Libia fue durante décadas un actor africano y árabe a tener en cuenta. Sus recursos y su ubicación, acompañado por un régimen dictatorial ambicioso, forjaron en el país una conciencia nacional capaz de contrarrestar el orden tribal enraizado en las tres regiones históricas del Estado norafricano. Bajo la figura de Muanmar el Gadafi, la Tripolitania, la Cirenaica y el Fezzan mantuvieron una cohesión ficticia, gracias a un sistema de poder central bajo el parapeto de ideologías panárabes y panislamistas.
El país árabe ganó presencia geopolítica con la dictadura. Contaba con las mayores reservas energéticas del continente y el privilegio de su localización, factores que hicieron de Libia un activo estratégico. Estas condiciones, combinadas al sistema político de Gadafi – Yamahiriya, Estado de las masas – propiciaron que en 2010 Libia mostrara el mayor índice de desarrollo humano de África, y el quinto dentro del mundo árabe tras EAU, Bahreín, Qatar y Kuwait. Sin embargo, esto no tapaba las carencias, que mostraban una tasa de desempleo que llegaba al 30%; un porcentaje que aumentaba dentro de la población joven.
Cuando el régimen de Gadafi cayó en 2011 la estructura gubernamental comenzó a resquebrajarse. En los años siguientes al derrocamiento se abrió una vía hacia el proceso democrático que finalmente fracasa ante el rechazo islamista de los resultados electorales de junio de 2014. A la sazón, Libia quedó a merced del poder miliciano, sin un poder Estatal, que desde entonces quedó desglosado en organismos regionales. Bajo este contexto comenzó un conflicto nacional que aún hoy permanece abierto.
Tras yugular el control de ciudades de los fundamentalistas del ISIS, Libia continuó bajo el poder de las milicias, algunas de tinte islamista, y dividida en tres Gobiernos que no aceptaban más legitimidad que la propia. La vía política fue perdiendo fuerza tras el fracaso electoral de 2014, hasta ver las prerrogativas recaer en los actores regionales en base a la fuerza de las armas. La existencia de un poder central ya que se había extinguido.
Desde entonces cada actor controla su zona incapaz de ser derrotado, pero carente de la fuerza necesaria para doblegar a sus enemigos. En estos años de máxima tensión cobró peso la implicación exterior. Turquía y Qatar se encargaron de sufragar armamento a los grupos islamistas, mientras que Egipto, Rusia y Emiratos Árabes hicieron lo propio con las milicias que configuran el Ejército Nacional Libio del general Haftar.
Ante este escenario, en 2015, la ONU se implicó en la situación libia para muscular una vía política. Promulgó la entrada en escena del Gobierno de Acuerdo Nacional (GAN), encabezado por Fayez al Serraj, en su objetivo de dar impulso a un ejecutivo de unificación. El plan aspiraba a que, a partir de 2016, este órgano fuera reconocido por la comunidad internacional; sin embargo, el poder real dentro de la esfera local libia estaba repartido por los islamistas en la vertiente occidental y por el Gobierno de Tobruk y el general Haftar en la Cirenaica, al Este. Esto no impidió a Serraj instalar su Gobierno en Trípoli con la intención de abrir una vía para convertir a Libia en un Estado funcional de nuevo.
En mayo de este 2018 se reiniciaron las negociaciones tras haber fracasado el año anterior. A esta ronda acudieron cada uno de los actores que reclaman su legitimidad: Haftar, cabeza del Ejército Nacional Libio; Serraj, líder del GAN; Aguila Salah portavoz de la Cámara de Representantes; y Khaled al-Mechr, presidente de la Cámara de Estado. Uno de los mayores obstáculos de las negociaciones es la falta de reconocimiento político de Haftar al Gobierno de Serraj, y la negativa a aceptar la inclusión de los islamistas en cualquier proyecto. No obstante, las cuatro delegaciones han llegado a un acuerdo sin firma. Han aceptado la elaboración de un boceto constitucional, la celebración de elecciones a finales de año, la formación de un ejército unificado y la reconstrucción equitativa de las instituciones financieras.
Definitivamente, el pacto verbal alcanzado evidencia un mínimo avance en el proceso por conjeturar poderes, pero sigue sin presentarse una hoja de ruta realista y con los tiempos bien marcados. Ciertamente se han señalado los puntos que deben reformularse, pero no se define el modo ni los agentes responsables de conducir su ejecución.
Un defecto que padece Libia es su tendencia a sustentar los programas de futuro de la nación sobre las figuras que dirigen cada movimiento. Ese caudillismo entorpece las negociaciones a múltiples niveles, además de hacer éstas más frágiles por su dependencia a un individuo. La delicada situación política y social que ya de por sí vive hoy Libia depende de estas personalidades, haciendo más complejos los acuerdos y los procesos de futuro que lleven a la estabilización del país.
En este contexto de personalidades es menester resaltar la figura del general Jalifa Haftar. Sus logros militares le han permitido ganar tanto en resonancia local como en reputación internacional, aunque internamente su figura es muy criticada tanto en Trípoli como por el frente islamista, al que el mariscal niega cualquier tipo de potestad política. El auge de su persona ha tenido como perjudicado colateral la causa del Gobierno de Al Serraj; las conquista del primero en Bengasi y la toma de la estratégica Al Jufra afirmaron su poder en el Este del país, una condición que acabó por cristalizar tras la victoria en Derna el pasado junio.
A estas alturas la resonancia de Haftar ha superado el plano militar. El general tiene garantizada la autonomía económica del Este de Libia gracias a su control sobre gran parte de la infraestructura petrolífera. A su autoridad hay que sumar el factor estratégico de tener como aliados externos a Rusia, Egipto y Emiratos Árabes Unidos – además de los contactos con los que puede contar en Washington tras años de exilio allí –, un aval clave en el plano geopolítico para proyectar la Libia del futuro. A ello hay que añadir su alianza en el plano local con el Gobierno de Tobruk, un binomio que ya se ha afianzado en la región cirenaica y que puede servir como punto de partida desde donde comenzar a proyectar el devenir de Libia.
El peso militar del Ejército Nacional Libio respecto a sus rivales y sus alianzas externas convierten al general Haftar en interlocutor ineludible para cualquier iniciativa. No obstante, su inicial recelo a los acuerdos de Sjirat y su rechazo del GAN, sumado a su antagonismo hacia el islamismo político, han obstaculizado el proceso de proceso de paz y restan alternativas en la mesa de negociaciones.
Asimismo, si Libia aspira a reestructurarse debe traducir el poder de sus milicias en una fuerza conjunta en nombre de un Estado unido, preparado para dar respuesta ante cualquier agente supranacional. Es necesario un ejército nacional y un poder central con prerrogativas reales capaz de trabar con, que no sobre, el metabolismo tribal. Paralelamente deberá crear un organigrama equitativo en cuanto a la gestión de sus recursos, un tema que en últimas fechas ha sido la fuente de desavenencias entre las partes involucradas por el futuro de Libia. En fechas recientes, el “plan acción” propuesto por Naciones Unidas ha concretado el plano político para Libia, dado que el pasado noviembre el mariscal Haftar se reunía con Fayed Serraj, su rival por liderar el futuro de la nación en vistas al proceso electoral que vivirá el país en 2019.
Si las potencias internacionales hacen uso de su red de influencia como una fuerza monolítica y con una dirección definida es más probable que puedan condicionar los elementos estratégicos libios – como el Banco Nacional de Libia o el marco energético –, razón de disputa en el proceso de negociación entre las fuerzas locales. En última instancia, desde un punto de vista estratégico, Libia está determinado por sus connotaciones geopolíticas. Como país africano, árabe y mediterráneo, tiene un peso orgánico en el mapa. De esta manera atrae la atención de la corte internacional; sea por sus reservas de petróleo o por el flujo migratorio que parte desde su territorio. Lo cierto es que el futuro de Libia repercute en un abanico de dimensiones; puede resultar una fuente de inestabilidad, pero tiene condiciones para ser una potencia regional.
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