En la historia de Arabia Saudí el poder nunca había estado tan concentrado en una única figura. Tras el nombramiento como rey de Salmán Abdulaziz en 2015, aparecía a su lado Mohammed bin Salman, su hijo no primogénito. En ese momento nadie sabía hasta qué punto y con qué rapidez este príncipe, por entonces de 29 años, acapararía el poder dentro de un reino de marcado tinte gerontocrático. El príncipe comenzaría a ocupar titulares por su labor la frente del Ministerio de Defensa, cuyas prerrogativas le permitieron liderar la coalición en la guerra de Yemen contra los Houthi; un año más tarde haría de nuevo gala de sus potestades al pregonar el aislamiento contra Qatar de las naciones del Golfo (EAU, Barehin o Kuwait). Esta política exterior agresiva sin precedente no intercedió en su proclamación como heredero en julio de 2017, una elección que rompía con la tradición de la línea sucesoria, y que desplazaba a su primo, Mohamed bin Nayef, quien desde entonces desaparecería de las labores públicas. A este caso le sucedieron una serie de purgas de palacio que aseguraron la carrera meteórica de MbS hacia el poder.
Desde la elección como heredero al trono de MbS, como se conoce al heredero, no ha parado de acumular poder, hasta convertirse en el regente del Reino y en uno de los líderes árabes más influyentes. Nombrado ministro de Defensa, también se puso a la cabeza del Consejo que controla ARAMCO, presente en el Consejo Económico Supremo, y al mando del Fondo de Inversión Pública y alto miembro del Consejo de Asuntos Políticos y de Seguridad. Además, ha sido el responsable directo del mayúsculo contrato para la compra de armas a Estados Unidos.
En primera instancia la reacción tanto en el Reino como en la esfera internacional fue de optimismo. La esperanza de romper algo más que la gerontocracia enraizada en Arabia Saudí llegaba a la propia nación – con el 60% de la población por debajo de la treintena -, y a Occidente, donde se veía la oportunidad de cambiar ciertos aspectos sociales de la monarquía absolutista.
Sin embargo, Mohammed bin Salman, si bien ha aspirado desde el principio a transformar elementos troncales del país árabe, no ha mostrado intención de alterar sus caracteres tradicionales más allá de ciertas concesiones – como la apertura de cines o permisos de conducción de la mujer -, y que le han granjeado vituperaciones por tratarse de condiciones no acordes con el siglo XXI; la situación de la mujer y el tutelaje al que están sometidas es una fuente de crítica de resonancia planetaria, y que cada vez tiene más presencia dentro del propio Reino. La esfera de poder saudí actual ha desarrollado contrapesos en sus medidas sociales que pretenden cierta apertura en aspectos de la vida pública pero limitando su exceso, sin reparo a ejercer represiones ante cualquier manifestación de libertad; toda decisión o posible concesión pretende dejar clara la posición autoritaria del príncipe heredero.
Las transformaciones estructurales que prioriza MbS se centran más en el aspecto económico bajo el programa Visión 2030, sobre el cual orbita la modernización tectónica de la economía saudí. La idea del príncipe es reducir la dependencia que sufre el país con respecto los hidrocarburos. Se aspira a instaurar una infraestructura que también incluya al sector privado, que potencie el área empresarial hacia el entretenimiento y el turismo, y que guarda importantes expectaciones hacia el marco tecnológico. El objeto es diversificar las fuentes de ingresos, hoy bajo responsabilidad estatal. Arabia Saudí cuenta con un población cuyo 70 % es menor de 35 años – con una tasa de desempleo de alrededor de 12 %-, por lo que este megaproyecto puede suponer la oportunidad de generar empleo como de alimentar el mercado de consumo. Para la ejecución de este viraje económico es necesario capital de inversión, y por ello, en su momento, MbS anunció la salida a bolsa de la joya de la corona del Reino, Aramco, la empresa estatal de producción de hidrocarburos. Un hecho que parece haber fracasado, pero que muestra la magnitud del cambio que pretende el príncipe heredero.
En la faceta internacional, desde que Mohammed Bin Salman se hizo cargo del ministerio de Defensa ha pretendido mostrar la preponderancia saudí sin atender a sutilezas. El aislamiento de Qatar, la retención del primer ministro libanés, la crisis con Canadá, y especialmente, la guerra en Yemen, son casos evidentes de que el príncipe no se contenta con continuar con un papel de reparto en el ámbito exterior. El asesinato en el consulado saudí de Estambul del periodista Jamal Khashoggi – crítico con el régimen – el pasado octubre es el último ejemplo de la carencia de filtros diplomáticos que el heredero saudí atesora.
Parte de esta postura belicosa deriva de la disputa geopolítica que libran Arabia Saudí e Irán como potencias regionales. Amén de esta confrontación, la intervención en Yemen y las decisiones hacia Qatar o Líbano se han visto amplificadas y perpetuadas por sus connotaciones estratégicas.
La coalición que Arabia Saudí lidera en la guerra en Yemen es la primera intervención militar que el Reino ejecuta como actor principal desde el nacimiento del Estado. Este escenario bélico no ha dado los resultados que MbS esperaba: los Houthi han conseguido resistir las embestidas de una fuerza saudí mejor equipada, pero cuya formación ha demostrado no estar a la altura de su inversión, a lo que hay que sumar la negativa a desplegar tropas en el terreno. Arabia Saudí se ha enquistado en una contienda que ha hipotecado su reputación, cuyas consecuencias van más allá del coste económico; con un palmario precio propagandístico y presiones que alcanzan múltiples estratos. Riad se ha excedido en sus escenarios: ni Qatar ha sucumbido ante el aislamiento de sus vecinos, ni Irán ha perdido influencia en Líbano, Yemen o Siria. Mientras tanto, el reino saudí se ha convertido en uno de los mayores compradores de armas en los últimos años, amén de sus implicaciones geopolíticas y su anhelo por erigirse como líder regional, además de abanderado musulmán y árabe. Los sucesos ponen en entredicho las capacidades de liderazgo de Mohammed bin Salman, además de tensar la relación con sus aliados. La última decisión prueba de ello es la intención del Congreso estadounidense de restringir la venta de armas a Riad, al menos hasta que se firme el cierre del conflicto en Yemen.
Las sucesivas crisis diplomáticas creadas por Mohammed bin Salman, la última de ellas el asesinato de Jamal Khashoggi, hacen plantear la posición exterior que Arabia Saudí debe ostentar. Además dan la oportunidad a aliados como Estados Unidos o Turquía a sacar partido de la coyuntura en las que el heredero saudí se ve involucrado. Ha salido a la luz informaciones de que Washington está presionando a MbS para que abandone su boicot contra Qatar.
El príncipe heredero es consciente de la exigencia por cambiar el Estado rentista que su dinastía ha levantado; deberá lidiar con contrapesos culturales y fuerzas internas cristalizadas en la fuente misma del poder saudí, y que podrán a prueba los pilares que han sustentado el reino saudí hasta la fecha. Aún con sus polémicas decisiones, el heredero al trono se ha asentado como figura central del poder saudí. Desde 2015 Salmán Abdulaziz es rey en título, pero ha relegado tales potestades en su hijo. Desde entonces Mohammed bin Salman se ha asegurado el papel principal dentro de la familia Saud hasta acumular un poder sin precedentes.
Los años de MbS en primera línea de la escena política han dejado entrever que los cambios que podían llegar de la mano de un joven líder no se van a cumplir del modo esperado. Priorizando en los aspectos económicos, el heredero saudí aspira a evolucionar la maquinaria económica del país, pero conservando los valores que vertebran la monarquía absoluta. No obstante, Mohammed bin Salman deberá bascular entre el peso tradicional del clero wahabí y la presión de una población joven educada dentro de la globalización y con acceso a la tecnología.
El Reino del Desierto tiene en Washington al aliado que verdaderamente necesita. A pesar de las crisis que hayan podido surgir de la mano de MbS, la Administración Trump no va a dar la espalda a Riad; un aliado que le proporciona un puente diplomático importante, cliente crucial en el mercado armamentístico, y con el que comparten amenazas geopolíticas, como la de Irán. Arabia Saudí ha cambiado la tónica de política exterior desde la entrada en escena de Mohammed bin Salman. Las posturas agresivas en los últimos años han marcado la línea dura que prioriza el joven líder saudí. Las consecuencias por el momento acarrean sucesivas tensiones diplomáticas, ingentes gastos militares y recelos entre sus aliados, todo ello debido a la diputa geopolítica regional, el anhelo por el cetro de poder del orbe árabe, y convertirse, a nivel personal, en una de las figuras más influyentes del globo.
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