En 2013, el presidente chino Xi Jinping anunciaba un proyecto de inversión en infraestructuras, en primera instancia, para Asia. Ocho años más tarde la idea se ha convertido en un plan sin precedentes, dispuesto para asegurar la preponderancia económica de China y cambiar la línea de flotación geopolítica en su favor.
El proyecto, conocido hoy como la Nueva Ruta de la Seda (Iniciativa de la Franja y la Ruta/Belt and Road Initiative, BRI, por sus siglas en inglés), pretende acrecentar un mercado que acoge a gran parte de la población mundial, focalizando su potencial comercial entre Asia y Europa, pero que sin excluir otras áreas comerciales de interés como África o Latinoamérica. Asimismo, la iniciativa no sólo se centra en la inversión de infraestructura para el flujo de mercancías, sino que atiende también a la conectividad digital y humana.
Pekín es consciente de sus necesidades. La prioridad para el Gobierno chino es asegurar sus líneas de abastecimiento y aumentar sus vías de exportación para mantener su pujanza mercantil. Como mayor productor del mundo, y ante las exigencias de su masa demográfica, al gigante asiático le urge asegurar el crecimiento de su economía. Para ello necesita dar salida a su manufactura y garantizar los recursos energéticos que no tiene en primera instancia. Esta última resulta una carencia estratégica en la comparativa con otras potencias como Estados Unidos o Rusia.
China aspira a levantar una infraestructura a escala planetaria que le consolide como el mayor agente económico del globo. La Nueva Ruta de la Seda expone la visión geoeconómica del coloso asiático y pone de manifiesto tanto sus necesidades como sus aspiraciones. China es consciente de que si quiere afianzar su preponderancia la vía económica-comercial es la opción viable. Este proyecto incluye a dos tercios de la población del globo y, en términos económicos, un tercio del PIB mundial. En investigaciones publicadas en 2019 se estimó que el total de la inversión del proyecto hasta 2030 alcanzaría los 26 trillones de dólares, y que China se comprometía a invertir 1 trillón.
La Nueva Ruta de la Seda incluye dos vías: visualiza una serie de rutas marítimas trazadas a partir de puertos situados en puntos estratégicos; vías diseñadas para optimizar el flujo logístico desde el océano Pacífico hasta el mar Mediterráneo, atravesando el océano Indico. En paralelo, un corredor terrestre que conecta las líneas de comunicación chinas con diferentes urbes de Europa. Un proyecto de infraestructuras acorde con los parámetros de la globalización.
El gigante asiático sufre la dependencia de materia prima e hidrocarburos, por lo que la compra de puertos, la inversión en infraestructura y levantamiento de puntos estratégicos le asegura líneas de abastecimiento más firmes, de las que tanto depende.
A partir de tales anhelos, China lleva décadas publicitando un proyecto que conecta puntos cardinales del planeta – por tierra y mar – en pos de maximizar el flujo comercial para abastecer sus mercados. Sin embargo, su proyección ha evolucionado y excede del plano logístico. La BRI atiende a esferas de diversa índole, desde la financiera o la cultural, hasta las relacionadas con la conectividad digital y la seguridad. El proyecto de Belt and Road Initiative posee una órbita comercial propia, dispuesta a absorber cualquier programa que pueda proporcionar preferencias estratégicas a Pekín al mismo tiempo que fomenta la apertura su mercado al mundo.
En cuanto al aspecto financiero, la Iniciativa de la Franja y la Ruta cuenta con el Banco Asiático de Inversión en Infraestructura (BAII) como uno de sus principales propulsores. La creación de esta entidad en 2014 puso de manifiesto la demanda de China por una mayor cuota de incidencia en el orden financiero mundial. Este organismo inyectó en 2015 un capital de 100 $ mil millones para el desarrollo de la BRI; dos años más tarde aportaría otros $ 55.000 millones. Si se atiende a la talla de la inversión y el alcance de sus estimaciones, la Nueva Ruta de la Seda aspira a perpetuar a China como primer agente económico mundial. Su carácter de potencia deriva de ser el mayor productor mundial y de su alcance económico. La gran escala con la que ejecuta sus planes exige la misma magnitud de recursos, lo que encuentra sentido a la apuesta por esta iniciativa de escala ecuménica.
La región del Indo-pacífico es la primera de interés. La proximidad geográfica, el potencial de su mercado y las disposición política de sus gobernante convierten esta zona en un prioridad. China ha firmado acuerdos con la ASEAN (Asociación de Naciones del Sudeste Asiático), organismo implicado en una zona que abarca 3.000 millones de personas y un PIB de 13 billones de dólares.
A la hora de hablar del corredor terrestre de la BRI es menester mencionar Asia Central. El cinturón terrestre conecta China con Europa a través de las antiguas Repúblicas soviéticas que, aunque independientes, continúan en la esfera de influencia de Rusia. Sin embargo, las pragmáticas relaciones entre el Moscú y Pekín de la actualidad han facilitado que la propuesta de China se vea en el Kremlin más como una oportunidad que como una amenaza. Una de las razones reside en la posibilidad de vincular las rutas que conforman la BRI con la Unión Económica Euroasiática (UEE). Así se presentó en la cumbre de la Organización de Cooperación de Shanghai (OCS), que incluye, además de a ambas potencias, a las naciones centroasiáticas.
La región es rica en minerales y recursos energéticos, y propicia para ampliar las conexiones logísticas tanto mediante oleoductos y gaseoductos, como por infraestructura ferroviaria y carretera. Del mismo modo, las naciones de Asia Central puede convertirse en una fuente más de recursos energéticos de los que China tanto depende. Un contexto que Rusia también ha sabido aprovechar, coincidiendo con las tensas relaciones que Moscú mantiene desde 2014 con Occidente a raíz de la anexión de Crimea y la bajada de los precios del crudo. Las condiciones endógenas de cada país explican la aproximación de China a las Repúblicas ex soviéticas y a Rusia: todas estas naciones poseen recursos para exportar, pero carecen del capital para optimizar su comercio mediante el desarrollo de infraestructuras; China representa el caso contrario, convirtiendo esta relación en una convergencia económica fructífera, aunque desigual. No obstante, desde el prisma geopolítico es pronto para medir sus consecuencias.
Las capacidades chinas, unidas a un contexto favorable ya mencionado, ha propiciado una relación económica beneficiosa a corto plazo entre el oso y el dragón. Sin embargo, las disparidades comerciales y las agendas geopolíticas pueden dinamitar las relaciones actuales. A pesar de que ambas naciones ansían ver terminada la hegemonía de Estados Unidos, entre ambas existen disputas históricas y una rivalidad irreversible.
En cuanto a los canales con Europa, la conexión está configurado por múltiples vías, por tierra y mar. La ciudad de Minsk (Bielorrusia) es el eje que conecta toda la red ferroviaria hacia Europa desde China. Así como las conexiones Lieja-Zhengzhou o Amberes-Tangshan (2019), son otro ejemplo más de las rutas vertebradas a partir del marco terrestre de la BRI.
En lo referente a la ruta marítima, China se ha posicionado en puertos y dispuesto rutas con la intención de maximizar el flujo de mercancías y explotar las oportunidades del mercado global también por mar, cuyo comercio marítimo representa la gran parte del servicio logístico mundial. Este hecho explica la presencia china en el océano Índico: el levantamiento de la base en Yibuti (Obock, el primer emplace militar en el extranjero de China), o sus prerrogativas en puertos como Gwadar (Pakistán), Calcuta (India), Colombo (Sri Lanka), Aden (Yemen), Mombasa (Kenia), Hambantota (Sri Lanka), y Sittwe (Myanmar). Una cobertura logística que tiene su continuación en el Mediterráneo, dónde China también ha invertido en puertos europeos, como el Pireo (Grecia) o Venecia (Italia). Estos enclaves enlazan con los corredores terrestres de Europa hasta llegar a su punto cardinal en el Viejo Continente, en la ciudad alemana de Duisburgo.
La inversión en puertos a lo largo y ancho del océano Indico también aspira a reducir la dependencia de las rutas comerciales clásicas a través del Estrecho de Malaca, punto vital para el flujo comercial del mundo, y capaz de condicionar la economía de un coloso como China. Para reducir tal dependencia estratégica, Pekín ha invertido para conectar las rutas terrestre con los puertos marítimos, y en este plan el mayor exponente es el Corredor Económico China-Pakistán, obra que parte desde el puerto de Gwadar y que conecta con las líneas terrestres hacia el norte, dirección China. No obstante, hay estudios que han determinado la poca lógica empresarial, al argumentar que los costes de transporte de esta vía son superiores a su alternativa marítima.
En el ámbito de la política internacional, las tensas relaciones con el país norteamericano, con quien tiene abierta una guerra comercial desde hace años, otorgan todavía más importancia al proyecto de la BRI. Es así que Pekín ha acompañado su preponderancia económica con la inversión en Defensa. China anhela ser una potencia naval para poseer capacidad real de defender su zona de influencia. Amén de tal prioridad, la República Popular lleva años aumentando su Armada sin escatimar en tecnología para el ámbito militar.
El mar del Sur de China representa una zona preferente para la geoestratégica de Pekín. Como ya se ha citado, el Estrecho de Malaca es un punto de tránsito cardinal en las rutas comerciales marítimas, de la cual China depende en gran medida. Por este punto geográfico transitan en torno al 80% de las importaciones chinas de petróleo y 30% de gas , lo que supone una amenaza a su autonomía como potencia. Esta situación alberga un correlación con la fuerza marítima en el que China está invirtiendo. En términos geopolíticos es lógico que Pekín aspire a contar con una poder naval a la altura de sus aspiraciones; ello explica el interés por las islas artificiales en esta región que entrañan tantas disputas territoriales. No obstante, la República Popular es consciente de que su fortaleza como potencia depende de su autoridad económica, muy vinculado a su capacidad manufacturera para generar dependencia en torno a sus productos.
La política exterior china en el marco de la BRI ha generado desconfianza. El evidente aliciente económico no preocupa tanto como las pretensiones geopolíticas de China. En los últimos años países como Pakistán y Sri Lanka han visto como sus Gobiernos se veían obligados a ceder la soberanía de sus puertos al no poder pagar la deuda contraída con empresas chinas por la construcción de infraestructuras, como sucedió con la cesión de soberanía por 99 años del puerto de Hambantota, en Sri Lanka. La conocida como «trampa de la deuda» ha servido a los críticos para señalar los riesgos de entablar relaciones comerciales de tal envergadura con la República Popular a través de la Nueva Ruta de la Seda.
En cuanto a las relaciones con Europa, el Viejo Continente es el mercado más fiable para China, de ahí el interés del gigante asiático por aumentar las líneas de comunicación para maximizar el comercio. No obstante, las posturas entre los expertos europeos ante el proyecto de la Nueva Ruta de la Seda se han polarizado. Países como Italia están notablemente a favor dados los réditos económicos y el posicionamiento que le supone, mientras que otras voces ven la expansión comercial china como estrategia de intromisión económica y desplazamiento geoestratégico.
Varias naciones europeas —entre ellas España — han mostrado sus reticencias sobre el proyecto chino. No obstante, su postura es más de moderación que de negativa, ya que han mostrado interés por colaborar en planes concretos. Su mesura surge principalmente por la falta de transparencia; el lenguaje ambiguo empleado en los contratos, la viabilidad respecto a la protección medioambiental, o a la capacidad real del país receptor de hacer frente a los pagos, alimentan tal postura.
Mención especial merece el caso de Portugal. La nación lusa ha sido el primer país en emitir deuda en yuanes de la zona euro, pero sobre todo ha atraído la atención de China por su ubicación: la Nueva Ruta de la Seda Marítima pretende disponer del puerto de Sines, en la costa atlántica portuguesa, como eje para conectar con los mercados de África y Latinoamérica. La empresa estatal china COSCO shiping lines es un ejemplo de la profundidad de acción del país asiático ya no sólo en Portugal, sino por toda Europa, Oriente Medio y el Caribe.
La polarización en las posturas respecto el proyecto de la BRI pone de manifiesto la ausencia de una hoja de ruta geopolítica desde Bruselas que determine los márgenes de acción de cada Estado miembro. Mientras que países como Portugal, Italia, Grecia y otras naciones del Este de Europa no tienen reparo en las condiciones de los acuerdos con el gigante asiático, países como Reino Unido, Francia, Alemania o España abogan por unificar la voz a la hora de formalizar acuerdos de tal calado con la República Popular, de tal forma que puedan estipular condiciones equitativas en las relaciones comerciales bilaterales; desde el medioambiente, a la exigencia de transparencia en los contratos y la viabilidad de las operaciones, a la apertura al mercado chino de entidades de la Unión. Los líderes europeos llevan años haciendo hincapié en tomar medidas que protejan los sectores estratégicos y las redes de comunicación, así como plantear una escenario comercial en el que empresas europeas y chinas tengan las mismas oportunidades.
El pasado 30 de diciembre se dio un primer paso para solventar estas cuestiones, cuando la Unión Europea y China formalizaron un acuerdo de inversión. De este modo las empresas europeas no tendrán las trabas que hasta ahora dificultaban sobremanera su implicación en el mercado chino. Asimismo, el pacto también atiende a la cuestión de las transferencias tecnológicas, un tema que ha provocado tensiones diplomáticas entre Bruselas y Washington. No obstante, el acuerdo debe ser ratificado por el Parlamento y el Consejo Europeo.
No obstante, las relaciones comerciales entre Europa y China se encuentra entre las más prominentes, únicamente superado por el binomio EE.UU.-UE. En 2019, la Unión Europea exportó el 16,4% de sus productos a China, mientras que el volumen de importación de la UE con la potencia asiática alcanzó el 20%. Dentro del marco europeo, España es el sexto país con mayores importaciones de China, con unas cifras que superan los 21 millones de euros.
Las relaciones entre ambos actores representa un desafío estratégico. Los principales actores del Viejo Continente son conscientes de ello y a pesar de la necesidad de financiación china, Francia, Alemania y España entienden de la amenaza sobre su autonomía política que puede suponer la intromisión económica de la nación asiática. La estabilidad de la economía europea está ligada a China, sin embargo la amenaza geopolítica se puede minimizar si se adoptan las medidas reguladoras capaces de alcanzar cierta reciprocidad/equidad comercial. La Nueva Ruta de la Seda mira a Europa, lo que supone cierta reflexión para China, que debe medir su incisiva diplomacia comercial si quiere conseguir la colaboración de la Unión y sacar el máximo rédito a sus inversiones. Asimismo, Pekín debe asumir el liberalismo económico en su propio mercado interno, y aceptar la presencia de empresas extranjeras.
Otro estrato que se ha sumado al proyecto es la dimensión digital. La proclamación de la denominada Ruta de la Seda Digital (DSR, por sus siglas en inglés) es un reflejo del valor que deposita China en la tecnología, y con la que aspira a sacar provecho tanto en el plano económico como en el geopolítico. El desarrollo de infraestructura digital permite a China promover un mercado virtual en auge en el que proporciona acceso a los usuarios a un coste que no encuentra competidor. La potencia asiática ha aprovechado el escenario de la Cuarta Revolución Industrial para erigirse como principal impulsor de la nueva generación digital. Una dimensión en expansión en la que China está desarrollando tecnología para dar servicio a sociedades ávidas de las facilidades de la digitalización, especialmente en regiones con carencias estructurales, como Indochina, África o América Latina. Se trata de un mercado en el que China tiene aspiraciones estratégicas, y en el que pretende posicionar sus productos tecnológicos como espacio de presente y futuro. Entidades chinas como Baidu, principal buscador en el país; Alibaba, líder del comercio online; o Tencent, multinacional líder en el consumo digital, representan el despliegue y posicionamiento de China en la era digital. Más allá del rédito económico, también hay que subrayar el capital de influencia en términos geopolíticos. Sólo hay que atender a aquellas aplicaciones con el móvil que permiten transacciones financieras sin necesidad de cuentas bancarias para percibir la profundidad de alcance de las empresas chinas en otros países. Un factor que no se debe obviar es la implicación, en mayor o menor medida, del Gobierno chino en cada proyecto de repercusión; la sinergia de agendas entre sector público y privado chino es clave en la estrategia operativa de la República Popular.
La imparable carrera tecnológica que está ligada a la preponderancia geopolítica ha potenciado la disputa entre los colosos – Estados Unidos y China –, sin embargo será el mercado europeo quien pondere el liderazgo tecnológico mundial con sus alianzas comerciales. Es así que en los últimos años – bajo la Administración Trump – han surgido presiones desde Washington por los posibles acuerdos entre países europeos y Pekín, especialmente en relación a la tecnología 5G.
La versión digital de la BRI sigue los pasos de su proyecto matriz. Por tanto, Indochina, con un mercado de 600 millones de personas posee, además de valor geoestratégico, un mercado digital por explotar que justifica la inversión. Malasia se ha convertido en el nodo de operaciones desde donde empresas como Alibaba se han propuesto expandir el comercio regional, invirtiendo en servidores de telecomunicaciones e infraestructura de fibra óptica, facilitando servicios de aplicaciones e implantando así un marco de operaciones digitales transfronterizo. China, además conocer el potencial de la masa demográfica que posee su continente, es coincidente del perfil de cliente que debe atender: sociedades jóvenes que han crecido de la mano de la tecnología y que ha naturalizado las condiciones de la era digital. Se pronostica que en el mercado del futuro el 25% del PIB mundial se generará desde la economía digital.
En cuanto a la inversión, la denominada eRuta ha supuesto unos costes notablemente más bajos que su proyecto matriz. Según MERICS, la versión digital de la BRI ha tenido una inversión de 17.000 millones desde 2013. En su mayor parte (60%) destinado a la infraestructura del comercio digital y los servidores de pago desde el móvil; asimismo, también han cubierto la instalación de fibra óptica y redes de telecomunicaciones.
Belt and Road Initiative es una obra de ingeniería geoeconómica y geoestratégica sin precedentes. Un plan que estima invertir alrededor de un trillón de dólares para infraestructura tanto en puertos, carreteras o vías ferroviarias, como en cables de fibra óptica, centrales eléctricas o servidores de aplicaciones móviles; desde la mejora de los canales con Europa, hasta aquellas regiones en desarrollo que anhelan ver cómo sus mercados son incluidos en la economía internacional.
El valor nominal de la BRI consiste en desarrollar la conectividad de cada servicio. La estrategia atiende a un plan a escala global para el flujo de mercancías o de recursos energéticos, de personas o de tecnología de la información; todo aquello que pueda abrir, potenciar y vincular mercados entre regiones. China debe importar para producir; mejorar sus líneas de abastecimiento es una exigencia orgánica sin la cual el país asiático no se sostiene, dadas sus características económicas y su condición demográfica. La Iniciativa de la Franja y la Ruta, además de minimizar las carencias de China, pavimenta un futuro orden mundial en el que la nación asiática es un actor indispensable.
El enfoque diplomático de la nueva Administración estadounidense, la consolidación de las relaciones chino-rusas, las rutas árticas, la política exterior de la Unión Europea, el valor del yuan o la capacidad del Gobierno chino por potenciar su propio mercado interno, son cuestiones estratégicas que guardan relación, en mayor o menor medida, con la visión geoeconómica de la Nueva Ruta de la Seda; todo ello con el añadido de que cada escenario debe responder a las consecuencias de la pandemia de la COVID-19. Si China es capaz de combinar una diplomacia más frontal con un proyecto económico menos agresivo se afianzará su condición de agente geopolítico de primer orden de cara al siglo XXI.
La Nueva Ruta de la Seda es la máxima expresión de China por consolidar aquello que su cultura e historia le han acreditado: volver a ser un epicentro del mundo. Está impregnado en su mentalidad, de ahí su vetusta proclamación como imperio del medio. Además de la magnitud en términos económicos, este proyecto concede a Pekín abarcar un variedad de dimensiones estratégicas a través de las cuales prevalecer en el tablero geopolítico. La profundidad e incidencia de su flujo comercial, la proyección del espectro digital, el auge de su poderío marítimo o el valor de su divisa, son prioridades que tienen un objetivo común: hacer de China una potencia autosuficiente cuya presencia resulte innegable.
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