Por G.B. D. Emilio Abad Ripoll (R).
El intento definitivo. Fatal inicio para Nelson y otros muchos
Los ocupantes de las otras pocas barcas -entre ellas la de Nelson- que alcanzaron la playa cercana al muelle no corrieron mejor suerte. El día antes, y ante la insistencia de un teniente de Artillería, Francisco Grandy, se había abierto una tronera en el muro de la batería de Santo Domingo, aledaña al castillo principal, desde donde poder batir de enfilada aquella playa. Y con ese objeto se asentó allí un cañón “de a 16”, que la tradición popular asegura que era “El Tigre” y que iba a hacer estragos entre los invasores llenando de metralla la negra arena de la Playa de la Alameda.
Así, cuando Nelson de pie en su barca empezaba a sacar la espada y alentaba a sus hombres dispuesto a pisar la tierra tinerfeña, un disparo de aquel cañón le producía una grave herida en el brazo derecho, a la altura del codo. Casi al mismo tiempo moría uno de sus capitanes, Bowen, y resultaban heridos otros dos oficiales y varios marineros.
Nelson tuvo la fortuna de que en el mismo bote se encontrase su hijastro Josiah Nisbet, quien, con su propio pañuelo, hizo un torniquete para frenarle la abundante pérdida de sangre y ordenó dar la vuelta a la embarcación, que desencallada -bajo fuego enemigo- por su propia tripulación se dirigió a alta mar rumbo al Theseus, al que accedió unas dos horas después. El cirujano de a bordo, ante la gravedad de la herida, tomó la decisión de amputar al contralmirante el brazo derecho por encima del codo. La extremidad se introdujo en un saco que contenía el cadáver de otro marinero recién muerto y se arrojó a las oscuras y profundas aguas de la rada santacrucera.
Mas no habían finalizado las desgracias para las pocas embarcaciones que se habían acercado por el Norte al centro del despliegue tinerfeño. Entre ellas figuraba el cúter (1) Fox, que transportaba piezas de artillería de campaña, armamento, municiones y toda clase de pertrechos para apoyar a las tropas una vez desembarcadas, además de unos 160 a 180 hombres. Cuando el Fox se encontraba a unos pocos cientos de metros de la costa, un disparo de cañón -aseguran que “con bala y palanqueta”- le alcanzó por debajo de la línea de flotación. Se escuchó desde tierra un fuerte estruendo, el griterío de sus ocupantes y, en escasos minutos, la embarcación se hundió, desapareciendo con ella su comandante, el teniente Gibson, y otros 97 hombres.
No podían haber ido peor las cosas para los ingleses en la zona Norte del Castillo, pues, en apenas unos minutos de combate, ya habían sufrido la baja de Horacio Nelson, su Comandante en Jefe, de varios de sus oficiales y de más de un centenar de marineros e infantes de marina, además de que la dispersión de los botes que transportaban el grueso de las fuerzas de desembarco tampoco era un indicio alentador para el cumplimiento de los planes previstos.
El intento definitivo. Los ingleses ponen pie en tierra tinerfeña
Mientras tanto, al Sur del Castillo de San Cristóbal, y muy cercano a él, un grupo de ingleses no muy numeroso conseguía llegar a tierra. Entre ellos se encontraba el capitán Troubridge, jefe de las fuerzas de desembarco y que portaba un ultimátum para entregar al jefe de los defensores. Se dirigieron, evitando acercarse al castillo, a la Plaza Principal o de la Pila, y se mantuvieron agrupados y en silencio en su parte Oeste esperando poder colaborar en el ataque previsto a la fortaleza cuando por el Norte y Sur desembarcasen más fuerzas
La mayor parte de las lanchas, unas 20, con más o menos 800 hombres, enfilaron la playa de la Carnicería, en la desembocadura del Barranco de Santos, pero ante la dura oposición que desde tierra les hacía el Batallón de Infantería de Canarias, con grandes esfuerzos, perdiendo lanchas y hombres, viraron hacia su derecha, es decir hacia el Norte y se dirigieron a otra pequeña playa, formada por la desembocadura del Barranquillo del Aceite. Tras fuerte lucha con los escasos 40 hombres de las Banderas de Cuba y La Habana y milicianos de refuerzo que defendían la zona, y tras sufrir nuevas bajas y perder más de una lancha, pusieron pie en tierra y comenzaron a internarse en la población, con muy poca oposición del cercano Baluarte de la Concepción, desde cuyas troneras se dominaba la playa, dado que la mayor parte de su guarnición había huido.
Habrá observado el lector que en un par de ocasiones hemos hablado de huidas o deserciones de nuestra gente apenas tomado contacto con el enemigo o, incluso, sin que se hubiese producido. Vaya en descargo, si es que se quiere encontrar alguna justificación al hecho, que se trataba de milicianos mal instruidos y en cuya moral de combate había influido sobremanera un rumor que se extendió acerca de que el general Gutiérrez había sido muerto en los primeros momentos de la acción. Y aunque en los dos casos citados su deserción hubiese sido de importancia para el desarrollo de los acontecimientos posteriores, bien es verdad que la gran parte de los milicianos, especialmente los que se encontraban encuadrados para completar plantillas en el Batallón de Infantería o en las Banderas de Cuba y La Habana, y los que reforzaron las dotaciones de las Baterías se comportaron dignísimamente en la dura lucha que sostuvieron contra un experimentado enemigo.
El importante grupo de ingleses que acababa de poner pie en tierra por el Barranquillo del Aceite se acercó hacia su derecha al Castillo, por la zona de La Caleta, esperando verse apoyados por los que creían que habrían desembarcado por el Norte de éste, pero para su sorpresa (ya vimos lo que le había ocurrido al grupo en el que viajaba Nelson), unos 60 hombres salidos de la fortaleza les efectuaron varias descargas de fusilería, que les ocasionaron más bajas y les obligaron a internarse en las callejuelas que se dirigían hacia el Oeste, hacia el interior del Lugar, alejándolos de su objetivo y llevándolos a una trampa mortal.
El intento definitivo. La lucha en las calles
La falta de información acerca de que lo que estaba sucediendo a extramuros del Castillo estaba sembrando la incertidumbre en Gutiérrez y sus colaboradores. Si bien desde la terraza superior de la fortaleza se podía saber que la defensa había sido un éxito en la zona de la Playa de la Alameda y que el muelle se encontraba ya libre de enemigos, el desconocimiento de lo que ocurría en la parte Sur del litoral santacrucero y algunas informaciones recibidas acerca de la situación por parte de varios paisanos que aseguraban que el enemigo estaba dentro de la población y muy cercano a la victoria, empezaban a hacer mella en los ánimos. Por si fuera poco, no había noticias de la principal baza de la defensa, el Batallón de Infantería.
En esa tesitura, varios componentes de la Plana Mayor de Gutiérrez se ofrecieron a recabar nuevas. Fue el teniente Vicente Siera quien, tras efectuar una descubierta hacia el Sur y establecer contacto con los elementos más avanzados del Batallón, que se movía en dirección al Castillo, regresó con el más gozoso de los informes: “¡El Batallón está intacto!”
A partir de ese momento, aproximadamente las 4 de la madrugada, empezó a desarrollarse una feroz lucha en las oscuras calles santacruceras. Los ingleses que estaban en la Plaza de la Pila, pudieron contactar con sus compatriotas que subían desde La Caleta tras ser rechazados casi en las puertas del castillo y se unieron a ellos, pero la presión de los españoles -ahora ya con el Batallón totalmente involucrado en la caza- se hizo insoportable. Gutiérrez había ordenado que el Batallón constituyese 4 destacamentos de 40 hombres cada uno que fueron taponando bocacalles, apoyados por la eficaz acción de los “violentos”, aquellos cañoncitos de campaña de 40 mm.
El alcalde del Lugar, don Domingo Vicente Marrero escribiría en su Relación que “el escopeteo era tan vivo por ambas partes en las calles y en las plazas… que parecía que no habría de amanecer una persona viva…” Y un testigo presencial contaría en una carta que “cada calle era un volcán…”
No quedó más remedio a los invasores, como consecuencia del empuje de los tinerfeños, que seguir el camino hacia el Oeste, por las calles del pueblo, al que les habían obligado casi desde la orilla del mar… y, de pronto, al llegar a una plaza, se toparon con un gran edificio que, al menos, ofrecía refugio y protección contra las balas que zumbaban a su alrededor y que, en bastantes ocasiones, encontraban su objetivo.
El intento definitivo. Los ingleses copados
Se trataba del convento de Santo Domingo, cuya entrada forzaron. Las tornas habían cambiado y ahora eran ellos quienes debían defenderse entre cuatro muros de los españoles que comenzaron a rodear el gran caserón.
Mientras tanto, en las playas se destruían las lanchas de desembarco inglesas que habían varado (hay constancia de que así se hizo con 18) y se seguían capturando prisioneros entre sus tripulaciones, heridos y rezagados. Y como el muelle estaba en nuestro poder, se encomendó al teniente Grandy (el que tuvo la idea de abrir la tronera para emplazar el cañón que tan eficaz fue en la playa de la Alameda) que pusiese en estado de servicio, y sirviese, con unos cuantos hombres, la batería casi por completo “clavada” por los ingleses en los primeros momentos del desembarco. Pronto sus 7 piezas iban a rendir un importante servicio.
Cerca de las 5, el teniente coronel Guinther, jefe del Batallón de Infantería, conminaba a los ingleses encerrados en Santo Domingo a entregarse, pero éstos se negaban manteniendo la esperanza de ser auxiliados desde la escuadra. Y así se intentó, pues apenas empezaba a clarear cuando desde los barcos se enviaba una segunda oleada de cerca de 400 hombres embarcados en unas 15 lanchas, pero, de nuevo, la artillería costera demostraba su eficacia. Desde el castillo principal se hundía una de las lanchas, pero aún fue más precisa la batería más adelantada, la del muelle, recién “desclavada” por Grandy y los suyos, que hizo impacto directo en dos botes. La barrera de metralla detuvo al resto que, en completo desorden, regresó a sus buques, dejando atrás más de medio centenar de muertos y ahogados.
Siguieron pasando los minutos, ya no se oían disparos en el pueblo y, desde la torre de la iglesia del convento, los sitiados habrían presenciado el descalabro sufrido por las lanchas de la oleada de refuerzos. Y lo peor de todo… ¿qué le habría ocurrido a Nelson?
Aún en esas circunstancias, y en tres ocasiones, el capitán Trowbridge envió parlamentarios al general Gutiérrez intentando amedrentarle con su amenaza repetida de incendiar el pueblo. Amenazas que, en su situación, no pasaban de meras baladronadas y a las que siempre contestó el Comandante General de idéntica manera: Que “aún disponía de hombres y municiones”, añadiendo que “si se rendían serían tratados con humanidad, pero que en caso contrario no se les daría cuartel.”
Y parecía quedar claro este hecho, pues alrededor del convento comenzaban a apilarse maderas, leñas y otros materiales combustibles, claro indicio de que quizás se estaba pensando prender fuego al edificio.
La capitulación
Cerca de las 6 de la mañana, perdida por Troubridge toda esperanza, no ya de victoria, sino siquiera fuese de ayuda, envió un oficial con bandera blanca, quien con los ojos vendados fue llevado a presencia de Gutiérrez; aunque comenzó su perorata con la consabida amenaza expuesta anteriormente, ante la firme actitud de nuestro General aceptó capitular, siempre que “se le concedieran los honores de la guerra”. El Comandante General accedió a ello, pero con la condición de que aquella escuadra británica se comprometiera a no volver a atacar Tenerife ni a ninguna de las demás islas de Canarias.
Poco después el acuerdo era ratificado y firmado ante Gutiérrez por el capitán Hood, quien luego, acompañado de nuestro representante, el Capitán de Mar Carlos Adan -designado por el general Gutiérrez- se trasladaba a bordo del Theseus, para informar a Nelson, que sufría fuertes dolores, de las condiciones de la capitulación, que sería aceptada por el contralmirante en todos sus términos, incluyendo el entregar en Cádiz cualquier informe que el Comandante General quisiera hacer llegar a la Península. Por ese medio tendría la Corte española conocimiento de la victoria obtenida.
Las bajas
Por parte de los defensores se sufrieron unas 60 bajas, de las que 24 fueron mortales (1 teniente coronel, 1 subteniente, 14 soldados y milicianos -2 de ellos artilleros y el resto infantes-, 6 civiles y 2 marineros franceses). En el bando inglés fueron mucho más elevadas, aunque varían grandemente según las fuentes. Las españolas las cifran en más de 800 (posiblemente incluyendo también los muchos prisioneros), mientras que Nelson, en su informe a Jervis, recoge más de 250, entre ellas 44 muertos y 102 ahogados, pero la opinión generalizada entre los estudiosos del tema es que el contralmirante quiso paliar el tremendo fracaso maquillando cifras en aquel documento oficial, pues en él no se incluyen los ahogados del Fox.
Otra forma de contabilizar las bajas inglesas -como sugieren los autores de La historia del 25 de Julio a la luz de las Fuentes Documentales (2)– consiste en restar de los desembarcados en la madrugada los reembarcados a lo largo de la mañana y la tarde del día 25, y, aunque se parta de cifras redondas, si a los más de 1.200 de la oleada inicial se deducen los aproximadamente 670 que volvieron a sus buques, (en barcas españolas, pues las inglesas habían sido destrozadas en las playas, como ya vimos) pero se añaden los tripulantes de los tres botes hundidos en el intento de refuerzo que murieron o se ahogaron, se llega a un total aproximado de 600 bajas definitivas, es decir, cercano al 50% de los efectivos ingleses empeñados en la acción.
La caballerosidad de los vencedores
Tras desfilar los vencidos británicos por la Plaza de la Pila, donde estaban formadas las Unidades españolas y los marineros franceses de La
Mutine, se les concentró en el muelle y sus inmediaciones. Más tarde se les incorporarían los numerosos prisioneros (y al día siguiente, el 26, se reembarcarían también sus heridos, que estaban siendo atendidos en los dos hospitales de la Plaza). Allí se les repartió “un abundante refresco de pan, frutas y vino”, siendo tantas las atenciones con los derrotados que ellos mismos confesaron que habían quedado atónitos ante tantas muestras de humanidad.
Nelson agradeció ese comportamiento en una carta a Gutiérrez (quizás el primer documento que firmó con su mano izquierda), y en prueba de ello le regalaba unos anteojos de visión nocturna y le obsequiaba con un queso y una barrica de cerveza inglesa, a lo que correspondió nuestro general con otra misiva a la que adjuntaba dos garrafones de vino tinerfeño.
Y el día 27 levaban anclas los barcos ingleses. En las aguas de la rada de Santa Cruz Nelson dejaba, junto a sus esperanzas de una trascendental victoria, los cuerpos de centenares de sus hombres, un barco… y su propio brazo derecho.
Los términos de la capitulación objeto de disensiones
Ya hemos visto que Gutiérrez aceptó que los ingleses, aunque claramente derrotados, fueran tratados “con los honores de la guerra”, lo que no fue aceptado de buen ánimo por algunos de los propios defensores. Varios personajes destacados de la sociedad tinerfeña criticaron con dureza al Comandante General, como el alcalde Marrero quién llegó a escribir que “nuestros isleños no han tenido la mínima culpa de esto, pues para nuestra fortuna ningún hijo de Santa Cruz ni de Tenerife tuvo parte en la capitulación que con tanta razón vituperáis”, en clarísima alusión a la ascendencia burgalesa de Gutiérrez. Con los años, si bien pareció prevalecer la opinión de que el acuerdo alcanzado había sido el único posible y el más ventajoso para Tenerife y Canarias, de vez en cuando volvían a surgir las críticas, y hasta tiempos recientísimos hemos seguido leyendo en la prensa tinerfeña y canaria diatribas de corifeos de Marrero que atacaban con dureza inusitada la decisión de nuestro general, calificándole de pusilánime o incluso de cobarde.
Pero todo ha quedado aclarado recientemente. Como ya vimos, Gutiérrez, aceptando el ofrecimiento inglés, había enviado a la Corte noticias de
la victoria en un escueto mensaje que los británicos entregaron al Gobernador Militar de Cádiz en un gesto que les honra. A la vez, temiendo quizás que esa primera comunicación no llegase a su destino, remitió otro parte mediante un Subteniente de los Correos Reales que, tras azaroso viaje, lo entregó en Madrid. A estas dos primeras misivas contestó el Ministro de la Guerra, don Juan Manuel Álvarez felicitando a los vencedores, pero añadiendo un párrafo que rezaba así:
“Asimismo espera S.M. que embie (sic)… noticia más circunstanciada del… suceso, con expresión de las causas que le hayan movido a capitular con los comandantes ingleses el no embarazar o perseguir a sus tropas en el reembarco.
Esta velada, o no tan velada, reconvención -argumento principal esgrimido por los críticos del general Gutiérrez- fue inmediatamente rebatida por éste en carta que parecía haber desaparecido hasta tiempos muy recientes. Lo cierto es que la contestación del Ministro no dejaba lugar a dudas, pues le aseguraba que explicadas “las causas que le precisaron a no hacer prisioneras a las Tropas Ynglesas (sic)… se ha enterado S.M. y se ha servido aprobarlo.”
La Corona concedía al Comandante General la Encomienda de Esparragal de la Orden de Alcántara como premio a su victoria, y a la población escudo de armas (con las 3 cabezas de león de la que la tercera representaba la actual victoria), el privilegio de Villazgo, los títulos de Muy Leal, Noble e Invicta y el nombre de Santa Cruz de Santiago de Tenerife, reconociendo en la denominación oficial el copatronazgo sobre la población del sagrado símbolo del cristianismo y del apóstol en cuyo día se obtuvo la victoria.
Pero…¿qué le escribió Gutiérrez al Rey en la famosa carta perdida, de modo que le convenciera de que había obrado correctamente aunque no llevase a cabo el “embarazar o perseguir” a los ingleses?.
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(1) Embarcación pequeña, de bastante calado, muy veloz y maniobrera, armada generalmente con aproximadamente una docena de bocas de fuego.
(2) COLA BENÍTEZ, L, GARCÍA PULIDO, D. op. cit. pp. 178-179. Santa Cruz de Tenerife, 1999.
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