Carlos González de Escalada Álvarez/ Sevilla
En tiempos de guerra un cobarde es aquel que abandona el campo de batalla cuando las cosas se ponen feas y peligra su vida. La cobardía ha sido siempre un defecto ominoso que degradaba la calidad de la persona. El mundo era de los valientes, de las gentes aguerridas que sin preocuparse de fatigas ni peligros alcanzaban sus objetivos. Pero hoy en día… ¿acaso ser cobarde no es mucho más rentable en nuestra sociedad?
Entendamos por cobardía la asunción de que es preciso subordinar la convicción y el ideal, a consecuencias externas perniciosas para el individuo y sus intereses. Antaño, el cobarde era el que rehuía el ataque para no hacerse pupa, hoy el cobarde es aquel que fundamentalmente calla y otorga para no verse perjudicado por el poder circundante.
A un empresario no le sale nada rentable criticar en público a los políticos que contratan sus servicios.
A un subordinado no le interesa nada saltarse el escalafón para denunciar una tropelía de su jefe, porque puede perder la batalla.
Al general de brigada no le conviene en absoluto poner su convicción en juego y llevar la contraria al mando, si es que quiere ascender a general de división.
Al editor intrépido para nada le interesa meter el dedo en los desmanes de su ayuntamiento, si peligra el jugoso contrato de publicidad.
Incluso a este incauto plumilla que firma, su columna semanal le entorpece el vender más cursos del CISDE.
Pero si llegamos al político medio, apaga y vámonos. El candidato que se precie, cuando huele las urnas, aparca completamente las convicciones y dice en general vaguedades infumables con el único objetivo de no enfadar a nadie. Sin darse cuenta que tampoco convencen, de que su vacuidad termina por hacer que la gente pierda confianza y desespere.
Se toma como verdad asentada que para ganar unas elecciones hay que hablar de generalidades y no prometer nada, para después tener las manos libres. El problema es que una vez que el gobernante alcanza el poder, no sabe qué hacer con él, porque se ha pasado la vida pensando en el regate cotidiano y no tiene la menor noción de cómo marcar goles. Es como un supuesto estratega que se ha pasado la vida retirando sus ejércitos de la batalla para que salgan indemnes, pero que jamás ha dirigido una ofensiva. ¡No ha practicado el ataque! ¡No sabe lo que es!
La convicción, la defensa de la idea, es aliciente imprescindible de la política y se admira. Pero es virtud raquítica en los partidos mayoritarios. Esos silencios clamorosos, ese no dar explicaciones, ese dejar que el tiempo resuelva… Lo peor es que a fuerza de ser cobardes, la gente se ha olvidado lo que significa ser valiente. Se le tiene pánico a la osadía, como posible causante de todos los males imaginables. Se asocia valor con temeridad, bisoñez, inexperiencia o incluso falta de inteligencia. Nuestra sociedad tolera al que nunca hizo nada, porque nunca se equivocó.
Defender la Constitución
Mariano Rajoy no hace una defensa encendida de los valores constitucionales y la unidad de España porque está convencido de que perderá votos en Cataluña. Prefiere realizar una presión sorda sobre los resortes del Estado, amagando y enseñando los dientes. Pero si no se pone valiente con eso, ¿con qué lo hará? El presidente del Gobierno tiene una oportunidad de oro para defender sus ideas y no lo hace. Al contrario que los de Convergencia y Unión, que ganan en todos los frentes propagandísticos sin apenas resistencia. Y eso que la «artillería pesada» del artículo 155, la tiene el Ejecutivo.
Las consecuencias de la cobardía, en todos los ámbitos: político, económico, empresarial y humano; son corrosivas y muy dañinas a largo plazo. Relativizarlo acarrea una falta de fé en el ideal. Si nos ponemos así, todos son invenciones del intelecto humano: los países, las fronteras, las organizaciones, la familia, la religión: todo es un juego de la mente humana, entelequias que no conviene creerse demasiado. Pues no señor, hay que defender aquello en lo que se cree, dar un paso firme y decir: ¡por aquí, no!
Sobran los cobardicas y los blandengues. Nos hacen falta muchos más españoles valientes, que incluso después de perder las batallas, se sacudan el polvo orgullosos y sonrían con hombría pensando en la próxima.
Aunque pierdan votos.
carmelo jesus aguilera galindo
6 octubre 2012
D.Carlos al hilo de su argumentación,nuestro refranero es rico «mas vale una vez colorado,que ciento amarillo».Por desgracia hoy dia es mas rentable ser politicamente correcto.