Poco a poco los europeos comienzan a tomar conciencia de las posibles implicaciones que acarreará la reciente salida del Reino Unido de la Unión Europea. Herida o no de muerte, es innegable que Europa ha sufrido una fractura importante en un momento en que la “amenazante” Rusia aumenta la presión, la crisis migratoria apenas da un respiro, y en el que el terrorismo yihadista vuelve a la carga dentro de nuestras propias fronteras. Los europeos nos enfrentamos a serios retos que ponen en peligro nuestra seguridad y los tiempos que corren pondrán a prueba nuestra capacidad y determinación para afrontarlos.
En la actualidad asistimos a una floreciente cooperación entre OTAN y Unión Europea en materia de defensa y seguridad. Mientras que la OTAN trata de reafirmarse como principal proveedor y garante de la seguridad en Europa, la Unión Europea ha reforzado su implicación en este ámbito a través de diversas actividades y programas, alentando a su vez la inversión en el sector y esforzándose por fortalecer la industria de defensa europea.
¿Podemos afirmar entonces que todo está “OK” en Europa en materia de seguridad? Desgraciadamente no es posible. Para comprender mejor los peligros a los que nos enfrentamos es preciso identificar los desafíos que tenemos por delante y las debilidades que aquejan la sala de seguridad europea. En un mundo tan polarizado y donde intervienen intereses tan diversos esto no siempre resulta sencillo, ya que nos enfrenta a nuestros propios demonios y a nuestra incapacidad para desterrarlos, poniendo de manifiesto nuestra peculiar habilidad para bordearlos de puntillas.
En primer lugar debemos afrontar que los cimientos de la seguridad europea siguen siendo frágiles: la garantía de seguridad externa que ofrece EE.UU en el marco de la OTAN; el régimen de control de armas en Europa; los acuerdos multilaterales que fomentan la confianza mutua; las Fuerzas Armadas convencionales; los diferentes tratados, etc. Todos ellos conforman en mayor o menor medida la argamasa con la que se erige el “muro de la defensa” en Europa, y la debilidad de cualquiera de esos pilares podría hacer peligrar la integridad estructural de toda la defensa europea.
Tomando como ejemplo la OTAN, tras setenta años de trayectoria hemos visto como los esfuerzos de la organización por posicionarse como referente solido y fiable al frente de la defensa europea se han visto empañados por las dudas que administración norteamericana ha sembrado en torno a su compromiso de apoyo a la seguridad en Europa, en una estrategia que muchos han definido como “paga o pierde”. No obstante, y como se suele decir, un gesto vale más que mil palabras y prueba de ello es que la presencia militar estadounidense se ha visto reforzada en territorio europeo. Este hecho no es del todo tranquilizador en tanto en cuanto EE.UU cada vez vuelca más esfuerzos y recursos en su pugna con China. De modo que por lo que parece, tarde o temprano Asía será prioritaria y Europa quedará relegada definitivamente a un segundo plano.
En segundo lugar, las Fuerzas Armadas están en el punto de mira. Aunque por el momento todavía resulta difícil aceptar la posibilidad de que esté próximo el fin de los militares y sistemas financiados con el dinero público, ya se escuchan voces que sostienen que “mantener un ejército profesional supone un gasto excesivo”, voces que se están viendo amplificadas por diferentes factores económicos, tecnológicos y sociales. Cabría preguntarse en este punto ¿Cómo de caro podríamos pagar el no tenerlo?
Todos los gobiernos europeos, sin excepción, tienen que justificar ante una población cómodamente acostumbrada a la seguridad, la necesidad de invertir en sus respectivas Fuerzas Armadas. Esto se ha traducido, de manera especialmente acusada en nuestro país, en una reducción cada vez mayor de los presupuestos destinados a defensa. A lo anterior debemos sumar que, aun disponiendo de un presupuesto superior, Europa pugna con lo que parece una incapacidad para encontrarse cómoda y acertar en la producción de sistemas de armas propios.
En tercer y último lugar, hay que señalar el lastre que supone contar con unas instituciones cada vez más constreñidas, maniatadas por su incapacidad para reunir recursos o voluntad política. El inmovilismo de la política actual dificulta enormemente avanzar hacia la autonomía estratégica, lo cual supone no asumir una mayor cota de responsabilidad en relación con su propia seguridad, y al mismo tiempo nos adormece en la complacencia que proporciona contar con la protección norteamericana.
La inmensa mayoría entendemos que la cooperación en materia de seguridad y defensa constituye una necesidad fundamental; las divergencias comienzan cuando analizamos las diferentes motivaciones que impulsan dicha necesidad. El pragmatismo o los resultados pueden guiar ciertas colaboraciones puntuales, pero actualmente la cooperación entre países viene condicionada por las lógicas institucionales, dejando en segundo plano el papel que deberían desempeñar las Fuerzas Armadas de cada país en una estrategia de seguridad europea. De modo que nos encontramos con países diferentes, con pesos diferentes e intereses diferentes. Así vemos como Francia, Alemania y hasta ahora Reino Unido, eran capaces de influir significativamente en las decisiones relacionadas con la seguridad y la defensa de Europa.
Por el momento y mientras la relación trasatlántica continúe siendo un pilar fundamental de la defensa en Europa, no nos quedará más remedio que centrar nuestros esfuerzos en perfeccionar nuestros cauces de cooperación y no perder de vista estos tres desafíos que tienen en jaque permanentemente la seguridad de Europa a corto y medio plazo.
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