La noticia del asesinato de los periodistas David Beriain y Roberto Fraile ha conmocionado al mundo del periodismo. Profesionales como ellos, veteranos templados en los fuegos de algunas de las zonas de conflicto más peligrosas de nuestro planeta, constituyen el mejor ejemplo de lo que significa defender un compromiso inquebrantable para con la verdad.
Personas a través de las cuales podemos mirar al mundo y ver una imagen más nítida de lo que nos rodea, aunque esas verdades se encuentren a miles de kilómetros y aunque no siempre nos guste lo que nos vayan a mostrar. Incluso en la tragedia resuenan sus voces, forjadas a partir de una materia especial que solo se encuentra allí donde convergen los más altos valores frente a los defectos más indignos, y podemos escuchar con claridad su mensaje “Esta es la realidad que miles de personas experimentan a diario en Burkina Faso”.
La realidad es que en los últimos dos años se ha producido un considerable deterioro de la situación de seguridad en las regiones al norte y al este del país debido a la presencia de grupos armados. Muchos de estos grupos presentan vínculos transfronterizos con movimientos extremistas de territorios vecinos como Malí y Níger. En 2020, el Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR) clasificó la situación que se vive en el país como “conflicto armado no internacional”.
Los insurgentes han atacado en reiteradas ocasiones escuelas, oficinas gubernamentales y puestos de control de seguridad. Además, las organizaciones islamistas, entre las que se incluye Jama’at Nasr al-Islam wal Muslimin (JNIM) y Ansar-ul Islam, intentan desde hace un tiempo avivar los conflictos entre grupos religiosos atacando iglesias en áreas rurales.
En los últimos años, el JNIM y Ansar-ul Islam se han convertido en los principales protagonistas del terrorismo armado en Burkina Faso. Sendos grupos se han atribuido la responsabilidad de la mayor parte de los ataques en el norte y al este del país, así como de los ataques perpetrados en Uagadugú. Las porosidad que caracteriza a las fronteras de Burkina Faso con Mali y Níger y las limitadas capacidades con las que cuentan sus fuerzas de seguridad son factores fundamentales a la hora de comprender la presión que soportan los territorios bajo el estado de emergencia.
Son frecuentes los ataques de estos grupos a instalaciones de seguridad y a las patrullas en lugares remotos próximos a las fronteras, pero también se ha detectado un incremento en el número de ataques contra civiles. El alcance de estos ataques también se ha extendido a áreas que previamente no se habían visto afectadas, todo ello a pesar de los esfuerzos y del aumento en el número de operaciones de seguridad por parte de las fuerzas gubernamentales.
A la vista de la situación se ha decretado el estado de emergencia y toques de queda en varias regiones. En este contexto las fuerzas de seguridad nacionales gozan de poderes especiales, incluida la potestad de llevar a cabo registros sin orden judicial. Las autoridades pueden imponer nuevas restricciones a la circulación o la reunión pública, y las fuerzas militares y policiales podrían intensificar las operaciones de contrainsurgencia en las regiones afectadas, con el consiguiente aumento en el número de enfrentamientos entre milicias armadas y fuerzas gubernamentales.
La violencia armada ha provocado el desplazamiento de más de un millón de personas en solo dos años y ha dejado a 3,5 millones de personas necesitadas de asistencia, lo que supone un incremento del 60% entre enero de 2020 y enero de 2021.
Se estima que más de 1,5 millones de personas se encuentran necesitadas de protección. Entre ellas, más de 1/3 de los niños corren el riesgo de ser reclutados por grupos armados y de ser obligados a realizar trabajos forzados. Preocupan especialmente las informaciones que apuntan a que aproximadamente el 1% de los niños desplazados no están acompañados. Mujeres y niñas constituyen el 54% de los desplazados dentro del país, experimentando un mayor riesgo de sufrir violencia sexual y de género por parte de dichos grupos armados.
Por si no fuera suficiente, los conflictos armados han dado lugar al surgimiento de una emergencia humanitaria sin precedentes en un país tradicionalmente sujeto a inseguridad alimentaria y nutricional crónica. A esto habría que sumar el impacto de las sucesivas crisis políticas, del cambio climático, la falta de oportunidades económicas, particularmente para los jóvenes, que se están cebando especialmente con los sectores más frágiles del país.
En cuanto a la crisis sanitaria provocada por el COVID-19, las 13 regiones en las que se encuentra dividido el país han registrado casos desde marzo de 2020, y prácticamente el 80% de los distritos de salud han notificado por lo menos un caso. El país ha registrado una disminución sostenida del número de casos activos en las últimas semanas desde un pico de 2.343 infecciones que tuvo lugar el pasado 12 de enero. No obstante, continúa siendo muy vulnerable a un aumento de las infecciones en los próximos meses a la vista de unos recursos sanitarios limitados y unas mínimas medidas de distanciamiento social y regulaciones de salud pública. Además, hay que tener en cuenta que Burkina Faso aún no ha iniciado su campaña de vacunación, y se desconocen los plazos para la entrega de dosis del programa de acceso global a la vacunas (COVAX).
Las necesidades humanitarias se sitúan en las peores cifras desde 2018, con 3,5 millones de personas que necesitadas de asistencia, en comparación con los 2,2 millones de enero de 2020. Se estima que el Plan de Respuesta Humanitaria para el periodo 2021 requerirá 607 millones de dólares. En paralelo también se ha incrementando la respuesta humanitaria, llegando a tres veces más personas en 2020 que en 2019.
La situación de inseguridad también ha provocado una crisis de desplazamientos internos sin precedentes, que en estos momentos afecta a las 13 regiones: el número de desplazados ha aumentado de 87.000 en enero de 2019 a más de 1 millón en diciembre de 2020. Burkina Faso también acoge a unos 19.400 refugiados y solicitantes de asilo, la mayoría de los cuales proceden de Malí.
Algunas estimaciones apuntan a que la región del Sahel se encamina hacia su año más mortífero a manos de la violencia terrorista de corte islamista y parece poco probable que a corto plazo se disponga de una fuerza regional de contrainsurgencia eficaz y con poder suficiente para frenar dicha tendencia.
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