Por G.B. D. Agustín Alcázar Segura (R).
Finalizada la Guerra de la Independencia, se hizo preciso llevar a cabo una reorganización política por parte del Estado, una reducción de los efectivos de las unidades militares y una readaptación social de los combatientes.
Esta nueva situación chocaba con unos mandos militares que, como consecuencia de las especiales características de la contienda, habían tenido que improvisar una embrionaria administración que ahora debía ser sustituida; habían disfrutado de unos poderes que resultaban incompatibles con la situación de paz que se iniciaba; finalmente, sin por ello agotar la casuística que podría ser alegada, muchos de ellos, incluso procedentes de la guerrilla, habían alcanzado altos grados militares que habían de readaptarse a las necesidades de paz.
Este será el caso de Francisco Espoz y Mina, que comenzó su carrera militar en 1808, alistándose en el destacamento del comisionado inglés Doyle y desarrollando su actividad bélica en Jaca (Huesca). Tras la capitulación de esta ciudad se incorporó, en 1809, en el “Corso terrestre de Navarra” a las órdenes de su propio sobrino Francisco Javier Mina, “Mina el Mozo”.
Cuando éste fue capturado por los franceses en 1810, Espoz y Mina fue nombrado jefe de la partida de guerrilleros que hasta ese momento lideraba su sobrino, consiguiendo unir bajo su mando a todos los grupos guerrilleros que actuaban en Navarra. Sobresalió por su habilidad y conocimiento del terreno, llegando a mandar la División de Navarra.
En Mayo de 1814, Mina se encuentra con que se le ha desmontado la administración autónoma creada para atender a las necesidades de sus fuerzas; que en unos pocos meses, pasa de ser una autoridad indiscutida en Navarra a mandar unos cuantos regimientos acantonados; que, de disfrutar una casi total autonomía pasa a depender para todo de un mando superior situado en una irritante proximidad.
El proceso que culmina en el pronunciamiento se produjo como producto de su disgusto personal por lo que, en su opinión, constituía una manifiesta ingratitud para los combatientes y para él mismo, no como consecuencia de la situación política creada por el paso del liberalismo al absolutismo, ya que en aquellos momentos posiblemente Mina no estuviera adscrito a un credo político concreto. Incluso para sus contemporáneos, el Marqués de las Amarillas y Alcalá Galiano, no tuvo nada que ver con la Constitución, que no la conocía ni sabía lo que era (1).
Ante la situación planteada, consecuencia lógica del tránsito de la guerra a la paz, Espoz y Mina solicitó una entrevista personal con el monarca para hacer valer sus méritos y los de sus hombres; pero sus reivindicaciones no fueron atendidas, e incluso en sus aspiraciones personales Mina aún vio mermadas sus atribuciones al devolverse el Alto Aragón a la Capitanía General que mandaba Palafox y al designar para el Virreinato de Navarra al Conde de Ezpeleta.
En el siguiente mes de Julio, y amparándose en un Decreto de 25 de Junio anterior, por el que se autorizaba la voluntaria desmovilización de los miembros de las unidades de guerrillas, se inició un proceso de abandono de las filas que provocó el regreso de Mina a Navarra para contener la deserción, política que chocó con una cierta resistencia pasiva y con la aparición de los primeros síntomas de insubordinación, fenómenos a los que se añadía la aún más grave resistencia de la población civil a seguir subviniendo a las necesidades de la tropa.
El conflicto finalizó con la publicación del Real Decreto de 28 de Julio, por el que se licenciaba a los componentes de las guerrillas. Ante esta situación, Mina entró en contacto con algunos mandos de su división, sobre un movimiento que tenía premeditado, bajo la confianza de que una vez efectuado, podría tener eco en algún otro punto, según las conversaciones tenidas por mí en Madrid durante mi permanencia allí, y otras correspondencias (2).
La trama de la conspiración se redujo a un acuerdo de principio con los coroneles Guerra, comandante de un Regimiento de caballería acantonado en Huesca; Asura, gobernador de Pamplona, y Gorriz, que estaba al frente del ler Regimiento, aparte los imprecisos contactos que Mina pudo establecer durante su estancia en Madrid.
Un nuevo Decreto de 15 de Septiembre, por el que se destinaba a Mina de cuartel (3) en Pamplona, distribuyendo las fuerzas regulares de su división entre los distintos mandos territoriales, precipitó los acontecimientos, de modo que en la tarde del día 25, se puso al frente del 1er Regimiento, acantonado en Puente la Reina, para conducirlo a ocupar Pamplona.
Al llegar a la capital navarra después de la medianoche del 26 de Septiembre, la ciudad se encontraba en una total tranquilidad y cuando la tropa recibió la orden de bajar el foso para iniciar la escalada de las murallas, la oficialidad del Regimiento se declaró en contra de tal operación, ejemplo que siguió la tropa, y tras un momento crítico durante el que llegó a estar en peligro la vida del general, éste ordenó la vuelta de los hombres a su cantón, en tanto él se retiraba al cuartel general de Muruzábal.
Aquel mismo día, y a su regreso a Puente la Reina, fue arrestado por sus propios oficiales el coronel Gorriz, al que Mina trató de salvar presentándose en el lugar, pero recibido a tiros en la calle hubo de abandonar la empresa. Aún pasaría más de una semana antes de que Mina y Gurrea, que se le unió al saber el fracaso del intento, se decidieran a abandonar Navarra, luego que tuvieron noticia de que varias columnas marchaban en su persecución. El 4 de Octubre entraban en Francia los complicados en el fracasado pronunciamiento, en tanto que el coronel Gorriz era degradado y fusilado (4).
A partir de este momento, Mina se inscribió en las filas del movimiento liberal, dentro de la cual militaría en la fracción de los que andando el tiempo se llamarían exaltados (5).
Con el triunfo de Riego, en 1820, regresó a Navarra y proclamó la Constitución en Santisteban, siendo nombrado capitán general de Navarra y Cataluña; fue comandante general de Galicia (1821) y posteriormente destituido.
En 1822, en plena lucha entre absolutistas y liberales durante el Trienio, fue enviado a Cataluña, donde llevó a cabo una campaña que le permitió limpiar la región de partidas realistas en el espacio de seis meses. Fue ascendido a Teniente General y condecorado con la Cruz de San Fernando. Fue uno de los pocos generales que hizo frente al duque de Angulema cuando entró en España al frente de los «Cien Mil Hijos de San Luis» para restaurar el régimen absolutista de Fernando VII. Tuvo que capitular en noviembre de 1823, huyendo a Inglaterra para instalarse después en París.
El 18 de noviembre de 1830 intentó una penetración en el País Vasco, a través de Bayona, contra el régimen de Fernando VII, pero tuvo que volver rápidamente hacia Francia al ver que el país no respondía con el interés necesario.
Regresó a España en 1833 favorecido por la amnistía decretada por la reina regente María Cristina de Borbón. El gobierno monárquico de la regente le reconoció su graduación militar, nombrándole virrey de Navarra y confiándole el mando supremo de la lucha en el Norte contra los carlistas. Se enfrentó sin éxito a Zumalacárregui, por lo que presentó su dimisión el 13 de abril de 1835. En octubre de 1835, fue nombrado capitán general de Cataluña, donde obtuvo algunos éxitos contra los rebrotes carlistas, algunos de ellos teñidos de verdadera crueldad, como cuando mandó fusilar a la madre del general carlista Ramón Cabrera. Tras una breve campaña por Lérida y Tarragona, presentó su dimisión el 1 de abril de 1836. Murió en Barcelona en 1836.
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(1) ALONSO BAQUER, Miguel: El modelo español de pronunciamiento. Ed. Rialp. Madrid 1983. p 54.
(2) ARTOLA, Miguel: La España de Fernando VII. Biblioteca Historia de España. Espasa Calpe. Barcelona 2005. p 491.
(3) Situación de los generales y brigadieres, en las que no ostentaban mando, con la disminución de sueldo correspondiente. ALMIRANTE, José: Diccionario militar. Vol. I. MINISDEF. Noviembre 2002. p 295.
(4) ARTOLA, Miguel: La España de Fernando VII. Biblioteca Historia de España. Espasa Calpe. Barcelona 2005. pp 491 y 492.
(5) En el partido liberal se establecieron dos tendencias: los moderados y los exaltados. Para los primeros, la revolución se había producido ya y lo que había que hacer ahora era aplicarla sin más; eran los conservadores de la revolución; no eran partidarios de los radicalismos y tenían una especial preocupación por ganarse la confianza de las viejas clases dominantes. Los exaltados, en cambio, creían que no había que conformarse con lo hecho hasta entonces y que por consiguiente el proceso revolucionario no podía estancarse, sino que tenía que seguir avanzando.
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