El pasado enero se hacia oficial el desbloqueo a Qatar. Un aislamiento que comenzó en 2017, perpetrado desde Riad y Abu Dhabi, – al que le siguieron Egipto y Bahréin – y que suponía la ruptura diplomática con el correspondiente cierre de fronteras y conexiones aéreas. Las medidas se justificaban por la línea política adoptada desde Doha, que consideraban que el país liderado por la familia Al-Thani se había desviado de la partitura geoestratégica regional imperante entre los países del Golfo Pérsico.
La línea editorial de la cadena qatarí Al Jazeera, la relación de la familia Al-Thani con líderes de los Hermanos Musulmanes o los vínculos con Irán, fueron algunos de los puntos cardinales que propiciaron el bloqueo de Qatar. De hecho, se elaboró una lista de trece exigencias que el país peninsular del Golfo debía cumplir para revertir la situación, aunque finalmente las peticiones iniciales quedarían definidas en una enumeración de compromisos más reducida.
En el momento del bloqueo, Qatar dependía en un 90% de sus importaciones, las cuales se introducían en torno a un 40% por la única vía terrestre existente, a través de Arabia Saudí. Esta opción, que desapareció de un día para otro, obligó a Doha a reinventar sus líneas de aprovisionamiento. Hoy, su independencia en este aspecto marca un salto de autonomía para el país árabe. Un proceso que comenzó en 2017 con su decisión por alcanzar independencia geopolítica y que derivó en el boicot de parte de sus vecinos y aliados.
Los hechos de los últimos tres años han demostrado que Qatar tiene una proyección geopolítica y una disposición diplomática mucho más elaborada y determinante de lo que sus vecinos le daban crédito. A partir de su situación de aislamiento, Doha perpetró una plan para fortalecer las relaciones con aliados fuera del Golfo en aras de alcanzar los recursos hasta entonces suministrados por medio de sus hermanos del Consejo de Cooperación del Golfo (CCG). En este contexto, Turquía e Irán se posicionaron como las opciones más viables, por proximidad geográfica y por las relaciones previas. En el caso de Turquía, también por un marcado alineamiento ideológico.
Irán le proporcionó a Qatar el puente aéreo que otorgaba al emirato la viabilidad logística, dado que, con el bloqueo, Doha se vio expuesto a un aislamiento terrestre y aéreo que limitaba en sobremanera el flujo comercial y humano. Sin embargo, fue Turquía la que se erigió como el principal socio comercial, y hoy es aliado capital de Qatar. Una afinidad que se ha trasladado al ámbito geopolítico al compartir agendas en el devenir de guerras como la de Libia. Asimismo, el vínculo entre Ankara y Doha contiene el trasfondo por su afinidad en el islam político; la línea de gobierno de Erdogan y la empatía del emir qatarí por los Hermanos Musulmanes hacen de ésta una alianza que hoy da señales de estar cristalizada.
Por otra parte, las relaciones con Irán son diferentes. Un socio más que un aliado; un vínculo obligado por la coyuntura energética de compartir ambos países la bolsa de gas más amplia del planeta, North Dome Field. Dicho esto, Teherán representa para Doha un vecino tan necesario como amenazante. En el contexto geopolítico del equilibrio de fuerzas, Irán tiene una agenda de potencia regional que rivaliza con Arabia Saudí, vecino y aliado fraternal qatarí hasta 2017. Esto ha servido a la familia Al-Thani para capitalizar su proximidad con el Estado persa a modo de contrapeso a la hora de gestionar la tensión de los últimos años con Riad.
Tras el anuncio del desbloqueo se abre un capítulo nuevo en el tablero geopolítico regional. Qatar tiene la oportunidad de vertebrar una política exterior que incluya relaciones con las tres potencias regionales: Arabia Saudí, Turquía e Irán. Incluso se abre la posibilidad de poder intervenir en las dispuestas entre ellas, lo que representaría un salto cualitativo en su papel de intermediario. Esta nueva coyuntura supone un reto que cumple con la ambición de Doha de pavimentar una diplomacia capaz de triangular relaciones con las fuerzas regionales y amplia su profundidad interventora. Acontecimiento que, tal y como han recalcado fuentes oficiales, no tiene precedente, ya que la proximidad qatarí con Teherán y Ankara se afianzó a raíz del aislamiento en 2017.
A la hora de hablar de Qatar, hay que tener presente que su activismo exterior mediante el soft power es una impronta ya conocida dentro de las cortes de poder internacionales. Sus inversiones en el extranjero son un ejemplo de cómo ganar peso en mercados y presencia en cotas internacionales, así como una manera de diversificar sus fuentes de ingresos, hoy aún altamente dependientes de sus recursos energéticos. La extensión del Qatar Investment Authority (QIA), el alcance de los medios Al Jazeera y Bein Sports, o la reputación del centro de alto rendimiento Aspire son ejemplos de la tecnificación y diversificación a la que aspira Qatar.
Si bien este tipo de estrategias se han intentado desarrollar desde todas las monarquías del Golfo, muchas han caído en la contracción y la polémica. Qatar ha sido congruente en su naturaleza geopolítica, y ha hecho uso de su condición económica para ganar presencia internacional y hacerse con un espacio en la diplomacia para probar su valor como mediador. Una estrategia bicéfala con el objetivo de alcanzar la máxima rentabilidad en sus inversiones y, en paralelo, potenciar la imagen del país, su acceso a los mercados y ampliar su red de contactos.
Qatar es consciente del contexto del siglo XXI, y a pesar de su ubicación y su historia, ha dado muestras de no rechazar el cambio en su espectro sociopolítico. Los comicios que se celebrarán este año para elegir los miembros del Consejo de la Shura reflejan la predisposición por mostrar un cambio dentro de un sistema marcado por bases religiosas. No hay que olvidar que en Qatar se profesa la vertiente wahabí dentro del islam suní, la misma que la Casa Saud en el Reino del Desierto. No obstante, el pragmatismo de la élite gobernante qatarí ha sabido converger la política nacional con la religión.
El anuncio del desbloqueo, unido a la llegada de Joe Biden a la Casa Blanca, supone una victoria en múltiples dimensiones para Qatar. Se augura una atmósfera menos agresiva en la región con una política más propensa a buscar el consenso, y no tan afín a Israel. La cuestión a analizar versa sobre el momento que se ha elegido para oficializar la reactivación de las relaciones oficiales con Qatar. ¿Por qué ahora? Ha coincidido en una fecha próxima a la investidura del nuevo líder estadounidense y tras pocos meses de la firma de los Acuerdos de Abraham entre Israel, EAU y Bahréin.
Tras más de tres años de boicot, Qatar no sólo ha sobrevivido al aislamiento, sino que ha salido fortalecido como Estado. La situación crítica que encaró en 2017 ha servido al emirato para reconfigurar su infraestructura nacional en múltiples dimensiones, y que han convertido a Qatar en un país más diversificado, camino de reducir su dependencia de sus recursos energéticos: hoy el 25% de sus ingresos ya procede de negocios ajenos a recursos energéticos, y se espera que estas cifras vayan incrementándose.
Qatar sale netamente reforzado de un pulso que no inició. Más allá de las consecuencias de la reapertura de relaciones oficiales con Arabia Saudí o EAU, hoy, la nación liderada por la familia Al-Thani es un actor con vínculos próximos a Irán, con una alianza consolidada con Turquía y un aliado estratégico de Estados Unidos – en su territorio se encuentra la base de Al-Udeid, la mayor del país norteamericano en el extranjero–. Asimismo, guarda fructíferas relaciones con diferentes países europeos a partir de sus negocios e inversiones – entre los que se encuentra España –, y una red diplomática bien reputada. En el marco regional, la oficina talibán en el país, la presencia de líderes de los Hermanos Musulmanes, o ser la residencia de exiliados de Hamas son muestras del pragmatismo y la plasticidad de una política exterior que permite a Qatar ser partícipe en diversidad de escenarios de tensión que la región debe encarar. Ahora bien, la triangulación diplomática es frágil por naturaleza, y tener relaciones con agentes antagónicos conlleva una presión que, a pesar de saber gestionar en gran parte de los momentos, la coyuntura en ocasiones obliga a decantarse. Por tanto, tal política exterior en una región tan eruptiva como Oriente Medio puede llevar a Qatar a verse en la tesitura de posicionarse, con el riesgo de ver desarticulada su ingeniería diplomática.
A la hora de hablar de la geopolítica regional en relación con Qatar es imperativo mencionar el papel de los líderes de Arabia Saudí y Emiratos Árabes Unidos, Muhammed bin Salman (MBS) y Muhammed bin Fayed (MBZ), respectivamente. Ambos han sido los mayores responsables del bloqueo, justificando que el país peninsular estaba poniendo en riesgo la estabilidad de la zona con su política exterior al acoger terroristas (en referencia a miembros de Hamas y Hermanos Musulmanes), por fomentar el islamismo a través de la cadena Al Jazeera y por mantener relaciones oficiales con Irán y su Guardia Revolucionaria (dejando sin cumplir las sanciones al país persa). La tensión y el rechazo generado por sus relaciones con múltiples actores controvertidos prueba la medición de la política exterior qatarí, que ha sabido manejar los riesgos de desarrollar relaciones con agentes antagónicos y convertirlo en capital diplomático como contraprestación.
Dentro de todo este escenario de confrontación, hay que medir también los intereses regionales entre bloques contrapuestos, formados por Arabia Saudí y EAU por un lado, y Qatar y Turquía por el otro. Además de las disputas sobre el devenir de Libia y Yemen (en este último escenario, Washington retiró recientemente su apoyo a las operaciones militares de Arabia Saudí), también Siria se ha convertido en escenario en el que Turquía e Irán – junto con Rusia – han conformado una entente en aras de mantener a la Siria de Bashar Al Assad como un aliado estratégico; en el caso turco con el propósito de yugular las pretensiones de independencia kurdas.
Qatar atesora – ya configurada antes del bloqueo – una política exterior acorde a su condición y a sus capacidades. Consciente de sus límites como actor internacional, el país del Golfo aspira a ser un agente reconocido por su autonomía y flexibilidad diplomática. La máxima premisa de tal estrategia exterior es no tener enemigos y a partir de ello ejercer de intermediario para ganar crédito internacional. Este esmero por recalcar el carácter unilateral de su política exterior – contrario en muchos temas a la línea geopolítica del Consejo del Golfo – fue una de las causas que provocó el aislamiento de Qatar, una agenda propia que comenzó a ser visible de forma continuada con las reacciones ante los levantamientos sociales iniciados en el mundo árabe a partir de 2011.
La causa palestina es otro escenario que permite visualizar la naturaleza política qatarí: si bien Doha aboga por el retorno a las fronteras previas a 1967, esto no ha impedido que desde los años 90 el país árabe tenga un centro de negocios ubicado en Israel. La defensa incondicional de la causa palestina fue compatible con el rechazo al boicot a Israel practicado por sus hermanos árabes – a excepción de Qaboos de Omán, que adquirió la misma línea que Qatar –. Todo ello en paralelo a proporcionar residencia a miembros de organizaciones consideradas terroristas como Hamas. Cada uno de estos ejemplos demuestra tanto el pragmatismo como la capacidad política de sus líderes que hasta hoy proporcionan a Qatar esa reputación de agente mediador.
Atendiendo a los últimos sucesos, la máxima que hay que visualizar en el contexto de la Declaración de Al-Ula – llamado así el pacto que ha puesto fin al bloqueo – es que Qatar no ha tenido que aceptar ninguna concesión. No obstante, a pesar del paso dado, los dos bloques dos que conforman Arabia Saudí, EAU, Bahréin y Egipto, por un lado, y Turquía y Qatar por otro, continúan vigentes, y la predisposición al diálogo en los próximos meses determinará el verdadero grado de validez de este acuerdo.
En un contexto diplomático en el que los protocolos cobran especial relevancia, la ausencia de la élite dirigente de EAU o Egipto para recibir al emir qatarí el pasado enero en el aeropuerto saudí – en dónde sí estuvo presente Muhammed bin Salman – puede ser visto como prueba de fragilidad de la Declaración de Al-Ula. Esta suerte de acuerdo aún debe demostrar su valor real, trazando una base diplomática creíble que se traduzca en un desarrollo progresivo y real de las relaciones. Las razones de este acuerdo se medirán en la forma de encarar a partir de ahora las disputas aún en liza entre EAU y Arabia Saudí con Qatar, así como las relación de Mohammed bin Salman con la nueva Administración estadounidense. En definitiva, será necesario algo más que una paz fría para gestar unas relaciones sostenibles capaces de establecer los contrapesos de poder geopolíticos necesarios para minimizar la tensión y asegurar un mínimo de estabilidad a la región.
En este teatro regional es menester atender a las futuras maniobras de Arabia Saudí. El fin del desbloqueo encabezado por MBS puede ser el prolegómeno a políticas de mayor profundidad, como el acercamiento – oficial – a Israel o ejercer presión en su padre para que ceda el trono en él. Lo que ha quedado patente es que con Joe Biden en el Despacho Oval las prácticas desde Riad van a tener que adoptar una línea más dialogante y sutil, a partes iguales, si no quiere perder el aval de Washington. Hace pocas semanas la Administración demócrata ya dejaba claro que no iba a permitir excesos en sus potestades al heredero al trono saudí cuando hizo público el informe de la CIA sobre el asesinato del periodista Jamal Khashoggi.
Qatar se ha forjado un papel de intermediario regional en las últimas décadas. Asimismo, la diversificación de su economía, los pequeños pasos hacia una suerte de cultura política en el ámbito doméstico y sus esfuerzos por seguir el ritmo de un mundo globalizado, convergen con la ingeniería diplomática que le ha dado rédito internacional. Así es que, como aliado estratégico de Estados Unidos, el país peninsular está en posición de incidir en los diferentes escenarios que la nueva Administración norteamericana debe encarar en Oriente Medio. La imperante resolución del pacto nuclear con Irán, la cuestión afgana o la causa palestina, dan la oportunidad a Qatar como actor mediador en la resolución de focos de tensión regionales. Doha mantiene una línea de comunicación rápida con Teherán; exiliados de facciones palestinas como Hamas residen en la península qatarí; y los talibán tienen abierta una oficina en el país de cara a encontrar una vía política para decidir el futuro de Afganistán. Definitivamente, Qatar ha ganado peso diplomático en la palestra internacional, y esto se traduce en ser partícipe de transiciones clave que marcarán el futuro de Oriente Medio. Asimismo, con las relaciones con Arabia Saudí ya oficialmente reincidas, Doha no sólo ha demostrado su independencia estratégica, sino que tiene la oportunidad de incurrir en el equilibrio de poder de las potencias regionales, con las que actualmente mantiene línea directa.
No hay ningún comentario