Pedro Pitarch.
El combate contra los efectos económicos de la crisis consume en Europa demasiadas energías. Todo lo demás parece aparcado. Es algo inevitable pero fragmentario, porque el problema de fondo no es llegar a fin del mes sino cómo asegurar todos los meses. Lo económico-financiero es la argamasa que ha permitido a los europeos levantar el actual edificio común, y navegar sobre las aguas de un ambicioso proceso de integración que nos ha traído hasta el euro y la Unión Europea (UE). Pero esa obra en construcción está en peligro no solo de pararse, sino también de hundirse. Precisamente por el fallo ―como no― de los vectores económicos
Casi diariamente varían las previsiones económico-financieras. Impera la volatilidad. Los desequilibrios internos de las magnitudes económicas en Europa generan mucha desconfianza. Las tímidas intervenciones del Banco Central Europeo (BCE) en el mercado de la deuda, los rescates a tal o cual país, las medidas curativas salidas de las reuniones del Consejo Europeo, o del ECOFIN y un larguísimo etcétera de “mágicos” y “decisivos” momentos, resultan desconsoladoramente fugaces. Uno sospecha que la maniobra económico-financiera ha tocado techo. Que va a resultar muy difícil lograr una política financiera sostenible que permita al conjunto del Eurogrupo salir de la crisis con fuerza, ―con crecimiento económico y creando empleo―, sin que se produzca simultáneamente un avance en la integración política. La crisis ha revelado descarnadamente la incapacidad europea de adoptar soluciones. El peligro añadido es que, sin impulso político creador, el actual riesgo de derrumbe se haga crónico. Vaya, lo de la pescadilla que se muerde la cola.
Soy de los convencidos que los males de Europa hay que tratarlos con más Europa, como pregonaron los jefes de estado o de gobierno de Alemania, Italia, Francia y España en su comparecencia conjunta ante los medios, después de un almuerzo de trabajo en Roma, el pasado 22 de junio. Es un mero ejemplo más, cercano en el tiempo, de la llamada general a “más Europa”. Lo que no está tan claro es el verdadero alcance de ese “más”. Quizás la clave no estaría tanto en ese vocablo como en una nueva palabra, “otra”. Necesitamos “otra Europa”. Una con instituciones políticas reforzadas, con una Comisión que representara al conjunto del cuerpo electoral europeo, con un Banco Central supervisor, y con menor déficit democrático en un parlamento con poderes legislativos de sustancia. Una Europa en la que los problemas de cada uno de los estados fueran acogidos como propios por los demás. Una Unión en la que se entendiera que es utópico pretender que se compartan los riesgos sin que suceda lo mismo con las decisiones. En definitiva, una Unión de estados compartiendo soberanía y profusamente irrigada por la sabia de la cohesión. La escasez de ésta es seguramente el más dañino déficit revelado por la crisis en la Europa de hoy.
Y en ese escenario, después de un arduo proceso de ratificaciones nacionales de dos años, el Tratado de Lisboa entró en vigor el 1 de diciembre de 2009. Parecía que, por fin, quedaba atrás una larga etapa de languidez y debilitamiento de la voluntad política de los gobiernos europeos en el ámbito de la seguridad y la defensa. Lisboa ―muchos así lo creemos― debería suponer el pistoletazo para el comienzo de una nueva fase de afianzamiento y profundización de lo que se ha venido en llamar la Europa de la Defensa o la Eurodefensa. Pero transcurridos ya dos años y medio de la vigencia del Tratado, las cosas han progresado muy poco. Existe una fenomenal descompensación entre las potencialidades del Tratado y su desarrollo real. Entre las ambiciones y las capacidades. Y en el ámbito de la seguridad y la defensa eso es especialmente notable y pernicioso.
Muchas son las innovaciones que el Tratado de Lisboa aporta a la Eurodefensa y que conforman el núcleo de la llamada Política Común de Seguridad y Defensa (PCSD). En el plano institucional, lo más visible es la creación de los puestos institucionales de Presidente del Consejo Europeo y el de Alto Representante para la Asuntos Exteriores y Política de Seguridad. De contenido más conceptual, una novedad bien interesante: el espíritu de solidaridad que impregna el Tratado, y cuya mejor expresión se contiene en una “cláusula de solidaridad”, y en la mención expresa de la “defensa mutua”. La primera obliga a los Estados miembros a ayudar a los otros países cuando sufran un ataque terrorista, un desastre natural o provocado por la mano del hombre. La lucha contra el terrorismo es, por tanto, una tarea a abordar en común, lo cual es una excelente noticia. En el campo de la defensa mutua se propugna que cada Estado miembro proporcione automáticamente apoyo y ayuda, a aquellos otros que sufran una agresión armada en su respectivo territorio.
Otro aspecto de singular importancia se encuentra en el ámbito de las “cooperaciones reforzadas”. Lo novedoso reside en que, superando las omisiones del Tratado de Niza, de febrero de 2002, en el de Lisboa desaparece la exclusión en esta categoría de cooperación de los asuntos militares y de política de defensa. Conceptualmente hablando es otro gran paso adelante.
Pero seguramente el rasgo de mayor contenido del Tratado de Lisboa, por lo que a la seguridad y la defensa se refiere, es una nueva forma de cooperación, la cooperación estructurada permanente (CEP), de un gran significado político y militar. Es tan trascendente la idea de la CEP que sin ella ya no se puede ni siquiera empezar a hablar de Eurodefensa, ni entender el propio Tratado en su conjunto. Se podría afirmar que de la misma manera que la entrada en vigor del Tratado de Lisboa permitió hablar de un antes y un después en el proceso de construcción europea, de igual forma el concepto CEP ha abierto la puerta grande a la Eurodefensa. Bien que todavía nos encontremos en su umbral sin atrevernos a traspasarla.
Desarrollar la CEP como concepto orgánico necesita un gran esfuerzo de imaginación y voluntad política. Demanda crear un núcleo duro de estados que aísle las ideas-base y sirva de punta de lanza y referencia para el conjunto de la Unión. La actividad de tal núcleo debería perseguir, al más alto nivel, una auténtica cooperación política que fuera mucho más allá de las meras y habituales declaraciones de fervor europeísta de algunos responsables políticos. Objetivos podrían ser, por ejemplo, la convergencia presupuestaria, la “mutualización” de equipamientos o la potenciación y concentración física y funcional de los órganos de gestión de crisis de la Unión. Simultáneamente, habría que centrar el esfuerzo en el desarrollo de capacidades y medios militares comunes de peso, que dieran visibilidad y credibilidad a tal cooperación política y que, de manera subsidiaria, llevarían a abordar en común áreas tan importantes como el adiestramiento, las doctrinas y los procedimientos de empleo.
En ese escenario, aparece la necesidad de contar con un cimiento sólido desde el cual avanzar hacia la estructuración militar multinacional con el horizonte de un objetivo de fuerza común, aunque inicialmente fuera parcial. Un mínimo paso adelante sería la constitución de un cuartel general civil-militar integrado de planeamiento y de conducción de operaciones. Materializaría un esfuerzo tangible en el buen camino hacia una política de defensa común. La desaparición de EUROFOR hace pocos días, una organización operativa multinacional genuinamente europea, que bien podría haberse conservado como embrión de futuros desarrollos europeos, es muy mala señal. Apunta en sentido contrario a lo que se necesita. Porque, en síntesis, el desarrollo de la PCSD debe pasar por la multinacionalidad de cuarteles generales y unidades militares, la interoperabilidad de los medios y la reestructuración de las FAS que facilite las anteriores. Y, naturalmente, una fuerte dosis de voluntad política compartida para hacerlo.
La PCSD es la respuesta, por lo que a la seguridad y la defensa se refiere, a esos “más Europa” u “otra Europa” de los que ya se ha hablado. Parece paradójico que, sin embargo, su avance resulte tan difícil. Es cierto que la defensa está en el corazón de la soberanía nacional cuya cesión o compartición demanda una enorme dosis de valentía política y fe en la Unión. De forma añadida, uno se barrunta que va a resultar difícil ir mucho más lejos en el desarrollo de esta política, en tanto en cuanto persistan las actuales condiciones de riesgo y penuria económico-financieros. Y no solamente por la realidad objetiva del factor económico. También porque tal factor, combinado con que la PCSD se rige por la regla de la unanimidad, ha sido erigido en fenomenal barricada por parte de quienes se oponen a tal desarrollo, por razones políticas propias. El portaestandarte es, cómo no, el Reino Unido (que en los temas fundamentales siempre parece estar con un pié dentro y otro fuera de la UE). Y ello a pesar de que el propio texto del Tratado de Lisboa exprese sin ambigüedad que la OTAN sigue siendo el pilar fundamental de la defensa colectiva. Porque la idea de la Eurodefensa no es, por definición alternativa a la de OTAN. Ambas son compatibles, se refuerzan mutuamente y pueden y deben coexistir. Son, en definitiva, complementarias. Parece increíble que haya que remarcar esto en 2012, pero a veces parece que, incluso, marchamos hacia atrás.
En ese marco, el nombramiento de la británica Sra. Ashton como Alto Representante, así como el consiguiente de los flamantes y bastante inéditos miembros del Servicio Europeo de Acción Exterior (EEAS), no han traído progreso alguno a la PCSD. En los dos años y medio transcurridos, por ejemplo, no se ha lanzado ninguna nueva operación de la Unión. Y, por el contrario, las posiciones defendidas por la Sra. Ashton se han focalizado meramente en promocionar la cooperación con la OTAN, reduciendo el campo de actuación de la UE. En resumen: la tradicional posición británica de reservar en todo lo que se pueda cualquier papel militar a favor de la Alianza. Hay que reconocer la habilidad diplomática británica que, una vez más, ha logrado poner la zorra a cuidar de las gallinas que considera “ajenas”.
Por otra parte, hoy nos enfrentamos a una general y peligrosa desgana por la defensa nacional que algunos medios jalean. En España desde luego, pero en gran parte del resto de Europa también. Esta situación da amplia cancha a la demagogia política. A la vez que se escuchan ampulosas declaraciones laudatorias y huecas sobre las FAS y su papel esencial en la defensa nacional, aparezcan tijeras “sobaqueras” para recortar allí donde parezca más popular. Llegándose incluso a sobrepasar a la baja los límites de la eficacia de las respectivas Fuerzas Armadas (FAS), poniendo así la defensa nacional bajo mínimos. En España, por ejemplo, esto ya sucede por vía presupuestaria y, de manera inminente, conoceremos el “trasquilón” a los efectivos. Hachazo que podría llegar hasta un 30% del actual volumen. El Reino Unido acaba de anunciar también que se dispone a dar sus propios tijeretazos. Otros le seguirán. Éste no es buen camino, porque lo que ahora se recorte ―acuciados por la crisis―, ya no se recuperará, e influirá negativamente en la capacidad de progreso de la PCSD y del propio espíritu de Lisboa. Supone además ir en sentido contrario a lo que aconsejan tanto la reducción de la presencia militar estadounidense en Europa, que ya está en marcha, como el desvío definitivo de la atención prioritaria de EE UU hacia el Pacífico.
La PCSD es única política con un objetivo claramente instituido y definido: una política de defensa común que debe conducir a una defensa común, como reza en los tratados que gobiernan la UE. Es una idea remachada hasta la saciedad. Está en el Tratado de Maastricht, de 1992, que creó la Política Exterior y de Seguridad Común (PESC) que, a su vez, cimentó la Política Europea de Seguridad y Defensa (PESC). Está en las conclusiones del Consejo Europeo de Colonia de 1999 donde los jefes de estado y de gobierno decidieron que “la Unión debe tener la capacidad de acción autónoma, respaldada por fuerzas militares creíbles, así como los medios para decidir su empleo”. Está también, obviamente, en el Tratado de Lisboa. La base jurídica, por tanto, existe. El problema de fondo es político.
Pero hoy el tradicional motor franco-alemán ratea. Hay falta de liderazgo político en Europa. Se percibe fuertemente en el ámbito de la seguridad y la defensa. Parece haberse volatilizado el espíritu que animaba al presidente Sarkozy cuando, el 13 de noviembre de 2007, ante el plenario del Parlamento Europeo reunido en Estrasburgo, decía: “¿Qué significa nuestro compromiso europeo si cada uno de nosotros no es capaz de hacer un esfuerzo para la defensa de todos?” La nueva presidencia francesa del Sr. Hollande tampoco ha logrado, hasta ahora, hacer que ese motor vuelva a funcionar a velocidad de régimen. Sin esto no habrá desarrollo de, entre otras políticas, la PCSD. Uno desea que la reunión Merkel-Hollande en Reims, el pasado 8 de julio, para celebrar las bodas de oro del Tratado del Eliseo (inicio de la reconciliación franco-alemana), pueda servir de nueva carga de proyección del impulso político europeo.
Es un liderazgo imprescindible. Un directorio capaz de volver a dinamizar la construcción europea, de la que el pilar de la seguridad y la defensa es esencial. El autobús europeo no puede seguir marchando sin conductor. O con uno que en cada cruce de calles tenga que volverse hacia los pasajeros para consensuar el camino a seguir. Hay que continuar progresando. A ser posible con los británicos en el autobús. Pero ésta no es “conditio sine qua non”. La UE es algo de mucho mayor alcance que un gran mecanismo de coordinación avanzada económica o financiera, o un mercado único. Es, o debería ser, sobre todo la expresión de la resolución de los ciudadanos europeos de promocionar, preservar, alimentar y profundizar en nuestros valores, en el marco de una sociedad plurinacional. Es una Unión con vocación no solo de perdurar, sino también de jugar un papel de vanguardia a escala planetaria. Y para ello, sin duda, necesita marchar con decisión hacia una sólida dimensión defensiva propia y autónoma. Camino que, hoy por hoy, aparece empantanado.
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