El Museo del Ejército de Toledo nos ha abierto sus puertas para conocer de primera mano la riqueza histórica que atesora nuestra bandera, ahora que se conmemora el 175 aniversario de la enseña nacional, a través del recorrido simbólico plasmado en su exposición “Rojo, amarillo, rojo. La bandera de todos”. Un símbolo que desde sus orígenes ha atravesado profundos cambios, pero cuya esencia ha sobrevivido al inexorable paso del tiempo, paralelo a la evolución de nuestra sociedad, ondeando desde entonces como pabellón de nuestra historia.
“La gente necesita símbolos con los que abrigarse, porque fuera hace mucho frío”
Fragmento de extraído de “La piel del tambor”
Comprender la verdadera importancia de un símbolo, como es nuestra bandera, exige conocer en primer lugar el sentido, o los múltiples sentidos, que abarca dicha noción. A través de la simbología, el ser humano ha conectado con lo natural, lo divino o lo cultural y en cada uno de estos estratos los símbolos han ocupado y ocupan un espacio privilegiado. Los motivos son muchos y variados, de manera que pondremos el acento, por un lado, en el nexo entre símbolo y memoria, y por otro en la conexión existente entre símbolo y comunicación, en la medida en que tales vínculos engloban a su vez la mayor parte de elementos que definen su razón de ser.
Desde sus orígenes, en los símbolos hemos tratado de plasmar algo perdurable, les hemos confiado la misión de almacenar y transmitir nuestras experiencias, de manera que su auténtico valor es un valor acumulado en el tiempo. El poder individual de un símbolo radica, entre otras causas, en su capacidad de adaptación al mensaje que con él se quiere transmitir, el cual muta y se renueva a medida que también lo hacen las sucesivas generaciones. Así sobreviven y así mueren los símbolos.
Como depositario de nuestra memoria, un símbolo permite el desplazamiento temporal hacia un pasado común o hacia un futuro posible, de manera que entraña, como la historia misma, el riesgo del olvido o la reescritura de la evidencia, especialmente cuando ponemos el foco únicamente en las sombras, que si bien indudablemente forman parte del mismo, lo son tanto como las luces que en ocasiones se tiende a ignorar. Es a través de la memoria que somos capaces de perdonar, por lo que debe, o debiera haber mucho perdón encerrado en los símbolos.
Esa evocación inherente al símbolo, se manifiesta vivamente en determinados actos de carácter público, en un tiempo y un espacio determinados, con una elevada significación que va ligada al despliegue que se realiza en torno a una simbología concreta. La trascendencia simbólica, tanto a nivel individual como colectivo, obedece a la movilización emocional de aquellos que participan en dichos actos y es que persiste en el ser humano el deseo de retornar a otra época, rememorar hazañas, por eso hablamos de lo que “fue”, de lo que “fuimos”. Dicha evocación no constituye un mero recordatorio, sino que encierra otras posibilidades, entre ellas la de reconocer nuestro propio pasado y llegado el caso incluso asumirlo.
Somos hijos de nuestro tiempo dicen, puede que tal afirmación nunca haya tenido tanto sentido como hoy en día, pues a pesar de que también “somos historia”, nuestra pertenencia a un espacio temporal con fecha de caducidad constituye un poderoso condicionante, lo que viene a denominarse “marco social de la memoria”, donde los acontecimientos pasados quedan sometidos al tiempo presente, a emociones más modernas, grupos sociales o constructos culturales. De ahí el riesgo y la consecuente cautela a la hora de abordar la historia y por ende cualquier símbolo de la misma, en la medida en que nuestras propias experiencias e intereses pueden dar lugar a “recuerdos parciales”. No obstante, mirar al pasado desde el presente, es necesario, siempre y cuando el resultado no sea la manipulación, ni juzgarlo el detonante.
Desde la presente atalaya temporal, examinar nuestros símbolos se vuelve determinante a la hora de comprender como tienen lugar los procesos de construcción cultural y la propia configuración de nuestra identidad colectiva, así como las bases sobre las que se ha ido edificando a lo largo de la historia nuestra convivencia. Ignorando lo anterior difícilmente podríamos ofrecer una respuesta coherente a interrogantes tales como “¿quiénes somos?” o “¿hacia dónde vamos?”, ya que a través de los símbolos evocamos un pasado compartido y universal. Una oportunidad para experimentar nuevamente la historia desde otra perspectiva, sin contaminarla, volviendo atrás para seguir el rastro que nos ha traído hasta aquí y que en parte define lo que somos hoy a pesar de que su impronta en nosotros es solo el legado de los que nos precedieron.
Un símbolo es un poderoso factor a tener en cuenta en la configuración de nuestra convivencia. Al hacerlos depositarios de los valores que definen nuestra cultura, les otorgamos el poder de compartirlos, junto a todos aquellos otros aspectos que conforman la civilización a la que pertenecemos.
Dejando a un lado el pasado, los símbolos también miran hacia el futuro. A través de ellos somos capaces de trascender nuestra propia realidad en momentos especialmente difíciles y situaciones dramáticas, cuando imaginamos “un lugar mejor” y aspiramos a “algo más justo”. Dicha aspiración se origina precisamente en nuestra historia y al rememorarla a través los símbolos que compartimos, transformamos el pasado en esperanza, en una creencia de mejora que no desaparece tras los sucesivos logros que hemos ido alcanzando sino que se ve restaurada y reforzada por ellos.
El componente mítico que encierran determinados símbolos nos permite trascender la esfera de lo posible y su conexión con la historia nos enseña una valiosa lección. Nos recuerdan que no siempre hemos alcanzado lo deseado, aún más lo hemos perdido y con su perdida hemos sido acosados por cierto desengaño, pero los símbolos también revelan que seguimos aquí tras todos esos fracasos morales o materiales, porque hemos tenido éxito al superarlos. Debemos por tanto “formarnos en nuestros afanes”, así los símbolos nos preparan para la victoria y tal vez más para la derrota, de lo contrario corremos el riesgo de que la frustración impere, al chocar nuestros deseos con una realidad que no siempre corresponde.
Nos referíamos al olvido como un riesgo, y sin dejar de serlo, también se erige en elemento determinante de la simbología, donde se crea una paradoja. No todo puede, ni debe ser recordado o si se prefiere revivido, avanzar obliga en ocasiones a olvidar determinados acontecimientos y sus consecuencias una vez son aceptados, de lo contrario podemos ser presa de una “parálisis histórica” donde no existen perspectivas de mejora. El extremo contrario supone “olvidarlo todo” o para ser precisos “olvidar según intereses”, lo cual se traduce en la incapacidad para ubicarse en la propia historia. En este sentido, un símbolo constituye el “recuerdo del olvido” o “recuerdo de la superación”, de manera que su debilitación puede dar lugar a desequilibrios en una u otra dirección, y tenerlos presentes ayuda a recordar que aun habiendo sufrimiento este no deja de ser pasajero, tal y como refleja nuestro pasado como nación y como especie.
Un símbolo no deja de ser un punto de encuentro en la historia, un elemento “estático en lo cercano pero dinámico en lo lejano”, cargado de recuerdos y mensajes, alrededor del cual, mientras perdura y aun después, rara vez cesa de construirse un espacio donde se hace posible ese tipo de comunicación simbólica. La instauración de este “elemento central compartido” obedece a la voluntad de pertenencia y participación en torno al mismo.
Los actuales déficits en relación con un determinado sentido de pertenencia, histórico si se quiere, obedecen a la desintegración de ese espacio común que rodea cualquier simbología y de los márgenes que sobre él marca la historia, dando como resultado fusiones y choques entre este y otros espacios simbólicos que van apareciendo. Las fusiones sin control, corren el riesgo de fagocitar el símbolo y los choques, fruto de las discrepancias temporales que no son tenidas en cuenta a la hora de examinar la historia, podrían llegar a destruirlo. El caos alrededor de cualquier símbolo puede llevar aparejada su desaparición, o cuanto menos la posibilidad de que sea engullido por la confusión que le rodea, fundamentalmente porque a esta suele seguirle la transgresión y en último término la desatención.
El nexo entre símbolo y sentimiento implica, a grandes rasgos, que el primero no puede existir fuera del segundo, de ahí el carácter fundamental de la voluntad y la pertenencia, del “sentirlo como propio” participando en la creación de ese espacio comunicativo que lo rodea. Esa construcción exige una permanente renovación a lo largo del tiempo, de manera que conserve así su vigencia y poder simbólicos.
Actualmente, estamos experimentando un nuevo auge, al menos a nivel cuantitativo, de la simbología. Vivimos en una realidad sobrecargada de símbolos y sin embargo la fragilidad de los mismos es evidente en comparación con aquellos que han sobrevivido a lo largo de la historia e incluso con muchos de los ya desaparecidos.
Teniendo en cuenta lo dicho, “formarnos en el recuerdo” parece también más necesario que nunca, como una forma de unir a aquellos que compartimos un pasado, una cultura y en última instancia un espacio común, que va desde un hogar cualquiera hasta el propio globo.
Detrás de cada símbolo se ocultan leyendas, relatos y gestas, se guardan anécdotas, hazañas y tragedias, pero también son custodios de sentimientos, de las alegrías, la furia o la tristeza del pueblo que los sostiene. La bandera de un país constituye en definitiva ese extenso retal donde queda bordada nuestra memoria.
Un símbolo es en definitiva un puente entre generaciones.
Un símbolo es por tanto, parte de nuestra historia.
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