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El yermo estratégico del Desierto del Duero

El yermo estratégico del Desierto del Duero

Por GB D. Agustín Alcázar Segura (R)

Con Alfonso I (739-757), yerno de D. Pelayo, el reino asturiano deja de ser un núcleo rebelde para convertirse en una organización política y militar de probada eficacia. Si bien Pelayo se benefició, fundamentalmente, de los afanes musulmanes de continuar la conquista sobre tierras galas, la providencia hizo coincidir el caudillaje alfonsino precisamente con los años que duraron las crueles discordias padecidas por la España musulmana hasta que comenzó en ella el reinado de Abd al Rahman I (756-788). Durante este largo período, Al Ándalus se convirtió en un auténtico campo de batalla, incrementando aún más sus problemas la coincidencia de ser años castigados por sequías y hambres.

Ciertamente que su reinado coincidió con esa etapa de decrecimiento del poder musulmán en España, hasta el punto en que, sin el hecho de la fundación de la monarquía Omeya, aquel probablemente se habría derrumbado. Sin embargo, fue un gran mérito del caudillo asturiano el haberse aprovechado de esas circunstancias favorables, obteniendo de ellas el máximo partido para el porvenir[1]. Así mismo, tuvo la tremenda suerte de contar con la leal colaboración de su hermano Fruela, que supo secundar y complementar su esfuerzo bélico.

Cuando Alfonso accedió al trono, el reino cristiano surgido en torno a los Picos de Europa abarcaba un reducido territorio integrado por las actuales Asturias y Cantabria con capital en Cangas de Onís. Sus dos flancos fronterizos eran claros y seguros: uno Galicia y otro, las tierras de limites indefinidos habitadas por los vascones; así mismo contaba con la protección que le brindaba por el Sur, la frontera constituida por un conjunto de pueblos, también de límites poco claros, que habían sido sede de los antiguos bárdulos (de Bardulia nació Castilla)[2]

Desde que Muza llegó a Lugo en 714, seguramente Galicia estuvo ocupada por beréberes musulmanes, probablemente comandados por un puñado de árabes. El inicio de las luchas intestinas en la España musulmana, hizo que los contingentes que guarnecían las tierras gallegas las abandonaran para desplazarse al Sur y combatir a sus enemigos árabes. Esta circunstancia fue aprovechada por Alfonso I para llenar el vacío dejado por los islamitas.

Probablemente las operaciones se iniciaron con la ocupación de los centros urbanos más importantes de la Galicia de entonces: Lugo y Tuy. Posteriormente, Alfonso cruzó el Miño y avanzó hacia Oporto, Braga, Chaves y Viseo, en la Galicia bracarense, e incluso al Sur del Duero, empujando a los berberiscos hacia Coria.[3]

En el otro extremo de su reino, repobló la Liébana o comarca del Potes, junto a los Picos de Europa, la zona de Santillana, Trasmiera (o región de Entrambasaguas), Laredo y algunas tierras vizcaínas hasta cerca del río Nervión, en Sopuerta y Carranza. Y, todavía más al Este, se las arregló para mantener su dominio en comarcas del Alto Ebro y de sus afluentes de la orilla izquierda, la parte occidental del valle de Meira, Álava, la Bureba y la Rioja[4].

Por el sur llegó a Astorga, León, Simancas, Ledesma, Águeda y Salamanca, y aprovechando las discordias civiles de la España musulmana, recorrió la meseta desde Saldaña, Mabe, Amaya y Oca hasta Ávila, Segovia, Sepúlveda, Clunia, Arganza y Osma; se aventuró hasta el valle del Ebro entrando en Miranda, Revenga, Carbonaría, Cenicero y Alesanco y ocupó incluso otras plazas hoy no identificables[5].

Evidentemente, estas acciones militares no podían convertirse en ocupaciones permanentes de los territorios alcanzados debido a la escasez de población disponible en el reino de Asturias; por lo tanto, dichas incursiones se limitaban a devastar tierras, aniquilar enemigos, tomar prisioneros y desplazar hacia el norte a la población cristiana que en ellas residía. Pero la realidad fue que, sin ese constante incremento del potencial humano del reino asturiano, los sucesores de Alfonso I no habrían podido resistir los ataques de los ejércitos islámicos que cruzarían sus fronteras en los tiempos futuros.

La crónica del siglo VIII decía de los dos hermanos, Alfonso y Fruela, que moviendo su ejército con frecuencia, realizaron el prodigio de asegurar la existencia del reino de Asturias y de iniciar un proceso histórico de colosales proyecciones en la forja de España y de lo hispano. [6]

Sin embargo, no hemos de dejarnos llevar por la utopía y pensar que el primer Alfonso pensaba en restituir el reino visigodo, pues como reflexiona Vicens Vives las acciones guerreras registradas a lo largo del siglo VIII, más tuvieron el carácter de las antiguas empresas de los montañeses contra las legiones romanas o las huestes godas que no el de cualquier ideal de Reconquista.[7]

No obstante, los hechos relatados tuvieron un efecto insospechado, como fue la creación de un yermo estratégico en el territorio limitado entre la cordillera Cántabro-Astur y la Central, acotado al Este por el macizo galaico-portugués y al Oeste por el Valle del Ebro; espacio geográfico que delimita el valle del Duero e históricamente denominado como el “Desierto del Duero”.

Parece evidente que este hecho no respondió a un plan preconcebido, sino que, probablemente fue resultado de dos efectos complementarios. Por una parte, la impotencia de Alfonso I para guarnecer las tierras en las que se desarrollaron sus operaciones militares, a la vez que el vaciamiento producido por los cristianos, emigrados a las tierras del Norte; y por otra, la huida de los musulmanes, aterrorizados por la contundencia de las acciones de aquellos.

Pero, como dice Sánchez Albornoz, intencionada o azarosa la creación del desierto del Duero (el curso de la historia fue completando su intensidad hasta hacerlo muy completo), tuvo inmediatas y profundas consecuencias históricas. Desde temprano dificultó los ataques frontales al reino cristiano y obligó a los musulmanes a canalizarlos hacia las marcas de oriente y occidente, con lo que se facilitó el aseguramiento de la defensa. Pero además, las masas humanas arrancadas del yermo por Alfonso y su hermano durante casi veinte años de campañas, cuya cronología y cuyo desarrollo estratégico y táctico ignoramos, pero de las que no cabe dudar, aumentaron la densidad de población de la zona costera habitada por astures y cántabros.[8]

La realidad fue que, al crearse aquel espacio vacío, el pequeño reino se aseguró su supervivencia. En primer lugar porque, a partir de entonces, los ataques de los musulmanes del Sur se verían obligados a caminar por tierras desiertas donde no podían hallar provisiones. En segundo porque, al aumentar la población de su reino con los hombres arrancados de la zona vaciada, incrementó su capacidad para resistir al invasor.

Es preciso insistir en el hecho providencial de contar Alfonso I con la ayuda de su hermano, cuya mención específica, tanto por los cronistas cristianos, como por los historiadores musulmanes (al que confunden con su sobrino Fruela, hijo y heredero de Alfonso I), acreditan que no fue mínima la intervención en las campañas alfonsíes del otro hijo del duque Pedro de Cantabria[9].

El caudillaje del cántabro Alfonso iniciado sincrónicamente con el comienzo de las guerras civiles de la España sarracena duró, además, los dos mismos decenios de impotencia de los musulmanes que treinta años antes habían invadido y conquistado la Península. Algunos meses después del triunfo del primer Omeya de Al Ándalus (15 de Mayo de 756) en la Al Muzara (Córdoba), moría en el norte el primer Alfonso de España.


[1] MARQUÉS DE LOZOYA: Historia de España”. Ed. SALVAT. vol. 1. Barcelona, 1968. p.231.

[2] GRAN HISTORIA DE ESPAÑA. La Alta Edad Media. Ed. Club Internacional del Libro. Vol. 9. Madrid, 1994, p. 8.

[3]  SÁNCHEZ ALBORNOZ, Claudio: Orígenes de la Nación Española. El reino de Asturias. Ed. Sarpe, Madrid, 1985, p. 123.

[4] GRAN HISTORIA DE ESPAÑA. La Alta Edad Media. Ed  Club Internacional del Libro. Vol. 9. Madrid, 1994, p. 9.

[5] SÁNCHEZ ALBORNOZ, Claudio: Orígenes de la Nación Española. El reino de Asturias. Ed. Sarpe, Madrid, 1985, p. 123.

[6] Ibidem, p.126

[7] GRAN HISTORIA DE ESPAÑA. La Alta Edad Media. Ed. Club Internacional del Libro. Vol. 9. Madrid, 1994. p. 8.

[8] SÁNCHEZ ALBORNOZ, Claudio: Orígenes de la Nación Española. El reino de Asturias. Ed. Sarpe, Madrid, 1985. p. 124.

[9] Ibidem, p. 126.


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