España y Cataluña en 1640

Por GB D. Agustín Alcázar Segura (R)

Introducción
Durante los siglos XVI y primera mitad del XVII la defensa de los intereses de la monarquía hispánica fuera del territorio peninsular recaía casi exclusivamente en Castilla, pero a estas alturas, y tras más de una centuria de guerras ininterrumpidas, ésta se había convertido en una región empobrecida con graves problemas de despoblación.

El conde-duque de Olivares, en 1621, incorporó las ideas de reparto y uniformidad fiscal a su programa de gobierno, preconizando una mayor unión del imperio bajo leyes uniformes, lo que suponía una cesión en los intereses constitucionales de los distintos reinos; como contrapunto ofrecía el repartir los frutos del Imperio (junto con sus cargas), hasta entonces reservados principalmente a Castilla.

Como solución a los problemas militares, propuso, en 1626, la llamada Unión de Armas, que consistía en extender a los otros reinos y territorios españoles de la corona la carga de sostener y engrosar el ejército, pues hasta entonces ni Navarra, ni Aragón, ni Cataluña, ni Valencia mandaban hombres a la guerra, ni se hacían cargo de los gastos militares. Los portugueses colaboraban con hombres y barcos, pero siempre empeñados en emplearlos en la defensa exclusiva de sus dominios de ultramar.

Tanto Aragón como Valencia se opusieron en principio a esta iniciativa, pero al cabo de una serie de largos y ásperos debates aceptaron votar un subsidio para mantener o proporcionar tropas en beneficio del conjunto de España[1].Más difícil iba a ser convencer a los catalanes.

Cuando el 28 de Marzo de 1626, el rey inauguró en Barcelona las Cortes, los catalanes no mostraron mayor disposición a cooperar, y tras varias semanas de debates, y negociaciones, el 3 de Mayo, se negaron a votar el subsidio en el curso de una sesión tumultuosa. El rey salió de Barcelona al día siguiente profundamente con­trariado.

El problema catalán
En los comienzos del siglo XVII, el principado de Cataluña y los condados de Rosellón y de Cerdaña formaban un conjunto casi indivi­sible y los montes Corbieres desempe­ñaban el papel que hoy corresponde a los Pirineos Orientales. Políticamente era un principado sin príncipe ni poder ejecutivo, pero con un poder legislativo propio y escasamente controlado. El virrey administraba y era jefe del ejército. De él dependían la audiencia y la tesorería; pero, para legislar, se hallaba conectado y casi subordinado a las instituciones catalanas.

Las leyes de Cataluña habían sido esta­blecidas de común acuerdo entre el monarca de Aragón y la Gene­ralidad[2], e integraban, por su estilo y por su historia, el más sagrado derecho del país, lo que, en la práctica se traducía en que, no siendo indepen­diente, gozaba de un derecho de iniciativa que dificultaba su gobierno y el manejo externo de su conjunto. Sus derechos eran superiores a los de los otros reinos hispanos, en tanto que sus deberes, eran menores[3]. A título de ejemplo, con arre­glo a las leyes del Principado, ninguna fuerza armada catalana podía rebasar la propia frontera si el país no era atacado previamente. Y, de este modo, llegó la hora en que la estricta observación de las leyes propias entró en colisión con la seguridad de la mo­narquía española.

Cataluña se resistía a la política integradora de la corona, convirtiéndose, en su mismo aislamiento, en un problema político y fiscal.

En estas circunstancias, y para atraerse el favor de la población, Olivares designó como virrey al duque de Cardona, un aristócrata catalán, que gobernó entre 1632 y 1638. En esta última fecha y por renuncia del duque, fue designado para el cargo Dalmau de Queralt, conde de Santa Coloma.

Situación en Cataluña
España estaba inmersa en la Fase Francesa (1635-1648) de la Guerra de los 30 Años. Para atender a la guarnición de la frontera norte, Olivares decidió que el ejército real invernara en el territorio de Cataluña. Al saberlo, las autoridades locales protestaron, ale­gando que era contrario a sus fueros, pero el minis­tro se mantuvo firme en su propósito. Incluso había consultado la decisión con una junta de teólogos.

La orden del conde-duque significaba que diversas unidades acamparían allí durante varios meses; además, los habitantes debían mantenerlas a sus expensas y alojarlas en sus propias casas, como a uno más. La nobleza, el clero y la burguesía estaban exen­tos de esta obligación, que sólo recaía en los más hu­mildes, afectados entonces por una serie de malas cosechas y por la peste que se declaró en Salces.

Sin embargo, tanto ellos como las autoridades aca­taron la negativa del conde-duque de revocar su de­cisión, aunque se recibió a las tropas con fría hosti­lidad. El pésimo comportamiento de las unidades que durante años mantuvieron la frontera predispuso los ánimos en contra suya.

A la parte norte de Cataluña se destinaron princi­palmente los mercenarios extranjeros, gente acostumbrada a vivir sobre el terreno, que no distinguía entre amigos y enemigos, y para quie­nes el pillaje formaba parte de la ganancia. Allí no se comportaron de modo distinto, sin que sus jefes lo impidiesen; por el contrario, con frecuencia fueron los primeros en el saqueo y en las violaciones. Además, la corona, siempre mal de fondos, les re­trasaba las pagas, por lo que cayeron sobre la región como una nube de langostas famélicas, arrasándolo todo a su paso.

En la práctica, resultó igual que una ocupación extran­jera y los paisanos reaccionaron como si en efecto lo fuese. También éstos eran gente dura, habituada a defen­derse de los bandidos y a resolver sus diferencias violentamente.

El primer choque se  produjo a fines del mes de Enero de 1640, cuando los jinetes napolitanos de Federico Spatafora asaltaron Palautordera. Desde entonces en toda la zona montañosa del norte se sucedieron las escaramuzas entre payeses y soldados, con su cortejo de víctimas y de horrores.

Al ministro, como es lógico, le interesaba que la zona fronteriza es­tuviese en paz, pero también le eran imprescindibles los mercenarios, ya que, por lo im­popular de aquella guerra, cada vez resultaba más difícil reunir soldados. Se exponía a que, a la menor contrariedad, los mercenarios se le pasaran al otro bando.

Luego tuvo prisa por restablecer la calma, pues todo iba en beneficio de la oposición, cada vez más numerosa en vista de los resultados. Entonces, ya en Marzo, el ministro ordenó que detuviesen a las auto­ridades locales, lo que el virrey sólo pudo cumplir en parte.

La medida no sirvió más que para desengañar a quienes aún confiaban en el camino legal, especial­mente en vista de que no se reunían las Cortes. Ade­más, al no eliminarse las causas, se fueron encen­diendo los ánimos, siempre predispuestos, hasta que a finales de Abril, en Santa Coloma de Farnés (Gerona), abrasaron vivo al alguacil real Miquel Joan de Monrodon que había ido a investigar unos sucesos. Poco después las tropas, en represalia, destruyeron allí un barrio completo.

También contribuyó no poco el que los soldados quemasen y profanaran iglesias, como en Palautorde­ra y Riudarenas (Gerona), lo que daba a la rebelión un aire de cruzada religiosa. El propio obispo de Gerona, que era gallego, había excomulgado al tercio napolitano de Leonardo Moles a causa de sus desmanes.

Desde entonces, ya no fue cuestión de defenderse aisladamente. Todos se sentían amenazados por igual, de modo que los campesinos de los pueblos próximos se fueron agrupando en bandas armadas para expulsar a las tropas.

En la primavera de 1640, el virrey, por orden del conde-duque hizo encarcelar a Francesc Tamarit[4], bajo acusaciones de contrafacción (infracción) a causa de la oposición al alojamiento de las tropas estacionadas en Cataluña. Esto ocasionó violentas  protestas.

La revuelta fue creciendo y el 22 de Mayo unos 2.000 hombres entraron en Barcelona para sacar de la cárcel al diputado Francesc Tamarit y a sus compa­ñeros. Sólo la intervención de las autoridades locales y de los propios detenidos impidió que hiciesen un ajuste general de cuentas, pues no sólo iban contra los mercenarios sino contra toda la situación. Tan sólo se salvaba el rey, siempre por encima de críticas.

A Olivares le pilló desprevenido la entrada de los amotinados en Barcelona. Había creído que con unas cuantas detenciones ahogaría la protesta. En vista de que no era así, no le quedaba más remedio que tratar directamente con las autoridades catalanas, puesto que no tenía fuerza para imponerse.

Quien con todo esto quedó en peor situación fue el virrey Santa Coloma, que estaba solo en un territorio hostil y alzado en armas. Tras algunas gestiones, se reunió con las autoridades locales, el 6 de Junio, para leerles una carta del soberano en la que les agradecía que hubieran evitado una matanza cuando sacaron a Tamarit de la cárcel.

La entrevista fue breve y sólo acordaron algunas medidas de seguridad. Al día siguiente comenzaban las fiestas del Corpus Christie y debían atender los últimos detalles. Por lo tanto, se dejó el resto para más adelante[5].


[1] LYNCH John: Los Austrias. RBA Coleccionables. Biblioteca de la historia. Barcelona 2005. p 526.

[2] La Generalidad de Cataluña debe su origen a las Cortes catalanas, que, durante el reinado de Jaime I, se reunían convocadas por el rey de Aragón como representantes de los estamentos sociales de la época: eclesiásticos, nobleza militar y el real o «de villas».

[3] MARTÍNEZ DE CAMPOS, Carlos. España bélica. El siglo XVII. Ed. Aguilar. Madrid 1965. pp 132 a 134

[4] Su padre, Pere de Tamarit, había sido conseller en cap del Consejo de Ciento barcelonés. Miembro él mismo de dicho Concejo, el 22 de Julio de 1638 fue elegido por sorteo delegado del Brazo Militar de la Generalidad de Cataluña. Celoso defensor de las libertades catalanas, elevó una enérgica protesta al rey por la prohibición, a causa del estado de guerra, del comercio con Francia, contrario a los intereses comerciales catalanes. A finales de 1639 participó en el asedio del castillo de Salces. De regreso a Barcelona, fue acogido triunfalmente por el pueblo.

[5] LEÓN-IGNACIO: Corpus de Sangre. La rebelión de los segadores en Barcelona. Ed. Plaza & Janés SA. Espulgas de Llobregat (Barcelona). 1974.  pp 18 a 23.


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