occidentales en el país centroasiático, los interrogantes crecen en cuanto a qué sucederá a partir de ahora. Y es que el futuro a medio y largo plazo de este país levanta cuestiones en el panorama internacional, especialmente entre las potencias de la región. En orden de visualizar el futuro del Afganistán, merece señalar los intereses que este país encierra. De ahí la legitimidad de preguntarse: ¿Qué valor tiene Afganistán?
Antiguamente el espacio afgano era territorio de nadie, una buffer zone marcada por la Línea Durand para separar el espacio de influencia de los imperios británico y ruso. Sin embargo, imperios pretéritos ya habían palpado y sufrido la naturaleza indómita de este territorio y sus gentes. De hecho, Afganistán lleva en guerra desde finales de los años 70, tras la invasión soviética. Después de una década de ocupación el país se sumiría en una guerra civil entre facciones étnicas y milicias lideradas por caudillos. En el transcurso de la disputa estos mismo señores de la guerra que se disputaban el poder se vieron superados por el auge de los talibán, grupo fundamentalista suní fuertemente enraizado con la etnia mayoritaria del país, la pastún, que asimismo compartía lazos étnicos con población en Pakistán. Este sería un factor diferencial que cobraría gran relevancia años más tarde, tras la invasión estadounidense de 2001 que acabaría con el primer régimen talibán. La supervivencia de este grupo radical difícilmente se entiende sin la implicación de parte de la élite pakistaní y su servicio de inteligencia, el ISI (Inter-Services Intelligence, por sus siglas en inglés).
Y es que a la hora de hablar del interés que puede despertar Afganistán, para Estados Unidos el país centroasiático se aleja de su cosmovisión geoestratégica; no hay que olvidar que la nación americana es una talasocracia. Sin embargo, todo comenzó con la guerra contra el terror. Una operación cuyo objetivo prioritario era yugular a Al Qaida y capturar a su líder – Osama Bin Laden –, derivó en una invasión que se diluyó en sus propios objetivos, malogrando recursos y costando gran capital humano, fruto de una estrategia disonante de las políticas de las élites occidentales.
Aquello que debería haber sido una operación para acabar con Al Qaida y expulsar del poder a los talibán se transformó en una ocupación de un espacio extremadamente complejo de controlar. Después de dos décadas no se alcanzaron las consolidaciones políticas esperadas, debilitando notablemente por el camino la credibilidad de Estados Unidos y de los organismos internacionales. Todo ello bajo la premisa de que Afganistán no posee un posición preferente para Estados Unidos más allá de ocupar un espacio que impide que la zona se convierta en área de influencia para otras fuerzas regionales como Rusia, China, Irán o Pakistán. Por contra, para estos países, Afganistán sí acopia un valor estratégico específico.
RUSIA
Afganistán está en Asia Central, por lo que interesa por naturaleza estratégica a Moscú: no deja de ser espacio fronterizo con antiguas repúblicas soviéticas que aún hoy ocupan un valor clave en la mentalidad geopolítica rusa. Sólo hay que recordar la ocupación soviética (1979-1989) para comprobar el peso que el Kremlin puede llegar a conceder a este país. Afganistán proporciona a Rusia oportunidades en múltiples esferas. Desde el diplomático para retratar la gestión de EE.UU y sus aliados en el país de Asia Central, hasta en el estratégico en el que Washington ha dejado un espacio que no cualquier país puede ocupar. La influencia rusa en la región hace del actual contexto afgano una oportunidad para potenciar las áreas de acción en este país.
Otro aspecto que Rusia no infravalora es la amenaza del terrorismo. Las corrientes fundamentalistas islámicas, desde el Cáucaso hasta el radicalismo que asoma en las entrañas de Asia Central como el valle de Fergana, suponen una riesgo potencial a la seguridad del país eslavo. Moscú mira con precaución al nuevo poder de Kabul por el riesgo que supone que Afganistán se vuelva a convertir en santuario de grupos yihadistas. Fruto de este riesgo, las medidas desde Rusia no se han hecho esperar y el Kremlin ya ha ejecutado despliegues conjuntos en diferentes países de Asia Central que comparten frontera con el país afgano.
Los fantasmas de Afganistán siguen presentes en la memoria rusa, por lo que el Kremlin medirá sus pasos en el país consciente de la complejidad que entraña cualquier implicación. A corto y medio plazo está por ver cómo el Kremlin gestiona sus relaciones con el nuevo régimen, por el momento ya lo ha reconocido y ha mantenido abierta la embajada; toda una declaración de intenciones. Moscú aspira a tener mayor incidencia en el devenir de la nación, política y económicamente, ahora que la OTAN y Estados Unidos han abandonado el país. El grado de esta relación tendrá mucho que ver con la capacidad de los talibán de proporcionar estabilidad en Afganistán, pero también del tipo de relaciones que mantenga con movimientos yihadistas.
Asimismo, la gestión de Estados Unidos y de sus aliados en Afganistán es una oportunidad para Moscú de fortalecer su narrativa diplomática contra Occidente, y la retirada supone el mejor de los argumentos.
CHINA
Es el país que más puede beneficiarse debido al espacio dejado por Estados Unidos. En términos geopolíticos le permitiría aumentar su ya creciente influencia en la región de Asia Central, pero, sobre todo, propulsar su diplomacia económica por medio de incluir a Afganistán en su megaproyecto de la Nueva Ruta de la Seda, de la que ya forma parte de manera crucial Pakistán. Este hecho no es baladí dado el papel que ha tenido este país con los talibán y en la historia afgana, y que puede ayudar a Pekín a afianzar su cercanía con el régimen talibán.
Al igual que a Moscú, el yihadismo también preocupa a Pekín. La seguridad es imprescindible para hacer prosperar los proyectos a la escala a la que China opera. A ello hay que sumar la inestabilidad potencial que representa la comunidad iugur, afincada en la región occidental china de Sinkiang, la misma en la que se encuentran los 76 km de frontera que la República Popular comparte con Afganistán a través del Corredor de Wakhan.
A estas razones mencionadas se suman los negocios que China puede desarrollar en Afganistán: desde la ya mencionada implementación de infraestructura hasta la extracción de recursos naturales como el litio. A pesar de que la relación de china-afgana se centra en el plano económico, con un nuevo Ejecutivo y sin Estados Unidos en el país, se espera que Pekín aspire a ampliar las dimensiones de su relación. Todo aquello que afiance el triángulo Pekín-Islamabad-Kabul supone en última instancia aislar a la India y contener la amenaza yihadista, las grandes prioridades de China.
También está la cuestión de los recursos minerales. Especial importancia merecen las piedras raras o el litio, materiales de interés estratégico para China en su carrera tecnológica. Ciertas investigaciones han concretado que en Afganistán puede llegar a albergar hasta 1,4 millones de toneladas de elementos de tierras raras como lantano, cerio, neodimio.
IRÁN
La relación entre la nación persa y Afganistán ha sido siempre compleja. La vecindad existente, así como sus notables vínculos lingüísticos, religiosos y culturales, levanta un interés geopolítico natural para Teherán. Irán, como régimen teocrático chií, representa un choque teológico para el nuevo Gobierno talibán, sin embargo las relaciones entre bastidores entre ambos ha existido en las últimas décadas, aun cuando era movimiento insurgente.
Existen motivos de fricción entre los talibán e Irán, principalmente por el respaldo que ha recibido el grupo fundamentalista de rivales del país persa, como Arabia Saudí, Emiratos Árabes Unidos o Pakistán. Además de los equilibrios de poder regionales, está la situación de la minoría hazara, que habita en el centro de Afganistán y profesa el islam chií, razón por la que ha sido objeto de ataques y discriminación sociopolítica históricamente, y motivo por el cual Teherán se ha implicado en su defensa. Ahora, con los talibán en Kabul, queda por ver el trato que recibe este colectivo bajo el nuevo régimen y la respuesta de la dirigencia chií. No obstante, los intereses de Irán en Afganistán abarcan dimensiones estratégicas, de ahí que el potencial de unas relaciones fluidas entre Kabul y Teherán hace pensar que la cuestión de los hazaras no será razón de peso para dinamitar unos vínculos que pueden dar a ambos notables réditos.
Irán mantienen múltiple intereses en el espacio afgano. El agua es uno de ellos, ya que las rutas fluviales condicionan el acceso a este recurso a la nación persa. A esto se suma la prioridad por su seguridad fronteriza. Todos estos puntos suponen argumentos suficientes para que la República Islámica chií quiera ver en Kabul a un gobierno lo más estable posible, aunque ello implique a los talibán. Esta postura ha quedado constatada con el mantenimiento de la embajada iraní en el país, una decisión que también han tomado Rusia, China, Pakistán, Qatar, Kazajistán, Kyrgyzstán y Tajikistán.
Además, la aparición del ISIS-K ha dado otra perspectiva a Teherán sobre sus relaciones con los talibán, dado que se trata de una amenaza más compleja de contener. A ello se suma el factor Qatar: tras la ruptura diplomática de los países del Golfo con el emirato en 2017 éste se acercó a Irán, que no perdió la oportunidad de ganarse el favor de un socio hasta la fecha próximo a Arabia Saudí, rival regional. Desde entonces Irán y Qatar han estrechado vínculos que hoy bien pueden propulsar las relaciones con los Talibán, con los que Doha mantiene excelentes relaciones.
La postura iraní hacia el nuevo poder en Afganistán se entiende desde el pragmatismo geopolítico por asegurar la estabilidad en las fronteras y los intereses en la zona. Del mismo modo, Irán tiene mayores problemas que encarar que hacer de Afganistán un nuevo foco de tensión al que dedicar recursos y tiempo. Desde está óptica, la teocracia chií se puede decantar por desarrollar algún tipo de vínculo político o económico con el nuevo régimen en aras de alcanzar mayor estabilidad en su frontera oriental, de tal forma que Afganistán no derive en otro frente de confrontación.
PAKISTÁN
Es el país clave en lo que concierne al presente y futuro de Afganistán. Ha estado siempre sumamente implicado en los sucesos del país; en gran parte por su interés por ganar profundidad estratégica contra India. Sin embargo, la diplomacia pakistaní trabaja desde muchos ángulos. Islamabad es aliado de Washington, pero en paralelo ha sido respaldo clave de los talibán en sus momentos más críticos: Pakistán ha permitido durante décadas el trasvase fronterizo de los miembros del grupo, hasta el punto de consentir que se asentaran en las Áreas Tribales (FATA, por sus siglas en inglés), un factor capital que ha dificultado el alcance operativo de sus miembros más importantes a manos de Estados Unidos. Ejemplo evidente de esta doble cara en las relaciones quedó patente en la operación que acabó con Bin Laden, la cual Washington en ningún momento notificó a Islamabad.
Pakistán ve en el nuevo régimen de Kabul a un aliado que le debe mucho y con el que va a ganar gran incidencia en el país y en la región, más aún si se entiende que su proximidad a los talibán aumenta su valor geopolítico a ojos de Pekín. Sus ya vertebradas relaciones con China pueden elevar su cotización como socio en todo lo concierne a la Nueva Ruta de la Seda ante la posibilidad de extender este proyecto al espacio afgano.
Sin embargo, el contexto actual también puede complicar a Pakistán. Las naciones occidentales saben del doble juego de Islamabad durante estas décadas y ahora que han abandonado Afganistán podrían plantearse alejarse de Pakistán. Este sería un duro golpe para el país asiático, que tendría que apostar toda su política exterior hacia China. Sin embargo, éste es un giro diplomático que a Occidente tampoco le conviene, ya que le estaría concediendo a la República Popular más espacio de influencia. Del mismo modo, la implicación de este país en Afganistán está tan enraizada que es el actor que mejor puede llegar a incidir en los talibán, lo que hacen de unas relaciones sólidas con Pakistán una necesidad que no se deben infravalorar.
QATAR
Qatar ha sabido introducirse como actor importante en el futuro de Afganistán gracias a su despliegue diplomático. La evidencia de esta realidad es el hecho de que varias embajadas occidentales de Afganistán se hayan asentado en Doha. De hecho, su implicación alcanza altas cotas diplomáticas: la proximidad de Qatar con aliados y socios como Irán, Turquía, Estados Unidos u otras naciones del golfo Pérsico representan un canal de mediación en las relaciones con el nuevo régimen talibán. En esta línea, también está por ver qué papel tendrán naciones como EAU o Arabia Saudí en Afganistán ahora que comienzan a reconducirse sus relaciones con Doha. Riad y Abu Dabi han estado implicados en la nación centroasiática desde hace décadas, especialmente en el plano financiero. En los próximos meses se verá si sus agendas se contraponen a las de su vecino qatarí o se vislumbra cierta convergencia en sus políticas en una muestra de alineamiento estratégico. El devenir de las relaciones entre los países del Consejo de Cooperación del Golfo (CCG) es otro plano geopolítico que puede condicionar a Afganistán dada la capacidad económica de estas naciones.
No obstante, si bien Qatar guarda unas relaciones fluidas con los talibán, su capacidad para de verdad incidir en la actual política nacional afgana es aún limitada. Es una actor de presente, pero que no tiene la capacidad para influir en las bases de poder afganas a nivel estrategico como sí lo puede llegar a hacer Islamabad. Los Acuerdos de Doha sirven de demostración para vislumbrar tales potestades.
INDIA
La India sale perjudicada del cambio de poder en Afganistán. La afinidad de los talibán con Pakistán aleja la posibilidad de unas relaciones cercanas con el Gobierno de New Delhi. De hecho, el auge talibán ha depuesto a su socio, el Ejecutivo de Ashraf Ghani, desplazado del poder el pasado agosto. Ya previamente, en los momentos de los Acuerdos de Doha, la India rechazaba todos los maniobras diplomáticas de Washington por llegar a un acuerdo con los talibán al no contar con la presencia de facciones afganas de tal Gobierno.
Además, en términos económicos, New Delhi pierde en Afganistán la entrada a los mercados de Asia Central. El segundo país más poblado del planeta ha sido un gran inversor en Afganistán, sin embargo, ahora, con el cambio de poderes, está por ver qué implicación y grado de negocio le permiten desarrollar en el país centroasiático.
A escala regional, la amenaza para la India es doble, dado que Afganistán bajo el régimen talibán va a potenciar sus relaciones con China, la otra fuerza continental y mayor rival de la India. Por tanto, el nuevo Ejecutivo talibán supone para New Delhi la pérdida de un socio estratégico en su tablero geopolítico por contrarrestar la influencia de Pakistán y evitar el avance de China. En la nomenclatura geopolítica esta coyuntura propiciará una India más proccidental, sin embargo, nada va a cambiar el hecho de que la proyección de este país hacia Asia Central se ve notablemente mermada.
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A pesar de todas las incógnitas geopolíticas que despierta el nuevo régimen de Afganistán, la evolución y fluidez de las relaciones estarán marcadas por el grado de transición que el grupo fundamentalista haga hacia una entidad política capaz de dirigir el país y proporcionar estabilidad. La relación de los talibán con Al Qaida va a condicionar el apoyo que reciba de actores como Rusia, China, Irán o la Unión Europea, que tienen como máxima prioridad contener el yihadismo. Por ello, su vínculos con agrupaciones de este calado, especialmente con Al Qaida – pero también la red Haqqani –, serán un punto diferencial que marcará sus relaciones con fuerzas regionales y entidades internacionales.
También está por ver cómo gestiona la amenaza del ISIS-K, ya que la moderación de las políticas de los talibán podría desencadenar un trasvase de efectivos a las filas de grupos yihadistas y convertirlos en una amenaza a mayor escala. Los talibán han dado muestras de tener mayor conciencia geopolítica que hace veinte años: la forma en la que han explotado los Acuerdos de Doha prueba una conciencia diplomática inexistente hace dos décadas. Hoy, el movimiento fundamentalista ha mostrado, cuanto menos, cierta moderación en su camino por proyectar su transición hacia una entidad política. El resultado no puede contentar a todos los actores en liza, pero puede resultar un punto de inflexión. No será el primer movimiento radical insurgente (ni el último) que se convierte en un organismo político.
Definitivamente, si la deriva yihadista que se instala en Afganistán marcará las relaciones exteriores del régimen talibán, al fin y al cabo se trata de la columna vertebral de los Acuerdos de Doha. Reconocimiento internacional, ayudas y respaldo político dependerán de los vínculos – y apariencias – entre Al Qaida y el grupo liderado por Hibatullah Akhunzada. Y es que Al Qaida ve el retorno talibán al poder como la gran oportunidad de recuperar un espacio en el movimiento de la yihad perdido hace años a manos del ISIS. El riesgo de que Afganistán se convierta en un santuario desde el que organizar la yihad supone una amenaza que ningún país del entorno va a permitir. Es una línea roja de la que los talibán – especialmente los líderes de la nueva generación – deberían ser conscientes. Si se diera esta situación también habría que contemplar la respuesta de Occidente tras el fallido resultado de veinte años de ocupación. La impronta que deja Estados Unidos y sus aliados con la retirada es la de una fórmula que no funciona, que se ha quedado obsoleta y que exige una reformulación de su estrategia.
En cuanto a Occidente, concretamente Estados Unidos, la salida de Afganistán evidentemente repercute en su imagen. La retirada en términos operativos fue el último escalafón a una demostración de desinterés continuo en torno a un país que la Administración Biden daba por perdido desde hacía tiempo. Hace años que Washington da evidencias de que su prioridad es el eje Asia-Pacífico. Si bien hay argumentos sólidos a favor y en contra de la retirada de Afganistán, la imagen de Estados Unidos se verá condicionada más por sus próximos movimientos estratégicos y cómo hace valer el cambio de prioridades: desde regenerar su alianza con Europa a la política exterior que implemente en Asia Oriental hacia el Pacífico.
Respecto a la Unión Europea, el perfil de la implicación en Afganistán se contempla en términos humanitarios y económicos, dependiendo en la medida en la que los informes de inteligencia describan la actitud del nuevo régimen hacia los derechos humanos y el trato a la mujer en la sociedad afgana. No obstante, Afganistán vuelve a abrir el debate sobre la necesidad de los 27 de poseer una fuerza de acción rápida propia. Una idea que comienza con la cuestión de desarrollar una estrategia autónoma europea.
Por otro lado, entre las fuerzas regionales, el grado de implicación – e inversión – de potencias como Rusia, China o Irán en Afganistán estará ligado a la estabilidad que puedan llegar a alcanzar el nuevo régimen en todo el país. Difícilmente se contempla que Moscú, Pekín o Teherán decidan invertir verdaderamente en el país centroasiático si no se percibe cierta seguridad. Por ello, los talibán tendrán que demostrar sus capacidades de centralizar el poder del Estado que dirigen si quieren convencer al aval extranjero, una realidad en la que otros gobiernos afganos han fracasado durante décadas.
Desde el prisma geopolítico, a los países más implicados (en este caso a Rusia, Irán o China) no les importan tanto quien sustente el poder como la estabilidad que proporcione para garantizar la seguridad y la posibilidad de ganar espacio de influencia. Todo ello bajo la primera premisa de contener el desarrollo de las vertientes yihadistas que puedan poner en jaque la seguridad regional. En la región interesa saber qué fuerza ocupa el vacío dejado por Estados Unidos. Las relaciones de Irán con Rusia y China son fluidas, y Afganistán puede ser otro tablero en el que compaginar interese; Siria es un escenario diferente, pero sirve de precedente. Así es que una entente Teherán-Pekín-Moscú a nivel estratégico en la zona es una posibilidad. A cualquiera de estas fuerzas le afectaría en mayor o menor medida ver a Afganistán sumido en una guerra civil y, aunque los talibán no sean un grupo afín, desde una perspectiva realista son el actor que más capacidad tiene actualmente de contener – sea por su afinidad o por confrontación – a los grupos que representan la mayor amenaza para la región.
Dentro de todo el impacto regional que supone Afganistán hay que añadir la cuestión del tráfico de opio, droga extendida por el continente asiático en grandes cantidades y que alcanza latitudes globales. Afganistán tiene el factor añadido de ser el origen de la gran parte del cultivo de amapola mundial (aproximadamente el 70% del opio del planta). En este contexto, está por ver cómo gestionan las naciones vecinas y la comunidad internacional este tema, que tiene un calado enorme en la economía afgana, con un impacto considerable en una economía sumamente débil e infructuosa, y carente de infraestructura. Supone un reto estructural encontrar la alternativa que sustituya a esta fuente de ingresos. Dos décadas de ocupación y cuatro de guerras continuas han probado que el espacio afgano exige otra aproximación. Las ayudas son una necesidad, pero detrás debe haber una estrategia acorde a las condiciones socio-económicas del país. Los organismos supranacionales se deben adaptar y adoptar conciencia de un escenario que exige una fórmula diametralmente distinta a la aplicada hasta el momento. Afganistán debe ganar en estabilidad, respetar los derechos humanos y alejarse de la yihad; todo ello mientras está en manos de los talibán. Esa es la realidad con la que debe trabajar la corte internacional.
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