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Hubo una vez una bandera: Nuestro Legado (III)

Hubo una vez una bandera: Nuestro Legado (III)

“Mientras tuvo Roma a quien temer y enemigos, ¡qué diferentes costumbres tuvo! ¡Cómo se ejercitó en las armas! ¡Qué pechos tan valerosos ostentó al mundo! Mas luego que honraron sus deseos perezosos al otio bestial con nombre de paz santa, ¡qué vicio no se apoderó de ella! Y ¡qué torpeza no embarazó los ánimos que antes bastaron a sujetar el mundo!”

Fragmento extraído de “España defendida”

Dicen los ingenios que España nunca goza de paz, que solamente descansa, como ahora, del peso de las armas, para tornar a ellas con mayor fuerza y aliento renovado; dicen también que no seríamos españoles sino buscáramos peligros, despreciándolos primero para vencerlos después y tal vez alguna de estas razones, o ambas, tengan que ver con que aquel 12 de octubre de 1492 la bandera real y dos de la Cruz Verde, con la F y la Y coronadas, ondearan tan lejos del viejo mundo avejentando para siempre los mapas. Después vendría el si fuimos los primeros o fueron otros los que llegaron con antelación a esas tierras; fenicios, egipcios, romanos, nórdicos, hasta los mormones tienen sus teorías. Lo que está claro es que nosotros llegamos y que también regresamos, que pocas cosas había que amedrentaran a aquellos hombres, como tampoco empresa a la que no osaran dar acometida. En cuanto a aquellos que lo intentaron antes, si es que los hubo, tal vez no tuvieron la destreza,  los conocimientos o sencillamente la suerte y terminaron perdiéndose en aquellas aguas, engullidos por la historia.

Mientras, la madre patria no acababa de llorar a los hijos que cayeron en Granada, cuando los perros de la guerra nos ladraban desde Europa. Habíamos recuperado nuestro hogar, ahora tocaba conservarlo y defender nuestros derechos frente a las potencias extranjeras. El siguiente campo de batalla por el que desfilarían nuestras banderas sería Italia, donde demostramos lo que nos enseñaron casi 800 años de Reconquista. Y aun así, ni el león purpura, ni el castillo dorado, ni las franjas rojas aragonesas bastaron en Seminara; poco acostumbrados al combate en campo abierto, se hizo lo que se pudo, que no es poco teniendo en cuenta los números y el rival.  No por nada dicen que de los errores se aprende y que a veces la derrota es el mejor maestro, vaya si nos enseñó y vaya si aprendimos, pues no mucho más tarde, volveríamos a vernos las caras en Seminara y entonces nosotros recitamos la lección. Después de esto revolucionariamos el arte de la guerra.

Las pasadas edades, saturadas de armas y banderas, legaron hazañas, símbolos y heridas, las infligidas, por las que nos hirieron; los Siglos de Oro, sí, pero también fueron Siglos de Acero, que dejaron cicatrices con forma de aspa por media Europa. Uno de esos símbolos emblemáticos que ha quedado en el imaginario y ha marcado un hito de nuestra historia y la de nuestra bandera, es la “Cruz de San Andrés” o “Aspa de Borgoña”, distintivo que adoptamos tras el matrimonio de Juana I de Castilla ,hija de los Reyes Católicos, con el Archiduque de Austria Felipe “el Hermoso”. Las aspas representan los leños que daban forma a la cruz donde fue martirizado el santo, con los nudos donde fueron cortadas las ramas empleadas para fabricarla. Y bajo ella combatieron los temidos Tercios, pero ya llegaremos esto.

Volvieron a chocar las banderas mientras el Sacro Imperio Romano Germánico buscaba heredero y sobre la Cruz de San Andrés lucirían entonces las armas de sus capitanes y en adelante el Escudo Imperial sobre la principal con fondo amarillo. No obstante, las imágenes y los colores de aquellas banderas seguirían reflejando toda una panoplia, incluyendo motivos religiosos y otras representaciones que continuaban dando muestra del espíritu y los valores que defendían aquellas unidades.

Tal vez la más característica y la que mejor encarnaba ese espíritu, eran los famosos Tercios españoles de infantería, formados fundamentalmente por voluntarios que acudían a alistarse desde cada rincón de la península; desde el más noble al más villano, extremeño, o ferrolano, catalán o granadino, todos acudían en busca de riqueza o gloria, o las dos cosas que para eso somos quienes somos. Difícilmente encontraremos un ejemplo que reúna mejor el conjunto de virtudes, y seguramente también defectos, que define al auténtico soldado español, ya fuera con asta, pólvora o acero, esos se entendían con cualquiera. Más tarde, se armaría la de San Quintín, se desataría la “furia en Amberes”, un Flandes interminable y el cierre de un capítulo en Rocroi y mientras nosotros seguiríamos sumando enseñas, con el Aspa de Borgoña siempre presente.

Tras el fallecimiento del “Hechizado”, el asentamiento de la dinastía borbónica trajo consigo un cambio en relación con la forma de entender y plasmar la bandera. Todavía no es posible hablar de una bandera nacional pero si de unos símbolos que ponen de manifiesto unos signos propios y de unificación. El carmesí, el Escudo Real y la generalización del color blanco en las banderas militares y los pabellones de marina. Por primera vez mencionamos aquí dos clases de banderas: Coronela (principal) y Sencilla (Batallona). Sin embargo, las sucesivas Ordenanzas darían lugar a continuas modificaciones, en cuanto a su número, medida o patrones, añadiendo o quitando en unos casos leones y castillos, triángulos o coronas y los escudos pertinentes de los regimientos, los reinos o las provincias.

No fue hasta la subida al trono de Carlos III,  que se dieron los primeros pasos que nos llevarían hasta el modelo actual. Por aquel entonces, no eran infrecuentes las confusiones a las que daba lugar la generalización del color blanco entre los pabellones que empleaban la mayor parte de las potencias del momento y si te descuidabas lo mismo podías desarbolar a un Británico, a un Siciliano que a uno de Cartagena. De ahí el encargo que hizo el monarca a su Ministro de Marina y su resultado final, doce bocetos de los cuales dos fueron seleccionados personalmente por el rey, modificando únicamente las dimensiones de las franjas y asignando el correspondiente a la Marina de Guerra y el otro a la Marina Mercante.

 

La unidad es el legado que heredamos de todas esas banderas, a su sombra comenzamos a igualamos y a la hora de la verdad, bajo ellas poco importaba de quien fuera hijo uno, sus antepasados o donde le hubieran arrancado el primer llanto, porque el resto quedaba en manos del coraje, la suerte o de un poder superior, así que para qué preocuparse. Vestigios de sangre árabe, herencia judía o castellana ¿Qué más da?, el que esté libre de pecado…, después de siglos viviendo y muriendo juntos bien podríamos ser todos familiares y con toda esa sangre derramada en suelo europeo y más allá, hasta los países deberían estar emparentados.

Por nuestra parte seguiremos marchando, hasta completar la historia de nuestra bandera.


Analista especializado en el entorno de la información y Defensa.

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