ITÚRBIDE Y LA INDEPENDENCIA DE MÉXICO [1]
En estas condiciones todo hacía pensar que se sucederían años de relativa calma; pero no fue así, y la causa principal fue la sublevación del teniente coronel Riego, el 1 de Enero de 1820, en un lejano pueblo del sur de la Península, Cabezas de San Juan, proclamando el restablecimiento de la Constitución de 1812.
Inicialmente, el virrey Apodaca, alegando que Fernando VII no tenía libertad cuando firmó su reimplantación, intentó impedir su vigencia en América de modo que el gobierno se ejerciera según establecían las Leyes de Indias, utilizadas hasta entonces, y con independencia de España. Sin embargo, más tarde recibió órdenes concretas de la metrópoli, viéndose obligado a jurar la Constitución[2].
Esta situación creó un clima de descontento en la sociedad criolla, alarmada por los aires de libertad que llegaban desde España. La conservadora sociedad colonial, sobre todo la eclesiástica, temía que se aplicaran en México las medidas desamortizadoras y anticlericales que los liberales españoles estaban intentando poner en marcha en la Península.
Ante este cambio en la situación política de la metrópoli, los asiduos de la Profesa[3] pensaron que la única forma de evitar que la Constitución se aplicase en la Nueva España era que ésta se independizase temporalmente, mientras que Fernando VII continuase prisionero de los liberales. Parece que llegaron incluso a algún entendimiento al respecto con el virrey, pero el escaso apoyo que encontraron en uno de los sectores más fuertes del grupo español, los comerciantes de Veracruz, paralizó por el momento sus planes.
Sin embargo, a estas alturas no sólo el grupo más reaccionario de la sociedad mexicana, el que se reunía en La Profesa, deseaba la independencia; en aquellos momentos, la oligarquía criolla de la capital, así como también las élites provincianas, que se habían debatido desde 1810 entre su deseo de independencia y su miedo a una revolución social y que habían terminado por escoger mayoritariamente la tranquilidad que proporcionaba el orden establecido, vieron renacer sus aspiraciones independentistas. Por su parte, los antiguos insurgentes, derrotados y silenciados, confiaban en que las nuevas circunstancias políticas produjeran una debilitación de la autoridad de la metrópoli de la que podrían aprovecharse[4].
En este ambiente, el virrey decidió terminar definitivamente con la insurrección residual, para lo cual, en Noviembre de 1820, nombró a Itúrbide comandante del Ejército del Sur con la misión de acabar, mediante las armas o atrayéndole hacia el indulto, con Vicente Guerrero, el último jefe insurgente que continuaba resistiendo en esta parte del país.
Antes de salir de México, sondeó la opinión de la aristocracia, de los grandes propietarios de la capital, y del alto clero sobre la actitud que adoptarían ante un hipotético movimiento secesionista encabezado por él mismo, recibiendo la seguridad de que todos depositaban su confianza en él.
En los planes que Itúrbide fraguó al aceptar este mando, sin duda no entraba el llegar a una alianza con los insurgentes; su idea era acabar con ellos y entonces, ya sin peligro del movimiento revolucionario y social que éstos representaban, proclamar la independencia de la que él sería el único artífice y que contaría con el aplauso de la oligarquía criolla que tanto confiaba en él. Pero cuando vio que no era sencillo acabar con la insurrección popular, decidió atraerlos a su proyecto.
Para ello, a principios de Enero de 1821, escribió a Guerrero proponiéndole el indulto, que rechazó como había hecho otras veces. En vista de lo cual, en la siguiente carta le solicitaba una entrevista para tratar de los medios de trabajar de acuerdo para la felicidad del reino… Tras muchas dudas, y todavía incrédulo de que hubieran cambiado las ideas del que hasta hacía poco había sido azote de insurgentes, Guerrero aceptó entrevistarse con él en el pueblo de Acatempan (hay historiadores que niegan la entrevista, manteniendo que la relación fue tan solo epistolar). Para su sorpresa, Itúrbide le recibió con un abrazo emocionado, asegurando que no podía explicar la satisfacción que experimentó al encontrarse con un patriota que ha sostenido la noble causa de la independencia y ha sobrevivido él solo a tantos desastres, manteniendo vivo el fuego sagrado de la libertad…[5]
Tras la entrevista, Guerrero quedó convencido de que ambos aspiraban a la independencia absoluta del país, lo que, de momento era suficiente para unir sus fuerzas, por lo que, ante sus tropas, reconoció como primer jefe de los ejércitos nacionales al que durante años les había perseguido con tanto ahínco y eficacia.
A la vez que buscaba el pacto con Guerrero, Itúrbide contactó con los jefes realistas de mayor prestigio, tanto criollos como peninsulares, utilizando en cada caso los argumentos y el vocabulario más apropiados para ganarlos a su partido.
Pero para aunar como pretendía todas las voluntades, no bastaba sólo con hablar a cada uno en el lenguaje adecuado, había que ofrecer a todos lo que querían y este casi imposible objetivo lo logró con el Plan que había estado madurando desde su salida de México y que, tras recabar algunas opiniones sobre él, proclamó en el pueblo de Iguala el día 24 de Febrero de 1821.
El Plan de Iguala despertó la unanimidad de todas las fuerzas sociales del país. Unanimidad momentánea, puesto que, evidentemente, en el momento en que se intentase poner en práctica aquella especie de panacea, se originarían todo tipo de tensiones, pero por el momento cumplió su función: sentar las bases de un acuerdo que permitió a México acceder a la independencia a través de una revolución que más se hacía por relaciones privadas y resortes políticos que por la fuerza de las armas.
El movimiento de Itúrbide se convirtió en una marcha triunfal, en tanto que el virrey Apodaca perdía el control del territorio. En los meses siguientes éste no emprendió ninguna acción militar firme contra los rebeldes, limitándose a concentrar en la capital a las unidades leales del ejército regular, en previsión de un asalto contra ésta, dejando indefensas otras regiones del país. A fines de Junio las fuerzas rebeldes se habían apoderado de las principales ciudades, siendo Veracruz y la ciudad de México los dos únicos bastiones importantes del poder español.
A finales de Julio desembarcó en Veracruz don Juan O ‘Donojú, designado, como jefe político y capitán general[6], para hacerse cargo del gobierno de la Nueva España, pero ante la situación que encontró a su llegada, consideró que lo único que podía hacer era reconocer la liquidación del vínculo colonial.
Solicitó entrevistarse con Itúrbide y el 24 de Agosto se reunieron en la villa de Córdoba, muy próxima a Veracruz, donde se firmó el Tratado del mismo nombre, basado en el Plan de Iguala, en el que apenas introducía cambios. España se negó a reconocerlo alegando que O ‘Donojú carecía de autoridad para firmarlo.
En los primeros días de Septiembre, la mayor parte de las tropas aún leales a España cesaron en su oposición, excepto la reducida tropa que, al mando del general Dávila, continuó resistiendo en San Juan de Ulúa, frente a Veracruz, sin reconocer la independencia del país.
Esta fortaleza, situada posiblemente en la primera tierra mexicana pisada por Hernán Cortés el 21 de Abril de 1519, se convirtió por azares de la historia en el último bastión de la resistencia española en México. Se mantuvo hasta el 18 de Noviembre de 1825, fecha en la que el brigadier don José Cappinger firmó la capitulación, siendo transportadas las fuerzas hasta La Habana.
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[1] VEGA, Josefa: Agustín Itúrbide. Protagonistas de América. Ed. Historia 16. Quórum. Madrid, 1987
[2] EDO, Concha: Hidalgo y Morelos. Ed. Círculo de amigos de la historia. Madrid, 1976. p, 196.
[3] Tertulia en la que participaban altos funcionarios españoles, eclesiásticos y miembros de la nobleza criolla, que se reunía en la calle de San Francisco, en lo que había sido la casa capitular de los jesuitas, conocida popularmente como La Profesa.
[4] VEGA, Josefa: Agustín Itúrbide. Protagonistas de América. Ed. Historia 16. Quórum. Madrid, 1987. p, 54.
[5] Ibidem, 57.
[6] Las Cortes liberales de la Península habían suprimido el cargo de virrey.
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