Coronel D. Pedro Baños Bajo.
Desde la más remota antigüedad, las sociedades han pugnado por obtener secretos que les pudieran significar una ventaja industrial, comercial o militar, por lo que el espionaje dirigido contra los competidores económicos ha sido una constante histórica, focalizado en la información relativa a adelantos científico-tecnológicos, métodos de producción revolucionarios y estrategias para dominar mercados.
Esta práctica ancestral en persecución de la supremacía económica ha llegado a convertirse en la forma moderna de hacer la guerra, en el método más habitual que tienen los Estados de enfrentarse a sus oponentes, y además de manera notablemente creciente.
Por un lado, la economía –siempre presente en todos los conflictos, sea como principal fuerza desencadenante o como medio de la acción- ha llegado a tener tal ascendiente, más o menos directo, sobre los países, que nadie duda de su inmensa relevancia e influencia en la seguridad nacional.
Por otro, se considera más rentable recurrir a estos procedimientos clandestinos que emplear abiertamente la fuerza militar, cuyo beneficio es dudoso cuando lo que se enfrentan son grandes potencias con poderosos ejércitos, quedando el papel de éstos principalmente limitado a ejercer la debida disuasión.
Tampoco se puede obviar que el mundo es cada vez más competitivo, con unos grados de industrialización nunca antes vistos que exigen ingentes cantidades de unos recursos cada vez más limitados –minerales estratégicos, energía,…-, a lo que se une el imparable crecimiento de una población mundial a la que debe alimentarse, y precisamente cuando las condiciones climáticas no parecen ser las más favorables, lo que motiva que se entre en liza por aspectos tales como las tierras cultivables.
De este modo, incluso se producen casos de espionaje entre países que comparten principios y valores democráticos, que se proclaman mutuamente como socios políticos y aliados militares, pero que no dejan de ser fuertes competidores económicos, en la más amplia acepción del término.
Así, mientras China es para muchos quien más práctica este espionaje, la realidad es muy diferente. Los últimos casos puestos al descubierto por WikiLeaks apuntan a que la Agencia de Seguridad Nacional estadounidense habría estado espiando a los principales dirigentes y empresas de Alemania, Francia y Japón, principales aliados geopolíticos de EEUU. Y las acusaciones entre aliados han sido constantes: la CIA y Francia se han acusado mutuamente en diversas ocasiones de espionaje industrial y comercial; París también ha sido considerado por EEUU como el país que más espía la tecnología de sus aliados, especialmente de Alemania. Y todo ello no es más que la punta del iceberg, pues lo normal es que el robo de secretos nunca se confiese.
Se llega entonces al contexto actual, en el que la lucha por dominar la tecnología, hacerse con contratos multimillonarios, copar mercados o defender intereses geopolítico-económicos se ha convertido en un fenómeno al que muy pocos países son ajenos.
Tanto es así que el FBI considera que los casos de espionaje económico están aumentando a un ritmo superior al 50% anual. Mientras que Alemania estima que las pérdidas anuales que le supone esta actividad ilegal puede llegar a los 70.000 millones de euros, esfumándose hasta 80.000 empleos.
Sin duda, este incremento también es fruto del empleo masivo del ciberespacio como medio de almacenamiento y transmisión de datos, que implica un gran potencial de fuga masiva de información.
De lo que no cabe duda es de que esta actividad ilícita seguirá en aumento, motivo por el cual, mientras las fuerzas armadas de los países más desarrollados ven sensiblemente reducidos presupuestos, personal y medios, los servicios de inteligencia están creciendo en capacidades, además de reforzándose con la progresiva aportación de empresas privadas altamente especializadas.
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