Por G.B. D. Agustín Alcázar Segura (R).
Coronel Jefe del RIMZ Asturias nº 31 (Dic 1996-Dic 1998).
Es evidente que en todo conflicto bélico, se producen situaciones en las que uno de los contendientes, siquiera sea de manera temporal, ha de ceder el espacio que ocupa, aun cuando conserve el firme propósito de retornar a él en cuanto las circunstancias le sean favorables.
Existe un cierto pudor al hablar de operaciones de retirada por cuanto ello implica asumir el fracaso de nuestro propósito; quizás avalado por ciertos ejemplos históricos tales como el de la Grande Armée francesa en Rusia o el de Dunquerque en la II Guerra Mundial, en los que una mala ejecución produjo unos efectos desastrosos, desproporcionados a veces en relación con el efecto real del combate desafortunado.
No parece que esta actitud se haya interpretado siempre en este sentido negativo, por cuanto un tratadista de la talla de Clausewitz no dudaba en afirmar que: «Toda planificación de los combates tiende a asegurar la propia retirada e impedir la del enemigo.»
Así, la Doctrina del Ejército de Tierra español define la retirada como aquella operación retrógrada que se emprende cuando una fuerza propia rompe intencionadamente el contacto con el enemigo y marcha hacia retaguardia, alejándose de él; si bien y como apuntaban las doctrinas anteriores (1956,1978 y 1980), sólo está justificada cuando se hayan agotado todas las posibilidades de cumplir la misión.
Hoy como ayer, estas premisas han de estar presentes en el combate y se ha de contar con unas fuerzas que, guiadas por un alto espíritu de sacrificio, dirigidas por un mando hábil y enérgico, y ejecutando una maniobra perfectamente diseñada, sean capaces de frenar el ímpetu enemigo y resguardar al grueso de las fuerzas que se quiere preservar de su acción, sacrificándose por ellas si fuera preciso.
Bajo estos condicionantes se encontró el Regimiento Asturias cuando en 1793, formando parte del Ejército del Pirineo Occidental, España se enfrentó una vez más con Francia, en la llamada Campaña del Rosellón. Pocas veces una guerra se inició con tanto entusiasmo y éxito, pero, a poco, la suerte de las armas se volvió adversa para nuestros ejércitos. Se impuso la retirada y en ella creció la fuerza del Asturias. La gloria militar se alcanza sobre todo en los combates victoriosos, pero también se consigue en situaciones muy difíciles en las que el sacrificio, la maniobra bien ejecutada y la previsión contribuyen a la salvaguarda del conjunto de un ejército. Esta fue la grandeza de la misión encomendada al Regimiento, y no debió ser aislada su actuación, sino reiterada en el tiempo y en el espacio, por cuanto se le concedió el sobrenombre de «El Cangrejo», porque en las retiradas que sostuvo, jamás volvió la espalda al enemigo.
Para refrendar la importancia de estos hechos, recurriremos de nuevo a Clausewitz, en su obra De la Guerra para reproducir lo que, refiriéndose a este tipo de operaciones, escribió «Es un hecho experimental bien conocido que las pérdidas materiales producidas durante el combate presentan raramente una gran diferencia entre vencedores y vencidos: las pérdidas más importantes que sufre el derrotado, no comienzan hasta la retirada”. Haciendo honor a esta aseveración, es seguro que el Asturias, con su buen hacer y con su sacrificio, permitió a otras unidades preservar su potencial para misiones ulteriores, evitándoles daños mayores.
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