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La mayor crisis de la OTAN en sus 70 años de historia

Los Ministros de Asuntos Exteriores de la OTAN han asistido, los días 3 y 4 de abril, a una cumbre extraordinaria en Washington con motivo de la celebración del 70 aniversario de la Alianza Atlántica.

Tal día como hoy, el 4 de abril del año 1949, tiene lugar en Washington la firma del Tratado del Atlántico Norte. Entre las potencias adheridas figuraban: Bélgica, Canadá, Dinamarca, Francia, Islandia, Italia, Luxemburgo, Noruega, Países Bajos, Portugal, Reino Unido y Estados Unidos. Con la firma de este documento quedaba plasmado el compromiso de los firmantes a la hora de asumir como propia toda agresión efectuada contra cualquiera de los miembros y la disposición orientada a actuar de manera conjunta para responder a la misma.

Hay que tener en cuenta, atendiendo al contexto histórico y a las tensiones entre las grandes potencias del momento, que uno de los fundamentos originales del tratado obedecía en gran medida al afán estadounidense por contener la influencia de la antigua URSS, afianzando al mismo tiempo la presencia militar de EE.UU. en territorio europeo y la cooperación en materia militar con los estados de la Europa occidental cuya seguridad se demostraba cuanto menos precaria. No obstante, igualmente es preciso señalar que la Alianza Atlántica, con sus luces y sombras, ha evolucionado desde que se consolidara como una de las instituciones clave durante la Guerra Fría, en gran medida por la aparición de nuevas amenazas y la obligada necesidad de adaptación a las mismas.

Sin embargo, la incertidumbre actual difiere de aquellas conocidas en el pasado reciente. Decía el Secretario General Adjunto para Asuntos Políticos y de Seguridad de la OTAN que nuestra generación se enfrenta a una realidad distinta, en la que las grandes potencias compiten dentro de una dimensión económica más acotada, donde el aislamiento no constituye una posibilidad. Se trata de una realidad donde ignorar o ser ignorado ha dejado de ser una opción. Los poderes tradicionales pugnan por resistir, los emergentes reclaman su espacio y el resto continua, como siempre, buscando su lugar a la desesperada. Este panorama enuncia algo de forma meridianamente clara. El equilibrio al que nos habíamos acostumbrado está en riesgo y cada vez con mayor frecuencia esa costumbre se cuestiona en un tablero que, desde hace algún tiempo, ocupa a más de dos jugadores.

China es hoy una superpotencia en plena expansión. Segunda economía del planeta, tratamos con un coloso tecnológico y militar que reclama un espacio proporcional a nivel político, con intereses a nivel global en materia de inversiones, finanzas y comercio.  El apetito voraz que el gigante asiático viene demostrando por las materias primas, ha puesto en el centro de la diana al continente africano y Latinoamérica. China en definitiva, no renuncia a nada y aspira a todo en la actual realidad híbrida.

Hemos asistido al nacimiento de un tercer poder o por lo menos a su perfeccionamiento. Frente a un “hard power” amparado en la coerción y un “soft power” fundamentado en la atracción, Josehp Nye volvía recientemente a introducir en escena una tercera fuerza en forma de “Sharp power”, cuya esencia es la manipulación de las ideas y de la percepción.  Patrimonio de todos, dicho poder ha sido empleado de manera magistral por las potencias asiáticas, véase el ejemplo chino, en una planificación largoplacista que choca frontalmente con la inmediatez de nuestros usos, formas, intereses y valores.

Es incuestionable que la OTAN debe tener muy presente al segundo inversor en materia de defensa a nivel global, consolidando unos cauces de diálogo que si bien no estarán exentos de desafíos y discrepancias, se convertirán en  fuente de oportunidades y nos alejaran de las tradicionales escaladas de tensión.

La globalización ha mostrado sus aristas y no podemos ignorar el debate que, en el marco de la OTAN, cuestiona la necesidad de que la Alianza Atlántica se extienda allí donde se produzca la amenaza o bien continúe ciñéndose a los límites trazados por el Atlántico Norte. Afganistán tras el 11-S, la Coalición Internacional contra el Daesh en Irak, Corea del Norte y el desarrollo nuclear, son solo algunos de los ejemplos que han puesto a prueba esa dualidad que todavía está en pugna.

Mientras China reclama su espacio, Rusia exige la devolución de lo perdido tras el desmoronamiento del titán soviético. Si bien es cierto que lo hace desde una base económica, social y demográfica atezada por sus muchas fragilidades, la exhibición de músculo militar compensa el resto de carencias. Son patentes los desprecios a otras soberanías, las injerencias en terceros países, el desdén al control de armas y su incomodidad respecto al sistema de seguridad europeo desde la caída del muro.

A los desafíos anteriores, externos por otra parte, sumamos hoy la “crisis matrimonial interna” entre EE.UU y la OTAN. Conviven en el espíritu estadounidense dos facetas: el liderazgo de la defensa aliada y su histórico aislacionismo. No obstante, dicha encrucijada no constituye un defecto reciente. Más bien se trata de una sombra que acompaña a la Alianza Atlántica desde su origen. Puede que las relaciones sean hoy más complejas que nunca, pero más que nunca son imprescindibles.

Conviene tener en cuenta que EE.UU. es todavía a día de hoy el único actor democrático puramente global y en razón de ello, su liderazgo es irremplazable. Hecho distinto son las reticencias a la hora de cuestionar dicho liderazgo, incluso entre sus aliados, en la medida en que una vez desaparecidos los imperativos estratégicos de la Guerra Fría parecen haberse visto minimizadas. De otra parte, la propia ciudadanía estadounidense parece poco dispuesta a seguir soportando la carga de una responsabilidad y un coste, en la creencia de que dichos esfuerzos les reportan muy poco. El error o la imprudencia podrían ser puestos a prueba más pronto que tarde y el grado de incertidumbre al que nos enfrentamos, junto a los nuevos riesgos estratégicos son demasiado elevados como para prescindir de nada ni de nadie, pues todos somos necesarios y el liderazgo continúa siendo incuestionable.

Mientras, en Europa nos afanamos por reparar las crisis que aquejan nuestro espacio. La crisis económica, la inmigración masiva, los populismos, el eternizado Brexit, son solo algunos de los argumentos que unos usan para pedir “más Europa”, mientras otros dicen ver como Europa “limita” con la necesidad de soberanías nacionales más fuertes. Esto demuestra que, al igual que ocurre con las relaciones trasatlánticas, el vínculo intra-europeo es más complejo que nunca pero nunca tan necesario.

Los ejemplos abundan: Daesh, la crisis entre Israel y Palestina, Irán frente a las potencias del Golfo, la pugna del islam político por imponerse o ser erradicado.  Resulta evidente que la OTAN tiene un papel que jugar. Especialmente  si nos atenemos a las consecuencias de esa competición geográfica, las cuales desplegaran sus efectos por todo el globo.

La OTAN puede entenderse como una organización internacional tradicional o como una alianza y ha interpretado ambos papeles en un momento u otro a lo largo de su historia. Como organización internacional haciendo primar los intereses nacionales. Como alianza priorizando un bien superior que justifica el sacrificio de una parte de esos intereses nacionales. Mientras han existido una amenaza y un objetivo comunes el rol estaba claro, pero la ausencia de tales condicionantes siempre ha difuminado el escenario.

La unidad y la disuasión son todavía hoy dos elementos fundamentales que definen a la OTAN como alianza. Disuadir es su principal objetivo y el pasado está sembrado de lecciones aprendidas, no siempre por acertadas. La capacidad disuasoria de la OTAN entre los años 1989 y 2014 dejo mucho que desear, véase: los ciberataques contra Estonia; las sanciones tras los sucesos de Georgia en 2008; la armas químicas en Siria; Crimea…

Las discrepancias y la incertidumbre existen, pero son salvables y la OTAN ha superado numerosos e importantes escollos.  Europa todavía necesita a EE.UU. pero EE.UU. también necesita a Europa e ignorar esto no solo es ingenuo, sino también temerario. Nos encontramos ante un nuevo desafío de seguridad y frente a una prolongada situación de competición estratégica que ha ido mutando con el tiempo, a medida que se ha reestructurado el escenario internacional. Las consecuencias, algunas aún por descubrir, comienzan a vislumbrarse y lo que es seguro es que tendrán su impacto en nuestros sistemas políticos, nuestra prosperidad y nuestra forma de vida.


Analista especializado en el entorno de la información y Defensa.

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