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«Vitoreóse España en muchas partes, gritóse muera Francia»

Por GB D. Agustín Alcázar Segura (R)

Tras los trágicos sucesos del “Corpus de Sangre”, los catalanes, tan pronto como faltó el Duque de Cardona  convocaron a sus estamentos.

Escribieron cartas al nuevo Duque de Cardona, a los Marqueses de Aitana, de los Vélez, al Conde de Santa Coloma, hijo del difunto, y a todos cuantos señores castellanos y extranje­ros tenían en el principado estados o baronías; llamaron asimismo a los obispos y prelados, a todos los mi­nistros y tribunales, sin excluir al Santo Oficio; exponiéndoles la situación del principado y solicitándoles que acudieran a la convocatoria a fin de tomar las decisiones más adecuadas.

En la exposición de sus quejas, aparecían en primer plano la figura del Conde-Duque y del Protonotario[1], declarándose fieles vasallos del rey, y manifestando que resueltas sus reivindicaciones contra aquellos, con toda prontitud volverían a la obediencia real.

Con esta visión de la situación creada, se reunieron sus cortes en Barcelona, prece­diendo en todo el consistorio de la Diputación. La Diputación General en Barcelona[2], metró­poli del Principado, constaba de tres diputados, cada uno en representación de sus tres estados (la iglesia, la nobleza y el pueblo). A estos tres se unían otros tantos jueces. Esta Diputación General, no solo gobernaba en la ciudad de Barcelona, sino que su autoridad se extendía al conjunto del Principado[3].

Después de discutir la situación, las posibles soluciones y sus consecuencias, optaron por aprestarse a defender con las armas en la mano sus derechos,  presuntamente violados.

Sin embargo, inmediatamente fueron conscientes de su inferioridad para enfrentarse con sus únicas fuerzas a las armas reales, por lo que decidieron buscar el apoyo de Luis XIII, rey de Francia. Para ello, eligieron a Francisco Vilaplana, caballero de Perpiñán, para que informase al rey francés de la situación en Cataluña.

Luis XIII en seguida envió a Barcelona al Mariscal de Campo, Señor de Seriñán, y al Sargento mayor de Batalla, Señor Plesis Beçanzon, y tras las negociaciones pertinentes, acordaron que el Principado haría el mayor esfuerzo posible por arrojar y resistir las armas castellanas; que el Rey Cristianí­simo les socorrería en espacio de dos meses con dos mil caballos y seis mil infantes; que lo uno y lo otro sería pagado por cuenta de la Generalidad; que el Rey solo enviarla los cabos y oficiales que le fuesen pedidos, y no mas; que mientras durase la resistencia de Cataluña, su majestad no man­daría invadir algunos lugares de catalanes como enemigo del Rey Católico, salvo aquellos en que hubiese presidido y armas españolas; que el Prin­cipado pondría en manos del rey Cristianísimo nueve rehenes, tres de cada orden, y que no haría ajustamiento con su rey sin intervención de Francia[4].

Con este breve tratado, los señores de Plesís y Seriñán regresaron a París, quedando en Cataluña como Virrey el señor de Blezé.

CONDUCTA DE LAS FUERZAS FRANCESAS DESPUÉS DE LA BATALLA DE VILLAFRANCA
Como expusimos en el trabajo “España y Cataluña en 1640”, la chispa que desencadenó la sublevación del Principado fue la lamentable conducta de las tropas mercenarias desplegadas en la frontera con Francia. Sin embargo, la llegada de tropas francesas no solo no resolvió la situación creada, sino que la empeoró, como vamos a exponer en el siguiente relato, haciendo que el pueblo catalán se arrepintiera de la decisión adoptada y retornara al cabo al seno de España. Para ello, vamos a exponer diferentes hechos y sucesivos estados de opinión de las autoridades y población catalana a lo largo de los doce largos años que duró la guerra, referentes a la actuación y respeto de las tropas y autoridades francesas con respecto a Cataluña, sus habitantes y sus instituciones.

El 31 de marzo de 1642, fuerzas españolas al mando del Marqués de Pomar  se enfrentaron a las catalana-francesas, dirigidas por el Conde de la Mothe en la batalla de Villafranca, resultando la mayor victoria alcanzada por éstos en toda la guerra:

…pero hay desmanes de la naturaleza que nin­guna razón los disculpa, ni motivo alguno los defiende. De este género eran los que come­tieron los franceses en Cataluña después de la mencionada batalla, mirando el país como tierra conquistada, y sin acordarse que tropelías semejantes a las que ellos hacían, ha­bían sido la tea que inflamó la provincia y la robusta mano que la desgajó de España. Ufanos con la victoria, como si a ellos solos se hubiese debido el triunfo, entraron a saco los pueblos cual si fuesen enemigos.

Mal podía el labrador mirar como hermano a quien entrando en su casa no sólo se tomaba a la fuerza y mal su grado lo que él necesitaba, sino que desperdiciándolo todo, derramaba por el suelo el vino de sus cubas, daba a los caballos los mejores granos de sus hórreos, matábale los ganados, robábale el dinero, quemábale las casas, deshonrábale las mujeres, y sin temor a humana ni divina justicia, blasfemaba de esta, y a aquella la escarnecía, en la persona de los magistrados del Principado.

Allí no se respetó razón alguna, y se holló todo género de atenciones: ni la ancianidad, ni el sacer­docio, ni la candidez de la virginidad y de la inocencia contuvieron el desenfreno de aquella gente con los que la abrían los brazos y la ofrecían hospitalidad. Así el afán sórdido de robar de los soldados, y el culpable silen­cio de sus jefes, más que remisos en casti­garlos, provocaban a la desconfianza a los naturales, que no podían menos de mirar con aversión a los que tantos daños y tan grandes perjuicios les causaban[5].

La actitud de los franceses con respecto a la población catalana no cambió entre 1643 y 1644, sino que, si cabe, se tornó cada día más calamitosa, y a quienes los naturales empezaban a mirar como invasores; elevó Cataluña al rey (de Francia) un memorial de sus desgracias, con breve pero sentida cuenta de sus padecimientos. Reiteró sus quejas, y las hizo más graves por el mal trato de la soldadesca: dolióse de que esta y sus cabos y oficiales osasen reque­rir a viva fuerza de los pueblos, recibos de sus deudas y testimonios de pago para frus­trar las reclamaciones de aquellos: represen­tó contra los asentistas franceses que hacían granjerías enormes y fraudulentas con el cambio de la moneda, y suplicó que se la tu­viese en consideración la esterilidad de sus tierras, que por falta de cultivo negaban los frutos, cuando se la pidiesen subsidios[6].

Al mismo tiempo, se quejaban los catalanes de que solo se designaban franceses para el desempeño de cargos y oficios que debían ser ocupados por los naturales, según estaba acordado en sus tratados y las promesas del juramento. Tanta deslealtad de los franceses empezó a “hacer buena a Castilla”, percibiendo el manifiesto lanzado por el rey el año anterior como algo a considerar seriamente[7].

A finales de Julio de 1644 las fuerzas reales pusieron sitio a Lérida, que acabó rindiéndose. Dos días después de ocupada entró en ella Felipe IV, mostrando a sus habitantes gran afecto, y para dar ejemplo a Catalu­ña, juró respetar sus privilegios y los del Principado con todas sus prerrogativas.

El fracaso de la Mothe ante Lérida, su derrota en la batalla que la precedió, así como el abandono del sitio de Tarragona, supusieron un gran descrédito para su fama militar, a los que se sumaron graves acusaciones referentes a fraudes y depredaciones sobre los bienes secuestrados. Resultado de todo ello fue que se pidiese su destitución al rey de Francia.

La Mothe fue llamado a París para que diese cuenta del estado de Cataluña y sus negocios, siendo sustituido por el Conde de Harcourt en Marzo de 1645, y dos años después, éste lo fue por el Príncipe de Condé, el vencedor de Rocroi.

A estas alturas los catalanes, que al principio se habían manifestado unánimemente a favor de Francia, se mostraban ya divididos en dos partidos, español y francés. Asimismo, el español se robustecía al recordar el generoso pro­ceder de Felipe IV en Lérida, y al considerar que, muerto el Conde-Duque, desapareció también con él la “supuesta” intencionalidad de aquel de “atropellar” al Prin­cipado. Esto lo conocía también el rey, por lo que encareció a sus jefes militares para que pusiese en juego las armas de la prudencia, como político, y los esfuerzos del valor, como soldado[8].

En 1648 continuaba el descon­tento de los catalanes por los desórdenes que cometían los militares franceses, y por primera vez se hizo justicia a su clamor, procesando, no a un simple soldado, sino a todo un gober­nador, el de Castell de Ásens, por las arbitrariedades cometidas en el distrito de su jurisdicción. Tales fueron estas, que proba­dos los cargos y convicto de sus crímenes, fue decapitado en Barcelona el 28 de Noviembre, día en el que partió para Francia el mariscal Schomberg, virrey del Principado.

A  pesar de tan ejemplar actitud, así como las enérgicas providencias dictadas por el mismo rey francés en diferentes cartas, que con fecha de 4 de Junio de 1649, dirigió a los gober­nadores de Cataluña, ordenándoles que respetasen las libertades y derechos de los catalanes en las plazas de su man­do, continuaron los excesos

legaron a tal punto, que los naturales se sublevaron contra los franceses en más de un lugar, lo que fue aprovechado por éstos para, so pretexto de sedición y rebeldía, empezar a formar causas, a pronunciar sentencias y ejecutarlas en tal número y con tal injusticia, las más de las ve­ces castigadas hasta con la pena capital, que provocó el rechazo hacia los franceses en la mayor parte de los pueblos de la región.

Para sustituirle fue designado el Duque de Mercoeur y de Vendome, pero éste desoyó las quejas que le elevaban los naturales, y en vez de corregir los abusos que, cometidos por las tropas, se empeñó temeraria­mente en dar alas al soldado, y en hacer ley de los mismos, jactándose incluso de que, de grado o por fuerza, impondría a Cata­luña lo que no pudo lograr España.

Ante esta actitud, algunos catalanes entraron en contacto con el gobernador de Lérida, manifestándole que, en cuanto les fuese posible, coadyuvarían a la expulsión de los franceses, y procurarían recobrar el afecto de España.

Al sospechar los franceses de este pacto, se incrementó la actitud negativa hacia los catalanes, no perdo­nando medio alguno de exacción y de rapiña para su medro a costa del país. En cambio, se mostraron hostiles a cara descubierta los paisanos, y mostraban ya más buena faz a los castellanos que a sus aliados, a quienes miraban con adusto ceño. Vitoreóse España en muchas partes, gritóse muera Francia, y a mansalva pagaron algunos franceses con la vida, tras mil tormentos arrancada, la deu­da de odio que contraían en poblado[9].

La Diputación que se hallaba en Manresa desde el 26 de Agosto de 1652, comprobó de “primera mano” que el sentimiento del Principado hacia España, había cambiado, mostrándose más adictos a Felipe IV que a Luis XIV, valiendo como ejemplo el dado en el mes Junio de este año por algunos pueblos de las inmediaciones de Vich, que se declararon por España.

La muerte que sufrieron en Vich mismo doce de sus princi­pales habitantes, fulminada para cruel ven­ganza por los franceses, inflamó a su comar­ca toda, luego a la montaña, coligó sus opi­niones para no formar más que una, cuyo centro fue Manresa, y su eco la misma Dipu­tación.

Esta, habido consejo, y bien medita­do que bajo el poder de España no había te­nido jamás que sufrir desacatos y contrafue­ros más que cuando un ministro se la había mostrado enemigo, pensó que no existiendo ya el tal, valía más someterse otra vez al rey, fiando en su benignidad y prudencia, que continuar en alianza con los franceses, de quienes Cataluña habla sufrido todo lina­je de injurias y toda especie de agravios.

RETORNO A ESPAÑA
Decididos, pues, y bien unánimes, prestaron homenaje al rey en la persona de su hijo el príncipe D. Juan, quien lo aceptó gustoso, y contestóles afable el 10 de Octubre de aquel año de 1652[10]. El Príncipe D. Juan entró en Barce­lona tres días más tarde.

Por lo que respecta al Rosellón, los habitantes de este condado mos­traron también el deseo de volver otra vez a la obediencia de España; más no se les atendió, merced a la sempiterna negligencia de nuestra corte, y a su recelosa política, dando tiempo y lugar para que radicase en aquellas tierras el mando francés: así las perdimos para no recobrarlas más, pues fue­ron cedidas a la Francia por el tratado de paz de los Pirineos en 1659[11].

A partir de este momento, Felipe IV y su gobierno trataron por todos los medios de hacer olvidar los desencuentros pasados y Cataluña fue ejemplo de fidelidad a partir de entonces.


[1] Primero y principal de los notarios y jefe de ellos, o el que despachaba con el príncipe y refrendaba sus despachos, cédulas y privilegios.

[2] En aquel momento era diputado eclesiástico Pau Cla­ris, canónigo de la iglesia de Urgel; por la nobleza, Francisco de Tamarit, caballero de Barcelona; y por el pueblo, Josef Miguel Quintana, ciudadano. Por su parte los jueces eran: Jaime Ferán, Rafael Antic y Rafael Cerda.

[3] En los casos de suma importancia formaban otro Consejo que llamaban Sabio; constaba de cien personas diferentes, incluyendo en ellas todos los mi­nistros, todos los estados y calidades de la república.

[4] FRANCISCO MANUEL DE MELO: Historia de los movimientos, separación y guerra de Cataluña en tiempo de Felipe IV. Marín y Compañía Editores. Madrid 1874. p 38.

[5] TIÓ, Jaime: continuador de la obra de Francisco Manuel de Melo: Guerra de Cataluña. Tomo III. Imprenta de los sucesores de Hernando. Madrid, 1919. pp 19 a 21.

[6] Ibidem, p 40

[7] En 1642, Felipe IV publicó un manifiesto dirigido a sus súbditos catalanes en el que resaltaba la conducta negativa de los franceses para con el pueblo catalán. Asimismo, prometía el olvido total de lo sucedido hasta entonces, y se mostraba clemente hacía aquellos que más le habían ofendido.

[8] TIÓ, Jaime: continuador de la obra de Francisco Manuel de Melo: Guerra de Cataluña. Tomo III. Imprenta de los sucesores de Hernando. Madrid, 1919. p 63.

[9] Ibidem, p 74.

[10] TIÓ, Jaime, continuador de la obra de Francisco Manuel de Melo: Guerra de Cataluña. Tomo III. Imprenta de los sucesores de Hernando. Madrid, 1919. p 86.

[11] Ibidem, p 97.


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