El colapso de la Unión Soviética (1991) abrió la puerta a un futuro de mejora en las condiciones de los derechos humanos en Rusia y las antiguas repúblicas soviéticas. Sin embargo, dicho tránsito a la democracia se ha enfrentado a numerosos obstáculos en los últimos años, los cuales no han facilitado precisamente la protección de tales derechos y libertades. La sombra del régimen soviético continúa afectando de múltiples formas a las antiguas regiones que formaban parte de su esfera de control y los avances democráticos alcanzados se enfrentan al retroceso que siempre acompaña a la corrupción política y legal, a la falta de transparencia y al creciente control de los gobiernos sobre los medios de comunicación.
Los colectivos más vulnerables vuelven a estar en el punto de mira de estas regresiones, especialmente cuando hablamos de: derechos de las mujeres, minorías sexuales, inmigrantes, etc. Cuestiones todas ellas que se ven seriamente amenazadas a medida que la libertad de expresión retrocede y la representación plural en el seno de la sociedad civil se ve cada vez más restringida. Esta preocupante tendencia viene impulsada por un número creciente de dirigentes en Europa Central y Oriental que parecen alejarse paulatinamente del cumplimiento de las reglas de juego democráticas que había imperado hasta el momento.
Las frágiles fachadas democráticas parecen derrumbarse a medida que el consenso democrático resultante tras la Guerra Fría ha ido dando paso a la competencia entre grandes potencias y a un nuevo auge en la búsqueda de los intereses individuales de cada país. Determinados sectores de la clase política en estos países están atacando abiertamente las instituciones democráticas, mientras tratan de suprimir cualquier mecanismo de control formal o informal que pueda limitar su autoridad.
En los territorios que se extienden desde Europa Central hasta Asia Central, estas tendencias han estimulado una nueva ola de asaltos contra la independencia judicial, amenazas contra la sociedad civil y los medios de comunicación y manipulaciones de los marcos electorales, todo ello en detrimento de los diferentes parlamentos nacionales que corren el riesgo de perder su funcionalidad como centros del debate político plural y de control ejecutivo.
Estos dirigentes continúan enarbolando endeblemente la bandera de la democracia, asegurando que sus actos obedecen a la voluntad de sus respectivos pueblos. Amparándose en estos discursos continúan acumulando poder y proliferan las violaciones de derechos políticos y libertades individuales. Así lo reflejan las investigaciones más recientes de Freedomhouse, advirtiendo que actualmente estamos ante el menor número de democracias en la región desde la década de los 90.
Esta desintegración democrática se ha visto agravada por la pandemia y ha devuelto a muchos de los ciudadanos en estos países a posiciones especialmente vulnerables, exponiéndolos a nuevas formas de abuso de poder en forma de limitaciones a sus derechos fundamentales. Esta corriente ha sido más visible en Europa Central y los Balcanes, regiones que por otra parte protagonizaron los mayores avances tras la Guerra Fría. En Polonia, por ejemplo, el partido en el gobierno, Ley y Justicia, ha emprendido una cruzada contra el poder judicial en un intento de convertirlo en un instrumento político, persiguiendo a jueces que criticaron las reformas gubernamentales o que sencillamente aplicaron adecuadamente la legislación de la UE.
Diseccionando Eurasia
En Hungría, desde 2010, el primer ministro Viktor Orbán ha seguido la misma deriva hacia la centralización del poder nacional y la injerencia en medios de comunicación, consolidando el control gubernamental sobre diferentes esferas de la vida pública, especialmente en materia educativa y cultural. En 2020 se aprobó una ley de emergencia que permitiría gobernar a base de decretos de forma indefinida. Esto supone un fiel reflejo del declive húngaro, que ha pasado de ser uno de los tres países destacados en la región al hablar de progreso democrático (2005), a ser el primero en iniciar el receso democrático a principios del año pasado.
En los Balcanes los abusos de poder personificados por Aleksandar Vučić en Serbia y Milo Djukanović en Montenegro han terminado por arrinconar la democracia hasta el extremo en sendos países. En ambos casos, y por primera vez desde el año 2003, han quedado fuera del índice de clasificación que enumera las naciones en tránsito democrático. Esta trasformación se produce en un momento de importantes desacuerdos internacionales en materia de adhesión a la UE, con el COVID-19 ralentizando los procesos de toma de decisiones respecto a la posible integración en la UE de los países de los Balcanes occidentales (Albania, Bosnia y Herzegovina, Kosovo, Macedonia del Norte, Montenegro y Serbia). La estabilidad democrática tampoco se ha beneficiado de la presencia en la región de otras potencias con tintes autoritarios, como puedan ser Rusia, China o Turquía.
En la medida en que la firmeza de la democracia está intrínsecamente ligada a la fortaleza de sus instituciones, como elementos fundamentales para la salvaguarda de los derechos y libertades fundamentales, Europa oriental y Asia central constituyen la prueba fehaciente de lo difícil que resulta hacer frente al autoritarismo careciendo de organismos sólidos y fiables. Hungría proporcionó el ejemplo más obvio de estas tácticas empleadas para subvertir el orden institucional. En 2019, a pesar de las victorias sociales logradas por la oposición, una enorme red de propaganda gubernamental y el uso claramente politizado de recursos públicos consiguió diluir dichos éxitos, aprovechando la polarización ideológica entre los diferentes partidos rivales.
En Bulgaria y Eslovaquia, los gobiernos socavaron los procesos electorales enturbiando la transparencia del voto y corrompiendo la normativa electoral para perjudicar a los partidos de la oposición. En la misma línea, Albania, Bulgaria, Georgia, Montenegro y Serbia han protagonizado boicots parlamentarios que han imposibilitado el correcto funcionamiento, poniendo en cuestión la legitimidad de las cámaras representativas.
En Polonia, Rumanía y Hungría los respectivos procesos legislativos se han visto menoscabados por la aprobación de importantes medidas y enmiendas prescindiendo de consultas o mediante procedimiento de urgencia con la clara intención de evitar obstáculos políticos. Esto contrasta la desbocada elaboración de leyes, como sucedió en Ucrania en 2019, con una media de 38 nuevos proyectos de ley diarios solamente entre agosto y octubre de ese año.
A principios de 2020 Rusia aprobaba la reforma que permitiría a Putin exceder el límite de dos mandatos establecido en la legislación nacional. Un ejemplo del control férreo que empuñan determinados dirigentes y que emplean para fortalecer su propia posición al frente de sus respectivos gobiernos. En Kazajstán, Nursultan Nazarbayev supervisó una transición política poco entusiasta, renunciando al poder en marzo de 2019 solo para volver a recuperarlo poco después, preparando a su hija como eventual sucesora.
En Azerbaiyán, Tayikistán y Turkmenistán sus respectivos presidentes se han rodeado de familiares, convenientemente colocados en puestos responsabilidad, disponiéndolo todo para asegurar la subida al poder de los suyos.
El potencial democrático de un país viene determinado no solo por su historia reciente y sus condiciones internas, sino también por sus vecinos. La influencia permanente de Rusia y China ha condicionado en mayor o menor medida la política exterior de la práctica totalidad de países de la región. Prácticas que van desde la supresión de la cobertura mediática desfavorable hasta salvavidas financiero o suministro de tecnológico de vigilancia a gobiernos represivos. Por si no fuera suficiente, el extremismo violento de extrema derecha también ha proliferado en Polonia, Bulgaria, Ucrania, Georgia y Armenia, demostrando un nivel sin precedentes de cooperación transfronteriza.
El ritmo y la forma en las que se están desarrollando los acontecimientos reflejan una clara pérdida de liderazgo por parte de los paladines tradicionales encabezados por EE.UU y Europa Occidental, hasta el punto de que a ambos lados del Atlántico podemos ver como se reproducen discursos y prácticas muy similares a las descritas en las regiones más orientales.
Sin embargo, no todo parece estar perdido y el anhelo democrático ha terminado por imponerse en muchos países o por lo menos sigue presentado batalla a ese autoritarismo emergente. En Armenia y Ucrania se han llevado a cabo valiosas transformaciones impulsadas por las demandas públicas de una mejor gobernanza, que a su vez se han traducido en una mejora de su puntuación democrática.
En ambos casos, tanto el primer ministro armenio Nikol Pashinyan, como el presidente Volodymyr Zelenskyy de Ucrania, se enfrentan al reto que supone cumplir con las expectativas, conservar la confianza que se han ganado y acometer la reestructuración de unos sistemas infestados por la corrupción sin llevarse por delante ninguno de los preceptos democráticos que las sustentan.
Probablemente no sea una coincidencia que Europa Central y los Balcanes, las regiones que experimentaron un progreso más rápido en los indicadores de democracia, hayan sido también los protagonistas de los retrocesos más pronunciados en los últimos años. En última instancia la supervivencia de la democracia depende de la capacidad de sus beneficiarios para defenderla y revitalizarla incesantemente; una tarea en la que tendrán que aplicarse los demócratas en cada una de las distintas regiones en los años venideros.
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