Hoy es de esos días de resaca informativa y pesadumbre tras el atentado de Londres. Deploramos que un tal Khalid Masood, un canalla que en mala hora nació, haya estrellado su coche contra decenas de transeúntes inocentes a los pies del Big Ben. Si embargo, a pesar de la salvajada, compruebo que muchas descripciones periodísticas están escritas con la asepsia mecánica de gente acostumbrada a narrar el horror con cierto aburrimiento por su oficio.
Hace fortuna el apelativo de «lobo solitario», que es una especie de pseudo-tecnicismo al que se agarran los medios para denominar a un terrorista islámico que actúa por su cuenta. Incluso yo mismo lo he usado en un artículo, antes de que este tipo de asesinos fuera muy conocido. Pues bien, hay que dejar de llamarles así porque los enaltecemos sin querer. Hay que calificar de forma que los malos queden desprestigiados como la escoria social que son. Si lo hacemos estaremos mejorando la protección de todos, enarbolando la bandera de un periodismo más seguro que contribuya a aislar a grupos terroristas, a mafias, a delincuentes o a sediciosos.
Como licenciado en Ciencias de la Información por la Universidad de Navarra, como editor de dos revistas de seguridad y defensa y como español con sentido común, me siento autorizado para sugerir a mis colegas un nuevo rumbo en aras de ese «periodismo seguro», que debe ser un aliado en la lucha contra las amenazas que se ciernen sobre nosotros.
Seamos conscientes de que todos libramos una guerra de propaganda con múltiples «batallas de eufemismos» en pantallas, micrófonos e imprentas de todo el mundo. Sin maldad y sin percibir que dignifican a los malos, los informadores llaman «ataque» a lo que es un «atentado», llaman «yihadista» o «insurgente» al «terrorista», llaman «ejecución colectiva» a lo que es una «matanza» de civiles. Los más distinguidos analistas llaman «mártires» (un noble término de los primeros cristianos) para describir a un perdedor suicida que persigue matar inocentes como último estímulo vital. Leemos «inmolarse» en vez de «suicidarse», leemos «batalla campal» en vez de «disturbios», «algaradas» o «tumultos». Llamamos «usar la violencia» a lo que es una «agresión»; llamamos «radicales» a «delincuentes callejeros», llamamos «líder» al «cabecilla», llamamos «verdugo» al «asesino».
En pleno imperio de la corrección política nos da repelús escribir con adjetivos calificativos: como «salvaje», «brutal», «pérfido», «cobarde», «abyecto», «infame». Abusamos, eso sí, del manido «presunto» porque aquí a todo el mundo es bueno, aunque sea notorio que el autor planeó y ejecutó un crimen tremendo. Pues no, tenemos que ser conscientes de que con las palabras también podemos poner nuestro grano de arena, Dejar mal a los que hacen tanto mal, sin perder ápice de objetividad. La riqueza de nuestro idioma lo permite sin grandes estrujones de mollera.
Más preocupante es que en el sector de la seguridad esté haciendo fortuna una teoría que viene a decir que la simple mención de la palabra «terrorista», invita a otros individuos a seguir el ejemplo. Se hace el paralelismo con el suicidio, ya que al parecer hay evidencias de que existe un efecto contagio: cuando aparece la noticia de un acto suicida, aumenta el número de ellos. Recientemente escuché en la radio nacional a un teórico de esta corriente, era al hilo del atentado islamista con un camión en un mercado de navidad en Berlín. Para mi estupor, éste señor denominaba al autor de todas la maneras imaginables menos «terrorista». Lo llamaba «actuante», «atacante», «actor», «autor». A los salvajes del Daesh los calificaba como «combatientes», «rebeldes» o «insurgentes». Dudo mucho que estos rebuscados eufemismos consigan evitar la proliferación de atentados, todo lo contrario, a mi juicio sólo conseguían el embellecimiento épico de estos criminales. Fue algo escandaloso.
Al pan, pan y al vino, vino.
Yo sostengo la teoría opuesta: plagar con esta terminología los más inverosímiles actos criminales sólo consiguen enaltecen la barbarie. Además, usar apelativos manidos o degradados restan gravedad a crímenes, desfalcos o trifulcas. Un sujeto de éstos siempre preferirá que le llamen «yihadista» o «combatiente de la yihad» mucho mejor que «asesino». Máxime si era además un ratero, un drogadicto o un marginado social.
Vivimos tiempos de periodismo industrializado. Hoy las crónicas parecen que las ha escrito una misma persona. Abundan hasta la náusea los ripios, las frases hechas, los clichés y las expresiones que se copian y se reproducen sin fin. Usted mismo como lector: ¿cuánto hace que no eleva la vista de un texto para conocer a un autor meritorio? Yo no digo que cada noticia sea un alarde de literatura creativa, pero sí creo que un buen periodista debe tener un estilo propio que sea mínimamente bello, audaz y transgresor sobre la mediocridad imperante.
Si analizamos el caso de este Khalid Massood, conviene cargar la mano con su faceta como delincuente y como cobarde. Un suicida que deja hijos a cargo para cometer un acto canalla contra personas inocentes. Llamémosle «asesino aislado», no «lobo solitario». Llamémosle «asesino suicida» no «mártir de la yihad».
Hagamos periodismo seguro, ése que contribuye a acorralar socialmente a la hez que corrompe nuestra paz.
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