Aragón: el nacimiento de un Reino

Por G.B. D. Agustín Alcázar Segura (R).

Antes de la invasión musulmana el territorio de lo que había de ser el reino de Aragón carecía de personalidad propia. Ni constituía una unidad administrativa ni tenía unidad cultural. En la época romana había integrado en su mayor parte el convento jurídico cesaraugustano, que estaba incluido en la provincia Tarraconense y su romanización había sido muy desigual. En los altos valles del Pirineo el proceso civilizador avanzó al compás de la cristianización.

Tal era el panorama que ofrecía el valle del Ebro cuando a comienzos del siglo VIII hizo su aparición las huestes del Islam. El país se sometió sin dificultad, ya que tan sólo exigían el respeto a la nueva situación, en la cual se reconocían expresamente la propiedad territorial, el libre ejercicio del culto y las autoridades privativas de los cristianos. Tampoco se produjo ocupación militar de todas las ciudades, pues fueron muy escasos los musulmanes llegados en las primeras expediciones. De momento establecieron guarniciones en las plazas que tenían especial interés estratégico, como Pamplona, Zaragoza y Huesca. Distinto pudo ser el caso de las zonas rurales y montañosas, donde la resistencia es posible que fuera mayor, aun cuando carecemos de información concreta.

La sumisión del país, en la forma que sumariamente acabamos de relatar, dio lugar a que no se produjera una llegada masiva de gentes de fuera, árabes o beréberes. La inmediata conversión al Islam de algunos jefes, como Casius, conde del distrito de Borja, produjo que la población islámica de Aragón descendiera, en su mayor parte, de cristianos renegados.

Esta circunstancia que se dio fundamentalmente en las zonas urbanas, no se produjo en los territorios montañosos del norte; en ellos no habrá otras autoridades que las cristianas, las cuales responderían ante los emires del fiel cumplimiento de los pactos y del pago de los tributos.

De esta forma, y aún sin proponérselo expresamente, el país quedó bajo dos estructuras político-religiosas diferentes que vinieron a acentuar las diferencias económico-sociales que se producirían entre los valles pirenaicos y el valle del Ebro. Con el tiempo, los primeros sirvieron de refugio a los rebeldes o disconformes, apareciendo como tierras de libertad, al menos para los cristianos.

Como es sabido, la reacción cristiana se inició muy pronto en los territorios noroccidentales, donde godos y astures, liderados por don Pelayo lograron la histórica victoria de Covadonga que dio lugar al nacimiento del reino de Asturias y al inicio de la Reconquista. Pero la reacción en las zonas pirenaicas fue mucho más tardía, pudiéndose decir que el primer movimiento de rebeldía vino como consecuencia de la batalla de Roncesvalles (15 de Agosto de 778), si bien no contra los usurpadores musulmanes, sino contra los invasores y potencialmente liberadores francos.

Consecuencia de aquella derrota fue la creación por parte de los francos del reino de Aquitania, cuya principal misión sería la de vigilar la frontera sur y extenderse más allá de los Pirineos, naciendo así la Marca Hispánica. En ella se distinguieron tres zonas principales: la vasco-navarra, la aragonesa y la catalana. En la zona central, origen de lo que andando el tiempo se convertiría en el reino de Aragón, se destacan tres territorios claramente separados por la naturaleza y que inicialmente siguieron trayectorias históricas dispares hasta su integración definitiva en el reino de Aragón: Aragón, Sobrarbe y Ribagorza.

En una fecha incierta, en los comienzos del siglo IX, apareció un ente político, liderado por Iñigo Arista, que pugnaba por su independencia y que se configurará como el futuro reino de Navarra. Por aquellos años, en el Pirineo central, encontramos a Aznar Galindo, investido con la autoridad de conde, que estableció una dinastía condal hereditaria en Aragón, en tanto que Sobrarbe, unido a Ribagorza, estaban vinculados a los condes de Tolosa.

Hacia la mitad del siglo IX, el territorio aragonés tuvo una gran importancia en el conjunto de Al Ándalus, pero no precisamente por la actuación cristiana, sino por la personalidad y el peso de las acciones de Musa ben Musa, gobernador de la frontera superior, que incluía todo el valle del Ebro. Este llegó a denominarse el Tercer rey de España, ya que su autoridad se extendió de Huesca al Tajo y de Zaragoza a las fronteras de Álava y Castilla. Por su parte, el Aragón cristiano se mantenía bajo la tutela de Navarra, aunque conservando su personalidad independiente.

Esta situación se prolongó hasta la muerte de Sancho Garcés III de Navarra (1035), momento en el que se dividió el reino entre sus hijos, correspondiéndole a Ramiro el territorio del antiguo condado de Aragón incrementado con otros que no formaban parte del núcleo originario, pero que ya en estas fechas podían tenerse por aragoneses; en total unos 4.000 km2 frente a los 600 que habían constituido el núcleo originario en el siglo IX.

Por lo que respecta a los condados de Sobrarbe y Ribagorza, fueron asignados a otro de sus hijos, Gonzalo, manteniéndose, al igual que Aragón, sometidos a la soberanía de su hermano García III el de “Nájera”. A la muerte de Gonzalo, sus posesiones fueron incorporadas a Aragón.

En aquel momento, nadie habría pronosticado que el pequeño reino de Aragón estaba llamado a extenderse de la forma como lo hizo en siglos posteriores, encerrado como estaba al norte de las sierras prepirenaicas y enfrentado a un sólido sistema defensivo musulmán, apoyado en un poblamiento especialmente denso.

Sin embargo, dentro de este estrecho espacio territorial habitaba una sociedad en pleno crecimiento, y cuya única solución consistía en expandirse a costa de los musulmanes del sur, favorecida esta circunstancia por el hundimiento del califato de Córdoba y la aparición de los reinos de taifas, entre ellos el de Zaragoza.


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