LEYENDO

La larga presencia española en las costas africana...

La larga presencia española en las costas africanas

Por Juan del Río Martín.

En los comienzos del siglo XXI, los territorios de soberanía española en el Norte de África se encuentran limitados a las Ciudades Autónomas de Ceuta y Melilla, el Peñón de Vélez de la Gomera, el Peñón de Alhucemas y las Islas Chafarinas, a los que hay que añadir un islote, el de Perejil, en las proximidades de la ciudad de Ceuta. Sin embargo, a lo largo de los siglos XV, XVI, XVII y XVIII la bandera española ondeó en otras plazas e islas que como eslabones de una cadena llegaron a extenderse desde el enclave de Santa Cruz del Mar Pequeña, en el Atlántico, hasta Trípoli en el Mediterráneo.

El proceso se inició en el siglo XIII una vez finalizada la Reconquista de Portugal (1240) y Aragón (1245). En este momento tan solo Castilla continuaba su lucha contra los musulmanes de España, ya que el cuarto reino peninsular, Navarra, había quedado aislado entre Castilla y Aragón, teniendo que renunciar a sus ambiciones expansionistas y buscando la protección contra éstos en sus vecinos del norte, en Francia.

Abiertos hacia el mar Mediterráneo los aragoneses, y al Atlántico los portugueses, los primeros se lanzaron inmediatamente a buscar en los territorios de sus costas las ambiciones territoriales y comerciales que la península les negaba. Por su parte, los portugueses hubieron de dedicar los siglos XIII y XIV a consolidar su reino, no iniciando este proceso hasta el XV.

Mientras tanto, Castilla, que se había quedado sola frente al enemigo musulmán, no renunciaba a que, en un futuro más o menos lejano, se materializaran sus intereses en aquellos mismos mares y territorios, razón por la cual firmó el tratado de Monteagudo (1291) con Aragón mediante el que se repartían las zonas de influencia en el Norte de África, de forma que Túnez y Argelia quedaban para la segunda, en tanto que el reino de Fez sería para la primera, estableciendo el río Muluya como límite entre ambas.

Es evidente que en aquellos momentos Portugal no aparecía como un competidor en la aventura africana, siendo las naves aragonesas las que, a lo largo del siglo XIV, recorren el Mediterráneo estableciendo relaciones comerciales con los reyes de Tremecén, Túnez y Egipto. Castilla, mientras tanto está embebida en la conquista de Andalucía Occidental, si bien Fernando III tiene en su mente llevar la guerra hasta el continente africano. Sin embargo, la muerte le llega sin que pueda realizar su propósito y será su hijo, Alfonso X, quien las satisfaga realizando dos incursiones: una sobre Tagunt (1257) y otra sobre Sale (1260), aún cuando sus resultados fueron más testimoniales que efectivos.

Cuando a Castilla aún le falta casi un siglo para entrar en Granada, Portugal, resueltos sus problemas interiores, se lanza hacia el sur y conquista Ceuta (1415), iniciando así una  ininterrumpida cadena de éxitos que, a través de: Azores (1427), cabo Bojador (1434), cabo Blanco (1441) e islas de Cabo Verde (1450), culminan con el cruce del cabo de Buena Esperanza  (1487), pocos años antes de que Colón llegara a América.

Al realizarse la unión de las coronas de Aragón y Castilla en las personas de los Reyes Católicos, y finalizada la Reconquista por esta última, se establece un conflicto de intereses entre España y Portugal, en cuanto a la aventura africana se refiere. El contencioso que se abre entre ambas potencias obliga a delimitar sus respectivas aspiraciones a través de una serie de tratados como fueron: Alcaçobas (1479), Tordesillas (1493) y Cintra (1509).

Tras casi ocho siglos de lucha constante contra el invasor musulmán, progresando lenta pero inexorablemente hacia el sur, el “enemigo tradicional” de los reinos cristianos de la península Ibérica era el “moro”, y su zona de expansión los territorios del sur peninsular, prolongándose, una vez finalizada la Reconquista, en el norte del continente africano.

Sin embargo, en este afán expansionista no solo influían los deseos de anexionarse más territorios y extender la religión cristiana a los infieles, sino que desde hacía más de un siglo, una plaga que ponía en franco peligro la seguridad de los bienes y las personas, así como dificultaba las relaciones comerciales entre los países ribereños, se había extendido por todo el Mediterráneo: la piratería. Esta nefasta práctica era ejercida, fundamentalmente por berberiscos y turcos y tenía sus bases en los territorios musulmanes del Norte de África y el Mediterráneo Oriental.

En estas circunstancias, la monarquía española, una vez liberada del gran lastre que suponía la liquidación de la Reconquista, se encontraba con las manos libres para continuar la guerra contra el infiel al otro lado del Mediterráneo, en las orillas del norte africano. Sin embargo, dos circunstancias iban a impedir que este “panorama estratégico” se realizara como debía haber sido “natural”: la política matrimonial de los Reyes Católicos y el descubrimiento de América.

Merced a la primera, se sentaron las bases para que su nieto, Carlos I, se convirtiese en Emperador del Sacro Imperio Romano Germánico y que el hijo de éste, Felipe II, reuniera sobre su persona las coronas de las dos potencias más poderosas del momento: España y Portugal. Esta situación, unidas a otros muchos problemas, políticos y religiosos, llevaron a los sucesivos monarcas españoles a involucrarse en un rosario de guerras con Francia, Holanda, Inglaterra, los príncipes alemanes, las repúblicas italianas, el imperio otomano,…, para cuyo sostenimiento les eran imprescindibles los caudales que se obtenían de América.

De esta manera, Europa y América absorbían de forma casi total la capacidad demográfica, económica y militar, que España podía proporcionar, de modo que sólo de forma residual y puntual, los reyes estuvieron en condiciones de dedicar sus esfuerzos al continente africano.

Sin embargo, en tiempos de los Reyes Católicos aún pudieron hacerse realidad los  deseos de la Reina, más tarde reflejados en su testamento, “de no cesar en las conquistas de África y de combatir por la fe contra los infieles”. El impulso ganado a través de la Reconquista no tardó en producir unos resultados que podrían calificarse de espectaculares. Así, Melilla es ocupada en 1497; en 1505 lo son Cazaza y Mazalquivir; en 1508 se captura del peñón de Vélez de la Gomera y al año siguiente Orán. Pero es en la primera mitad de 1510 cuando la España de la regencia de D. Fernando el Católico alcanza su máximo poder en África, ya que: se conquistan las plazas de Bujía, en Enero, y Trípoli en Julio; se obtiene el peñón de Argel; y los reyes de Argel, Tremecén y Túnez se declaran feudatarios de España.

La conquista de Trípoli causó un enorme júbilo en toda la cristiandad al estar considerada como una fortaleza inexpugnable, y por lo que respecta a nuestra Patria, tan resonante triunfo produjo una desmedida confianza en toda la población, llegándose a sobrevalorar las capacidades de nuestros ejércitos. En aquellos momentos parecía que no existían impedimentos para el ímpetu victorioso de las  armas españolas.

Sin embargo, poco duró la alegría por cuanto poco después, las fuerzas españolas sufrieron un gran desastre en la isla de los Gelves, al que se unió un nuevo conflicto surgido en Italia con los franceses, lo que obligó a desviar la atención del rey de los asuntos africanos. Asimismo, la actividad de los piratas no solo no desapareció, sino que cobró un gran impulso con la aparición de los hermanos Barbarroja, tras de los cuales se alzaba la larga mano del imperio turco.

A partir de entonces, la situación en África alterna entre victorias y derrotas, hasta languidecer en un sostenimiento de las plazas, las más de las veces heroico debido a las carencias que casi todas ellas sufren y a los esfuerzos que los reyes y caudillos de su entorno ponen en recuperarlas.

Así, durante el reinado de Carlos I, si bien se apunta victoria tan notable como la conquista del fuerte de la Goleta y la plaza de Túnez en 1535, ha de verse con estupor como fracasa el propio Emperador ante Argel en 1541, y se pierden Trípoli en 1551, y Bujía en 1555, ya en las postrimerías del reinado. Por lo que respecta a Orán, tan solo un permanente apoyo logístico desde la Península, permite su sostenimiento.

La unión de las coronas española y portuguesa en la persona de Felipe II, incrementó nuestras posesiones africanas con las plazas de: Ceuta, Arcila, Tánger, Mazagán y Larache, todas ellas, excepto la primera en la costa atlántica de Marruecos. La gran victoria naval de Lepanto, en 1571, no repercutió en un incremento o afirmación de nuestra presencia en el vecino continente, y así las plazas de Túnez y Bizerta conquistadas en 1573, se pierden al año siguiente, y a la recuperación del peñón de Vélez de la Gomera en 1564, se contraponen un nuevo fracaso en los Gelves en 1560, o las constantes agresiones contra las plazas de Ceuta, Melilla u Orán.

El desastre de la “Armada Invencible” (1588), que nos privó del dominio del mar, y la bancarrota de la hacienda española, hicieron aún más difíciles el mantenimiento del inmenso imperio ultramarino con que la fortuna había dotado a España.

La sublevación de Portugal y su posterior separación de España trajo aparejada la restitución a la corona portuguesa de las posesiones aportadas en 1580, excepto Ceuta que prefirió permanecer fiel a nuestra Patria. A partir de este momento, tan solo podemos anotar como ampliación de nuestros territorios la ocupación de la isla de Alhucemas, en 1673, o la de las Chafarinas ya en 1848. Por el contrario, las plazas de Ceuta y Melilla han de sufrir constantes y largas agresiones y situaciones de sitio, y se pierden las de: La Mamora en 1681, Larache en 1689, y Orán y Mazalquivir en 1792, ya en tiempos de Carlos IV.

La larga presencia española en las costas africanas no fue ni fácil, ni pacífica, ni barata, siendo denominada por algunos como la “Guerra de los 300 años”, en clara alusión a otros conflictos europeos de larga duración como las guerras de los “30 ó 100 años”. Esta situación, tan prolongada en el tiempo, denota con toda claridad que nuestra presencia no fue nunca aceptada por los moros a la que se opusieron de forma constante, firme y decidida.